Una mirada festiva a la muerte

«En el Día de los Muertos, guisamos sus platillos favoritos, elaboramos 'pan de muerto' o escribimos 'calaveras', epitafios humorísticos y en verso para familiares o amigos. La celebración de la muerte en México perdió su solemnidad para convertirse en un acontecimiento de gran belleza plástica y con un contenido entre laico y religioso fuera de serie», escribe Laura Martínez Alarcón. Fotos: A. Díaz M.
«En el Día de los Muertos, guisamos sus platillos favoritos, escribimos ‘calaveras’, epitafios humorísticos y en verso para familiares o amigos. Es un acontecimiento con un contenido entre laico y religioso fuera de serie», escribe Laura Martínez Alarcón. Fotos: A. Díaz M.

México vive la conmemoración del día de los muertos «a través del festejo gozoso y colorido», señala Laura Martínez Alarcón, mexicana y autora de este artículo. En él expone primero la visión antropológica de esta celebración de la muerte, luego la visión filosófica y termina con una pequeña crónica sobre lo que se vive en un cementerio rural a las afueras de la Ciudad de México, en la madrugada del 1 al 2 de noviembre.

Por Laura Martínez Alarcón

La muerte no enseña el cobre,
tampoco hace distinciones,
lo mismo se lleva al pobre
que al rico con sus millones.
Canción popular mexicana

Como ocurre en todos los rincones del planeta, en México también albergamos con angustia la perspectiva de morir. La muerte es un asunto serio e incomprensible. Sin embargo, a diferencia de otros pueblos, no nos escondemos de la «huesuda», la «pelona», la «calaca tilica», sino que vivimos inmersos en ella, a través del festejo gozoso y colorido del 1 y el 2 de noviembre.

Los antropólogos opinan que se trata de un intento por transformar la muerte en algo familiar y que detrás de esta forma de enfrentarla se oculta un absoluto respeto que determina en gran medida la conducta popular. Todo esto es verdad y por ello instalamos altares en nuestras casas, visitamos y adornamos las tumbas de los cementerios y preparamos ofrendas colmadas de aromas, sabores y colores; le ponemos cara a la muerte a través de las fotografías de nuestros difuntos, guisamos sus platillos favoritos, elaboramos «pan de muerto» o escribimos «calaveras», epitafios humorísticos y en verso para familiares o amigos. La celebración de lo que en España se conoce como los Fieles difuntos, en México perdió su solemnidad para convertirse en un acontecimiento de gran belleza plástica y con un contenido entre laico y religioso fuera de serie.

En México instalamos altares en nuestras casas, adornamos las tumbas de los cementerios y preparamos ofrendas colmadas de aromas, sabores y colores; le ponemos cara a la muerte a través de las fotografías de nuestros difuntos. Es un acontecimiento de gran belleza plástica

Filosofía & co. - Ofrenda en casa Dia de los muertos
Ofrenda en casa de la autora de este artículo.

En noviembre del 2008, la festividad mexicana del Día de Muertos mereció ser inscrita por la UNESCO en la lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por ser, dice la declaratoria, un ejemplo de sincretismo «entre la celebración de los rituales religiosos católicos traídos por los españoles y la conmemoración del día de muertos que los indígenas realizaban desde los tiempos prehispánicos; los antiguos mexicanos, o mexicas, mixtecas, texcocanos, zapotecas, tlaxcaltecas, totonacas y otros pueblos originarios, trasladaron la veneración de sus muertos al calendario cristiano, la cual coincidía con el final del ciclo agrícola del maíz, principal cultivo alimentario del país». Aunque principalmente se asocia a los días 1 y 2 de noviembre, en algunas regiones se destina el 28 de octubre a las personas que murieron de manera trágica, mientras que durante el día 30 se espera la llegada de las almas de los «limbitos», es decir, de los niños que no pudieron ser bautizados.

Así pues, los antecedentes de la fiesta de muertos y el concepto de transitoriedad de la vida a la muerte se encuentran tanto en las creencias prehispánicas de los pueblos mesoamericanos como en las ideas llevadas a la Nueva España hace quinientos años por los frailes dominicos y franciscanos. Hubo coincidencia de fechas, pero no de visiones. Si para los españoles el acceso al cielo, el infierno, el purgatorio o el limbo dependía de la conducta observada en vida, para los indígenas el factor fundamental era la forma de morir para saber a cuál de los cuatro destinos entraba el difunto.

Si alguien fallecía ahogado o partido por un rayo, iba al Tlalocan, un lugar exuberante y siempre verde relacionado con el dios de la lluvia, Tláloc. Sin embargo, una mujer que perdía la vida en el primer parto era colocada al mismo nivel que un guerrero caído en combate y tenía el honor de acompañar al Sol (Tonatiuh) desde el mediodía hasta el anochecer. Las almas de los niños que morían pequeños iban al Chichihualcuauhco, representado por un árbol nodriza que los alimentaba hasta que podían regresar a un vientre materno y volver a nacer; mientras que el resto de la gente que fallecía de cualquier otra forma no asociada a la guerra ni al agua descendía al Mictlán, donde habitaban el señor y la señora del mundo de los muertos. Se sabe que entre los pueblos prehispánicos había un mes completo dedicado a los niños y otro a los adultos, pero el catolicismo comprimió la celebración a un día para cada uno, como nos recuerda el antropólogo Eduardo Matos Moctezuma, autor de, entre otros libros, La muerte entre los mexicas1.

Con el paso del tiempo y la destrucción de prácticamente toda la civilización indígena, el culto a la muerte se eliminó casi por completo, pero el culto a los muertos, a los antepasados, persistió con la fusión de ideas prehispánicas y costumbres españolas.

Si para los españoles el acceso al cielo, el infierno, el purgatorio o el limbo dependía de la conducta observada en vida, para los indígenas el factor fundamental era la forma de morir para saber a cuál de los cuatro destinos entraba el difunto

El sustento filosófico de los aztecas

Lynn Sebastian Purcell, profesor de Filosofía de la Universidad Estatal de Nueva York, se ha dedicado a estudiar la filosofía precolombina, centrándose en aquello que los pueblos originarios de Mesoamérica consideraban la búsqueda de la felicidad. Purcell analiza en particular el pensamiento ético de los aztecas o mexicas, es decir, de la civilización que imperaba en el territorio de lo que hoy es México a la llegada de los españoles.

«Ellos no creían que hubiese ningún vínculo conceptual entre llevar la mejor vida posible por un lado, y experimentar placer o ‘felicidad’ por el otro», indica Purcell2. El problema básico para los aztecas, según fuentes testimoniales como el Código Florentino, escrito entre 1547 y 1577, residía en que los humanos no eran perfectos y cometían errores, porque, decían, «la tierra es resbaladiza, resbaladiza», y para evitar caer en la equivocación o el fallo, las personas necesitaban llevar una vida armonizada desde el cuerpo, la mente, el propósito social y el asombro por la naturaleza.

Según los filósofos mexicas o tlamatinime, un individuoa pesar de tener las mejores intenciones, por más bueno, talentoso e inteligente que fuera, era propenso al error y al fracaso, cabía la posibilidad de que le ocurrieran cosas malas, de que resbalara en el barro y cayera, porque «la tierra es un lugar donde las alegrías solo llegan mezcladas con dolor y complicaciones». Por eso, antes de buscar deliberadamente la felicidad, que, en el mejor de los casos, sería pasajera y azarosa, el objetivo para los aztecas era llevar una vida digna de ser vivida, una vida equilibrada. Para definirla, los aztecas usaban la palabra neltiliztli, que puede traducirse como «arraigada» o «enraizada». Ese equilibrio podía alcanzarse a través de cuatro niveles, abunda Purcell3.

El primer nivel se refería al carácter. El enraizamiento comenzaba «con el propio cuerpo, algo que a menudo se pasa por alto en la tradición europea, más preocupada por la razón y la mente»; para ello, los aztecas tenían un régimen de ejercicios diarios sorprendentemente parecido al yoga.

El segundo nivel implicaba enraizarse en la psique propia para lograr un equilibrio entre el «corazón», o yollotl, el asiento de nuestros pensamientos y deseos, y el «rostro», o ixtli, el asiento del juicio, es decir, la organización racional de esos mismos deseos y pensamientos.

En el tercer nivel se encontraba el arraigo con la comunidad, algo crucial para los aztecas, de ahí la importancia de los rituales como el del día de muertos. A diferencia de la filosofía occidental que planteaba una ética de las virtudes centrada en el individuo, la civilización indígena ponía el eje en la sociedad. «Una vida digna de ser vivida no era posible sin lazos familiares, sin amigos ni vecinos, esos que te ayudarán a levantarte tras las inevitables caídas en la tierra resbaladiza», indica el académico.

Por último, estaba la raigambre a teotl, el ser divino y único de la existencia que no era otra cosa que la naturaleza.

Asimismo, a diferencia de la filosofía griega, en la azteca el placer era poco más que un rasgo incidental. «La filosofía prehispánica nos anima a cuestionar esta sabiduría ‘occidental’ recibida sobre la buena vida, y a considerar seriamente la noción de que hacer algo que vale la pena es más importante que disfrutarlo», sentencia Purcell, quien obtuvo en 2016 el premio al mejor ensayo sobre América Latina otorgado por la Asociación Filosófica de Estados Unidos (APA)4.

El problema básico para los aztecas residía en que los humanos no eran perfectos y cometían errores, porque, decían, «la tierra es resbaladiza», y para evitar caer en la equivocación las personas necesitaban llevar una vida armonizada desde el cuerpo, la mente, el propósito social y el asombro por la naturaleza

Una noche en San Gregorio Atlapulco

«A mí el gusto que me da es que todos nos vamos a morir», sentencia doña Catalina Ramírez mientras recoge su canasta colmada de flores antes de perderse entre los sepulcros del panteón de San Gregorio. Es Día de Muertos y la visita es obligada. Es medianoche, pero parece mediodía por la cantidad de gente que va arribando desde los pueblos cercanos a la zona lacustre de Nativitas, al sur de la Ciudad de México.

Filosofía & co. - Celebracion en el cementerio
Visita al cementerio.

Cientos de vecinos vienen a esperar la llegada de sus muertos y acuden a la cita cargados de la parafernalia típica de estos días, desde las flores de cempasúchil y las mantas para cubrirse del frío, hasta el aparato de música con la selección favorita del difunto. No falta la escoba ni los baldes de agua, esa noche hay que barrer y limpiar la lápida de falso mármol, quitar los hierbajos y acomodar los ramos de flores. Aquí nadie llora y todo el mundo faena. Los jarros de café empiezan a circular mientras las viudas y los huérfanos adornan la tumba de los ausentes con velas y cirios. «Iluminar su camino es lo más importante», dice don Carmelo Díaz, «porque las ánimas vienen de un lugar muy oscuro». A sus hijos los ha aleccionado: «Lo primero es la cera». Este viejo campesino tiene en San Gregorio a sus padres, esposa y dos sobrinos.

El pequeño cementerio de tierra y ahuehuetes, de vírgenes coloridas y ángeles de escayola, abriga por una noche y buena parte del día a gente del pueblo, como la familia Castro Xolalpa que desde hace días inició los preparativos. En la plaza de Tenancingo compraron las cazuelas y los sahumerios donde se encenderá el copal y consiguieron las ceras de una libra para los muertos grandes y de media para los chiquitos.

En el mercado de Xochimilco adquirieron la fruta de la estación: plátano morado, naranjas y guayabas, tejocotes, cañas y calabazas, así como alamares y golletes pintados de rosa mexicano, los panes típicos de la temporada. Del pueblo de Mixquic trajeron las calaveritas de azúcar con el nombre de cada miembro de la familia, las mismas que los niños se comerán al final de la jornada, siempre y cuando se porten bien. En casa, cocinaron los tamales de dulce, los verdes y rojos; el arroz con mole y el imprescindible atole que la familia irá consumiendo mientras el frío arrecia y las ánimas van llegando. Sobre la sepultura, que esa noche sirve de improvisada mesa para el banquete, compartirán la comida y recordarán a los parientes que «ya descansan en paz».

Mientras, a lo largo de los pasillos, se van colocando las flores amarillas que sirven de guía a los muertos y en una de las tumbas se escuchan los primeros acordes de un mariachi desafinado. Unos pequeños juegan al escondite entre las criptas y una pareja adolescente intercambia besos bajo la atenta mirada de un San Francisco de piedra. Por detrás de un mausoleo de azulejos verdes y amarillos que alberga los huesos del más rico del panteón, surge la figura de una niña que vende su mercancía: «Alegrías…, alegrías…, compren sus alegrías», los dulces prehispánicos elaborados con semillas de amaranto y miel, las alegrías de toda la vida.

Aquí nadie llora y todo el mundo faena. Los jarros de café empiezan a circular mientras las viudas y los huérfanos adornan la tumba de los ausentes con velas y cirios

Afuera del cementerio de San Gregorio, los parientes y amigos se encuentran y abrazan junto a los puestos de antojitos. Algunos se cubren con pintorescos sarapes de lana y gorras de béisbol de los Yanquis de Nueva York. Otros reparten jarros de pulque o tequila y se fuman un cigarrito. Todos acuden a velar a sus difuntos, compartir su itacate y honrar la memoria de aquellos que «sólo se nos han adelantado en el camino», como asegura doña Catalina al salir del cementerio y cuando está a punto de salir el sol.

Una mirada festiva a la muerte

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