El ser humano ha instituido -en detrimento del planeta- lo que se conoce como el «Antropoceno», una era en la que todo gira en torno al ser humano. El resultado de este antropocentrismo radical -o egocentrismo global- es que se ha iniciado una destrucción masiva de la vida. Sin duda, esto tiene que ver con una separación entre el ser humano y la naturaleza y una sensación de incomparable superioridad. Históricamente, para la civilización occidental, la vida de las plantas y los animales no ha sido muy importante. En la Biblia existe una noción, que es retomada por la ciencia de Francis Bacon y René Descartes, de que la naturaleza está allí para ser dominada -cuando no explotada- por el ser humano, que se sabe elegido por el dios único. Los animales son solamente objetos de estudio en el laboratorio para incrementar el poder de dominio, fuentes de alimento y cosas que los niños, los santos o los locos aman.
Ciertamente otras culturas han tenido relaciones distintas, más amigables, como ocurre en la India, donde algunos animales son considerados sagrados y en algunas partes, entre algunas clases sociales, se practica el vegetarianismo. Pero en realidad las culturas que han tenido una asociación más cercana y rica con los animales son las culturas chamánicas, entre ellas las culturas prehispánicas. La concepción de los animales en los pueblos chamánicos no plantea una división y una verticalidad excluyentes. Se trata más bien de una relación de complementariedad y de horizontalidad -aunque con la posibilidad de tomar un eje vertical, pues los animales suelen ser mensajeros o transfiguraciones de lo divino y celestial-. Convertirse en animal, más que una degradación, puede ser una elevación o un modo de explorar una dimensión misteriosa de la conciencia. Esto le puede parecer primitivo al individuo moderno, educado por la Ilustración y el positivismo, pero a la luz del desastre ecológico actual, quizá merezca reconsiderarse e incluso habría que considerar que esta relación de «fraternidad» (como también entendió San Francisco de Asís, quien llamaba «hermano» al lobo y al pájaro) es más «evolucionada» o al menos más sensata. El mismo George Bataille, influenciado por Nietzsche, sugirió que para nosotros la auténtica espiritualidad se parece más a la animalidad que a la fría racionalidad; está más cerca del instinto que del intelecto discursivo.
Un notable ejemplo de esta cosmovisión lo encontramos en el Popul Vuh, el libro que recopila las historias de creación, mitos, costumbres y linajes del pueblo k’iche’, el pueblo maya guatemalteco. Vemos aquí que los animales son parte esencial tanto de la constitución misma del ser humano como de sus proyectos y relaciones con lo divino. En un artículo de la revista de filosofía Aeon, la académica Jessica Sequeira señala que podemos aprender de la compleja relación que tenían con los animales los autores del Popul Vuh, quienes vivían en una realidad:
en la que los mundos animales, humanos y divinos eran parte de una totalidad fluida, comunicándose y transformándose entre sí, en relaciones de amor, amistad, rivalidad, instinto. En el Popul Vuh, los humanos no domestican o sentimentalizan a los animales, sino que reconocen su forma de existir. Los cazan, los envían en misiones, toman mensajes de los dioses, los sacrifican, juegan juegos con ellos. Los animales no son seres inferiores, sobre los que, como los europeos creían, Dios había otorgado dominio. Para los mayas k’iche’, los animales eran vecinos, alter egos y una forma de comunicación con los dioses.
Ciertamente, el pueblo k’iche’ no vivía en un idilio políticamente correcto con los animales. Tenía una relación compleja en la que lo esencial era que les confería agencia, persona y valor espiritual. Esto a veces podía significar alianza o disputa, pero siempre había alguna forma de diálogo y respeto. Y es que sólo respetamos realmente aquello a lo que le conferimos los atributos de personalidad, conciencia o espíritu, en lo que vemos vida e igualdad. De otra manera, por más que nos adoctrinemos moralmente sobre la importancia de los animales y las plantas, nunca habrá una auténtica relación.
El Popul Vuh está lleno de animales: monos, jaguares, serpientes, armadillos, cocodrilos, murciélagos, luciérnagas, tortugas, conejos, hormigas, etc., y son parte esencial de la historia. Los mismos dioses tienen naturalezas animales híbridas. Y en la creación del ser humano, son los animales los que brindan a los dioses el material capaz de sostener la vida y la inteligencia: el maíz.
El cosmos maya era un cosmos sagrado, mágico e interdependiente, en el que todas las cosas tenían significado. Los animales eran dobles espirituales, manifestaciones de «naguales», enlaces de acceso a la misteriosa energía del universo. Muchas de estas ideas eran compartidas por otros pueblos prehispánicos, quienes a través de los toltecas y el ideal de la toltequidad, tuvieron estrecho contacto. Estas ideas tenían además una función de preservación de la vida comunitaria y cósmica, pues les hacían ver a los habitantes de estas comunidades que la vida era como una gran telaraña en la que todos los seres vivos estaban imbricados. No sólo se trataba de interdependencia; había corresponsabilidad, una deuda o un pacto mutuo entre animales, seres humanos y dioses. El reconocimiento de esta dimensión animal, de un valor no-humano, es parte esencial también del reconocimiento de un mundo espiritual y de una naturaleza que no es muda ni sorda. Quizá no sea coincidencia que en la medida en la que el ser humano ha truncado este diálogo con los animales y las plantas, ha perdido acceso a la dimensión de lo invisible.
El mismo Popul Vuh hace referencia a una especie de oscurecimiento de las capacidades de percepción del ser humano. Ocurre un diluvio y la humanidad empieza a perder su relación con la vida no-humana. Corazón del Cielo sopla una niebla a los ojos del ser humano y los humanos quedan ahumados, opacos, y pierden agudeza perceptual. Esto les cierra el acceso a la dimensión de intercambio vital con los animales y los dioses.
Podríamos tomar esta historia como un símbolo de lo que ha ocurrido en la civilización moderna y aprender del Popul Vuh a ver a los animales como partes esenciales del ánima planetaria, esa gran esfera de vida e inteligencia de la que los humanos sólo somos un fragmento más.
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