Un día, de pie en una parada de autobús en París, Suzanne Segal, de veintisiete años y embarazada, perdió el sentido de identidad personal.
«Levanté el pie derecho para subir al autobús, y choqué de frente contra una fuerza invisible que había penetrado mi percepción consciente como un cartucho de dinamita que explotara en silencio, volando la puerta de mi consciencia habitual y arrancándola de sus goznes, partiéndome en dos. En el enorme espacio que se abrió, aquello a lo que hasta entonces había llamado “yo” recibió un violento empujón que lo sacó del lugar que ocupaba dentro de mi y lo lanzó a una posición nueva: aproximadamente treinta centímetros detrás y a la izquierda de mi cabeza. “Yo” estaba ahora detrás de mi cuerpo mirando el mundo que me rodeaba, pero no a través de los ojos del cuerpo».
Esta fue la “colisión de Suzanne con el infinito”. Se quedó aterrada, y sorprendida luego al comprobar que su cuerpo seguía viviendo y funcionando con relativa normalidad. En un principio era testigo de las acciones del cuerpo, pero, con el tiempo, incluso aquella sensación de presenciarlas desapareció, y no fue ya capaz de localizar ningún sentido de identidad personal dentro de si . A pesar de su anterior formación espiritual, esta pérdida la hizo vivir aterrada durante diez años. Finalmente, Suzanne buscó ayuda, a través de la correspondencia y el contacto personal, en diversos terapeutas e instructores espirituales de las tradiciones budista e hinduista, así como en los escritos de Ramana Maharshi. Varios respetados adeptos espirituales aseguraron a Suzanne que su experiencia era genuina y que había alcanzado la liberación. Una vez que fue capaz de percibir que el miedo no era algo diferenciado ni separado de la vacuidad, el miedo desapareció.
Fue entonces cuando Suzanne Segal publicó su libro Colisión con el Infinito y empezó su labor como guía espiritual y terapeuta en el Área de la Bahía de San Francisco. Pero su nuevo trabajo tendría una vida muy corta. El estado de realización se volvió inestable, y Suzanne se sumió en un mar de dudas. La asaltaron sensaciones de desorientación y vértigo, su salud empezó a deteriorarse y, a la edad de cuarenta y dos años, le fue diagnosticado un tumor cerebral de crecimiento muy rápido, que, en menos de dos meses, puso fin a su vida.
El proceso de iluminación no es siempre pura dicha. La vida de Suzanne Segal es una muestra de la agonía y el éxtasis, el terror y la incertidumbre, la perplejidad y la vastedad que pueden formar parte de la experiencia del despertar.
A muchos les resultó inquietante la muerte de Suzanne, como si su vida hubiera terminado antes de que se hubiera completado su viaje. Hubo quienes atribuyeron sus experiencia de iluminación a los cambios orgánicos que se habían producido en su cerebro; sin embargo, lo cierto es que el tumor fue descubierto más de doce años después de que comenzara su profunda transformación. Para quienes creen en el propósito trascendente de la vida y de la muerte, la cronología de los acontecimientos no fue un error; incluso considerando que perdiera su estado de comprensión suprema al final de su vida, esto nada quita a la profundidad de su búsqueda, a su desarrollo y a su realización. La «colisión con el infinito» de Suzanne Segal sigue siendo la valiosa e instructiva experiencia de una mujer moderna que logró superar su miedo y entrar en el estado de dicha absoluta, combatiendo, unas veces, y descubriendo, otras, la respuesta a la ancestral pregunta: «¿Quién soy yo?».
El siguiente extracto pertenece al relato de sus experiencias espirituales que es Colisión con el Infinito.
Colisión con el infinito
Ocurrió en primavera. Volvía a casa, a mi apartamento de la Rive Gauche, después de haber asistido a una clase de preparación para el parto en la clínica en la que debía dar a luz seis meses más tarde y que se hallaba al otro lado de la ciudad. Estaba entrando en el cuarto mes de embarazo, y acababa de sentir los primeros movimientos de mi hija, leves, diminutos, como si una pluma me acariciara por dentro. Era el mes de mayo, y sentía la calidez del sol en la cabeza y en la cara mientras esperaba al autobús en una parada de la Avenue de la Grande Armée. Como no tenía prisa, había decidido tomar el autobús en vez del metro, para poder saborear aquel día tan precioso.
Llegaron y se fueron varios autobuses antes de ver aparecer, al fin, el número 37, que se acercaba por la amplia avenida. Había otras cinco o seis personas en la parada, y llevábamos un rato intercambiando comentarios sobre el tiempo y sobre la nueva campaña publicitaria que desde hacía unos meses llenaba todas las vallas de la ciudad. Al aproximarse el autobús, nos apiñamos expectantes cerca del bordillo. El autobús frenó lenta y pesadamente, llenando el cálido aire primaveral de un olor acre a humo del tubo de escape y a goma quemada.
Según me coloqué en la fila, sentí que de repente se me taponaban los oídos, como cuando cambia la presión dentro de un avión al empezar el descenso. Me sentí excluida de la escena que tenía delante, igual que si estuviera encerrada en una burbuja, e incapaz de hacer nada salvo de una manera completamente mecánica. Levanté el pie derecho para subir al autobús, y choqué de frente contra una fuerza invisible que había penetrado mi percepción consciente como un cartucho de dinamita que explotara en silencio, volando la puerta de mi consciencia habitual y arrancándola de sus goznes, partiéndome en dos. En el enorme espacio que se abrió, aquello a lo que hasta entonces había llamado “yo” recibió un violento empujón que lo sacó del lugar que ocupaba dentro de mi y lo lanzó a una posición nueva: aproximadamente treinta centímetros detrás y a la izquierda de mi cabeza. “Yo” estaba ahora detrás de mi cuerpo mirando el mundo que me rodeaba, pero no a través de los ojos del cuerpo.
Desde aquella posición imposible de localizar, más o menos detrás y a la izquierda, veía mi cuerpo delante y a una gran distancia. Las señales del cuerpo parecían tardar, todas, mucho tiempo en recibirse, como si fueran una luz procedente de algún astro lejano. Aterrada, miré a mi alrededor, preguntándome si alguien habría notado algo. Los pasajeros iban ocupando tranquilamente sus asientos, y el conductor me apremiaba a que introdujera el billete amarillo en la máquina, para que pudiéramos arrancar.
Sacudí la cabeza varias veces, con la esperanza de que el movimiento haría que la consciencia retomara a su sitio; pero nada cambió. Desde lejos, sentí cómo, con torpeza, mis dedos intentaban introducir el billete en la ranura, y luego empecé a caminar por el pasillo buscando un asiento. Me senté al lado de una señora mayor con la que había estado charlando en la parada, y traté de continuar la conversación. Descubrí entonces que mi mente se había parado en seco tras la abrupta colisión con aquello, fuera lo que fuera, que me había arrebatado mi realidad previa.
Aunque mi voz hablaba con coherencia, me sentía completamente desconectada de ella. El rostro de la mujer que estaba sentada a mi lado parecía muy lejano, y el aire que había entre nosotras parecía niebla, como si estuviera saturado de un fluido denso y luminoso. La mujer volvió la cabeza un instante para mirar por la ventanilla, y luego estiró el brazo y pulsó el botón para indicar al conductor que quería apearse en la parada siguiente. Cuando se levantó, me deslicé hasta ocupar su asiento junto a la ventana y me despedí de ella con una sonrisa. Sentía cómo el sudor me corría por los brazos y cómo, poco a poco, iba cubriéndome la cara. Estaba aterrorizada.
El autobús llegó a mi parada de la rue Lecourbe. Me bajé, y, mientras recorría las tres manzanas que me separaban de casa, intenté recuperar mi estado anterior, volver a estar entera, enfocando para ello toda mi atención en el cuerpo y deseando con todas mis fuerzas regresar a él , que era el lugar al que creía que pertenecía, y recobrar así la que, hasta poco antes, había sido una sensación normal, de ver con los ojos del cuerpo, de hablar con la boca, de oír con los oídos. La fuerza de voluntad fracasó rotundamente; en vez de experimentar sensaciones a través de los sentidos físicos, me encontré cabeceando detrás del cuerpo como una boya en alta mar. Desvinculada de la solidez sensorial, separada del cuerpo y siendo testigo de él desde una inmensa distancia, caminé calle abajo como una nube de percepción consciente que seguía los pasos de un cuerpo, simultáneamente familiar y extraño. Sentía un incomprensible apego hacia aquel cuerpo, pese a no tener ya la sensación de que fuera “mío”. El continuó emitiendo señales de sus percepciones sensoriales; ahora bien, cómo o dónde se recibían aquellas señales era algo imposible de comprender.
Incapaz de encontrar ningún sentido a este súbito estado, la mente alternaba entre desbocarse enloquecida, en un intento de hacerme volver a estar entera, y paralizarse por completo, dejando sólo el vacío murmullo del espacio reverberando en los oídos. El testigo era una entidad diferente por completo de la mente, del cuerpo y de las emociones, y la posición que ocupaba, detrás y a la izquierda de la cabeza, se mantenía constante. La insondable distancia entre el testigo y lo que eran la mente, el cuerpo y las emociones, parecía provocar un pánico inherente a ella e inevitable, debido a la sensación de estar tan débilmente vinculada a la existencia física. En este estado presencial, la existencia física parecía estar a punto de disolverse, y el miedo a la aniquilación con el que la entidad física respondía alcanzaba proporciones descomunales.
Cuando entré en el apartamento, Claude levantó la vista del libro, me miró sonriente y me preguntó qué tal me había ido el día. No advirtió mi terror al verme, lo cual me resultó extrañamente reconfortante. Le saludé tranquilamente, como si no hubiera pasado nada; le hablé de la clase a la que había asistido en la clínica y le mostré un libro que había comprado en la librería americana de camino a casa. Me pareció tan imposible contarle lo que había sucedido que ni siquiera lo intenté. El terror empezó a crecer rápidamente, y el cuerpo, invadido por el pánico, se quedó rígido; el sudor corría a chorros por los costados, las manos, frías, temblaban, y el corazón latía desbocado. La mente pareció entrar al instante en la modalidad de supervivencia y empezó a buscar distracciones: quizá sería una ayuda darme un baño, echarme una siesta, comer algo, leer un libro o llamar a alguien por teléfono.
Todo ello era una pesadilla imposible de creer. La mente (a la que ni siquiera podía referirme ya como “mi” mente) trataba de buscar una explicación a aquel suceso, a todas luces inexplicable. El cuerpo traspasó el terror y entró en un estado de horror frenético, que ocasionó un agotamiento físico tan absoluto que la única opción posible era dormir. Después de decirle a Claude que necesitaba descansar y de pedirle que no me molestara, me eché en la cama y me sumí en lo que imaginaba que sería el dulce olvido del sueño. Y el sueño llegó, pero el testigo siguió despierto, presenciando el sueño desde la posición que ocupaba detrás del cuerpo. De todo ello, esta experiencia fue la más extraña: la mente estaba indiscutiblemente dormida, pero, a la vez, algo estaba despierto.
A la mañana siguiente, en cuanto los ojos se abrieron, la mente estalló en preguntas, presa de la preocupación: «¿Me he vuelto loca? ¿Qué es esto? ¿Es psicosis, esquizofrenia? ¿Es eso a lo que la gente llama crisis nerviosa, depresión?». ¿Qué había pasado? Y ¿terminaría en algún momento? Claude había empezado a notar mi desasosiego y, al parecer, esperaba que yo le diera alguna explicación. Traté de contarle lo que había sucedido el día anterior, pero, sencillamente, me encontraba demasiado lejos como para poder hablar. El testigo parecía hallarse donde “yo” estaba, lo cual dejaba a la entidad formada por cuerpo, mente y emociones sin persona alguna; era en verdad asombroso que todas sus funciones continuaran operando. No había manera de explicarle nada de aquello a Claude, y esta vez di gracias por que fuera la clase de persona que no insistía en querer saber sobre un tema del que yo no quisiera hablar.
La mente estaba tan anonadada por su incapacidad para comprender el actual estado de existencia, que no había posibilidad de distraerla. Seguía clavada en los incomprensibles e incontestables dilemas que, como un torrente ininterrumpido, iba generando aquel estado presencial de percepción pura. Reinaba la sensación de estar al límite de los límites, en la frontera entre existir y no existir, y la mente temía que, si dejaba de sustentar la existencia con el pensamiento, la existencia misma cesaría. Gravada con la responsabilidad de observar esta directriz, como una cuestión, al parecer, de vida o muerte, la mente forcejeaba por mantener aquel pensamiento; pero lo único que consiguió fue extenuarse, tras horas de arrebato intermitente. La agonía de la mente crecía con cada audaz intento de encontrar sentido a algo que jamás podría comprender; y el cuerpo respondía a la angustia de la mente fijándose a la modalidad de supervivencia, bombeando adrenalina, aguzando los sentidos, haciendo frente y reaccionando un instante tras otro a la amenaza de aniquilación.
Si surgió en un momento dado el pensamiento de que, quizá, aquella experiencia presencial fuera el estado de Consciencia Cósmica que Maharishi había definido tiempo atrás como primer estadio del despertar de la consciencia. Pero la mente desechó esta posibilidad al instante, pues era impensable que el infierno en el que me hallaba pudiera tener la más mínima relación con la Consciencia Cósmica.
(Doce años después)
Pese a la reconfortante ayuda que me brindaron todas aquellas personas a las que relaté mi experiencia, el invierno de la no identidad seguía sin depararme demasiada dicha. La dicha llegó toda en un mismo instante, estrellándose repentina e irrevocablemente contra la orilla de la percepción pura, de manera exacta a como había llegado la primera oleada de desprendimiento del “yo” doce años antes.
De la experiencia de absoluta ausencia de “yo”, mi estado de consciencia haría una abrupta transición ahora a la estación siguiente: la experiencia de que, no sólo no existe un “yo” personal , sino que tampoco existe “lo otro”. Es decir, estaba a punto de producirse un viraje que me introduciría de modo permanente en la percepción pura de la unidad, donde se revelaba que la vacuidad que dominaba mi consciencia era la sustancia misma de toda la creación. Una vez que el secreto de la vacuidad se desveló de esta manera, empecé a referirme a ella como “vastedad”.
En mitad de una semana particularmente llena de acontecimientos, iba sentada al volante de mi automóvil, dirigiéndome hacia el norte para visitar a unos amigos, cuando de repente me di cuenta de que estaba conduciendo a través de mí misma. Durante años no había habido ni rastro de “yo”, y, sin embargo, en aquella carretera todo era “yo». Iba conduciendo a través de mí para llegar al lugar en el que ya me hallaba; o sea que, en realidad, no iba a ninguna parte, puesto que ya estaba en todas partes. Resultaba obvio ahora que la vacuidad infinita que yo había descubierto ser, era la sustancia infinita de todo cuanto veía.
Después de esta transición a la vastedad del vacío, empecé a meditar de modo intensivo. Pasaba horas cada mañana, y horas de nuevo cada noche, sentada en la vastedad, contemplando cómo el árbol de la vacuidad iba cubriéndose de flores. Sentí el fuerte impulso de retirarme en soledad, de modo que me puse en contacto con un centro budista de retiro, situado en las montañas de Santa Cruz, para pasar allí un fin de semana largo a mediados de enero.
Según conducía hacia el centro a través del paisaje invernal, todo parecía fluir; las montañas, los árboles, las rocas, los pájaros y el cielo iban perdiendo, todos, sus diferencias. Al pasear la mirada por el paisaje, lo primero que vi fue que todos ellos eran uno; después, como en una segunda oleada de percepción, pude ver sus particularidades. Pero la percepción de la sustancia de la que estaban hechos no ocurría a través del cuerpo, sino que la vastedad se percibía a sí misma por medio de sí misma en cada punto de sí misma. Una inefable calma lo impregnaba todo. No había éxtasis ni beatitud; simplemente calma.
Al mismo tiempo, empezó a emerger algo nuevo, que continúa hasta el día de hoy, algo que sólo puedo definir como un “densificarse hasta la unión total”, y que era a la vez experiencia y percepción. Desde aquel día en adelante, he tenido la experiencia constante del ir y venir de ambos, y de que ambos están hechos de la “sustancia” de todo. Esto es lo primero que se experimenta: la esencia de la unidad, su textura, su sabor, su sustancia; pero esa sustancia no localizada e infinita puede percibirse, no con los ojos, los oídos o las fosas nasales, sino únicamente con la sustancia misma, a través de si misma. Cuando la sustancia de la unidad se encuentra consigo misma, se conoce a sí misma a través de su propio órgano sensorial. La forma es como un dibujo sobre las arenas de la unidad; y el dibujo, la arena y el dedo que lo dibuja son uno. En mi propia vastedad, había encontrado la profunda comprensión directa que actuó revelando el miedo y liberándome de su dominio. Me di cuenta de que la mente había estado aferrándose con tenacidad a la errónea idea de que la presencia del miedo ponía en entredicho la validez de la ausencia de “yo” que había experimentado. El miedo había engañado a la mente para que atribuyera a su presencia un significado que en realidad no tenía. El miedo estaba presente, es cierto, ¡pero eso era todo! La presencia del miedo no invalidaba en modo alguno la experiencia de que no existía tal cosa como un “yo” personal; significaba sólo que el miedo estaba presente.
Sin embargo, para poder ver que el “yo” carecía de existencia real, no hacía falta que el miedo se fuera a ninguna parte; a fin de cuentas, ¿a dónde habría podido ir, si en realidad nunca había existido? No era necesario cambiar ni erradicar nada; no era necesario que nada hiciera nada, salvo ser. Todo ocurre simultáneamente: la forma y la vacuidad, el dolor y la iluminación, el miedo y el despertar. Una vez visto que es así , ¡parece tan increíblemente sencillo! El garfio del miedo se rompió, y la dicha afloró al instante. La experiencia de la vacuidad había revelado su secreto, y era evidente que la vacuidad no era sino la sustancia de todo. Al fin vi lo que había tenido delante todo el tiempo, y que el miedo me había impedido ver: no sólo no existe un “yo” individual, sino que tampoco existe “lo otro”. No hay ni yo ni otro. Todo está hecho de la misma sustancia que la vastedad.
Cuando llegué al centro de retiro a última hora de la tarde, dejé mi equipaje en la cabaña y fui a dar un paseo por los bosques de los alrededores. Sabía, para entonces, que estaba hecha de nada y de todo, exactamente igual que el resto de la creación. ¿Cómo podía habérseme pasado esto por alto hasta aquel día? Había estado siempre delante de mí, igual de cerca que la vacuidad, igual de vacío que la vacuidad, e igual de lleno.
Todos los relatos Zen que Richard me había contado regresaron a mí en avalancha, y empecé a llorar y a reír a carcajadas; no podía parar. Finalmente caí al suelo, debilitada por la visión de todo ello. Durante doce años había conocido, visto y respirado la vacuidad, y ahora ésta se extendía por el universo entero en gigantescas oleadas de vacía plenitud. Que todo estaba unido en la vacuidad resultaba ahora lo más obvio del mundo, pero había tardado casi una eternidad en darme de bruces con ello… Supongo que se había dado de bruces consigo mismo.
Está de más decir que, desde entonces, nada ha vuelto a ser lo que era. El hecho de que “yo” hubiera dejado de existir, de que no existiera ya nada semejante a una persona, me condujo finalmente a la comprensión suprema de que no hay nada que no sea yo. Lo que queda cuando no existe el “yo” es lo único que existe.