La unidad es nuestro más profundo anhelo, por no decir el único. Eso sí, revestido de innumerables formas que lo expresan y bajo las cuales no siempre lo reconocemos. Pero si miramos más de cerca, más profundo, quizás podamos ver que, hagamos lo que hagamos, sea cual sea la forma que tomen nuestras experiencias, a través de ellas siempre estamos buscando la entrañable unidad de la que surgimos.
Cuando escuché hablar por primera vez de no-dualidad, me pareció un término lejano y filosófico, de escasa conexión con mi experiencia. Pronto, sin embargo, surgió el click de la comprensión al descubrir su sentido en mi vivencia más inmediata. Empecé a darme cuenta de que todo el sufrimiento que experimentaba provenía, precisamente, de vivir desde la dualidad, es decir, desde la creencia en la separación. Y de haber llevado esa loca creencia a sus más descabelladas consecuencias.
Dualidad es desconexión, escisión, separación de nuestra fuente y, por tanto, separación de todas sus expresiones, que se nos aparecen como entes aislados en un universo que percibimos ajeno y atemorizante.
Dualidad es refugiarme en un silencio disfrazado de espiritualidad temiendo el contacto con la existencia por no considerarla suficiente o adecuada.
Dualidad es creer que yo estoy aquí y tú ahí y que hay un espacio inquietante que nos separa y una cobertura de piel que nos aísla.
Dualidad es despreciar este momento y buscar el siguiente.
Dualidad es estar aquí y querer estar allí.
Dualidad es creer que esto (esta sensación, esta emoción, esta vivencia, esta persona… ) no es adecuado y que aquello es más sagrado.
Dualidad es pensar la vida, escindiéndola en conceptos, juzgarla, en lugar de sumergirnos confiados en su vivencia.
Dualidad es, también, creer que la «dualidad» es mala y que hay que evitarla. No, simplemente, necesitamos comprenderla e integrarla como lo que es, una aventura de la consciencia cargada de descubrimientos que nos devuelven siempre al anhelo de nuestra esencia una e indivisible.
Cuando, siendo aún muy niña, sentía la dolorosa escisión entre el personaje que empezaba ya a representar y mi escondida vulnerabilidad, lo que anhelaba profundamente era la no-dualidad, es decir, la unidad, la integridad de mi ser.
Cuando, años después intentaba encontrar a mi pareja ideal y fundirme con ella, lo que anhelaba realmente era dejar de sentirme separada de la vida, disolverme en el océano del amor que ya intuía como la única realidad.
Cuando busqué con ahínco conseguir mis metas y alcanzar los objetivos que quería realizar a través de mis trabajos, mi anhelo verdadero era ser aceptada en la gran orquesta de la vida, de la que tantos conceptos disminuidos que alimentaba como persona, me separaban.
Cuando me esforzaba por lograr una perfección en mis conductas o cuando corría en esa loca carrera por la realización espiritual, lo que anhelaba en el fondo era sentirme digna de ser incluida por fin en el banquete de la totalidad.
Eso anhelamos, amigos, tome la forma que tome nuestra búsqueda. Es verdad que buscamos la unidad donde no se encuentra, pero el anhelo es siempre ese… ¿Cómo podría ser otro si somos ella? Hasta los más absurdos gestos, nuestras más aberrantes decisiones, nuestras más peligrosas adicciones y las turbulencias más caóticas que atraviesan nuestra emocionalidad o nuestra mente, no son más que la expresión de una torpe búsqueda de la integridad olvidada, esa que en realidad nunca nos ha abandonado. Lo daríamos todo por ella, tanto la amamos. Y nos aventuramos a recorrer los vericuetos más insidiosos, ahogándonos en los pozos más oscuros en los que parecemos hundirnos por momentos.
Amamos la unidad. Estamos cansados de sentirnos ajenos a la vida que somos, de dividirlo todo en fragmentos… ¡No sabemos manejarnos con ellos! ¡Es tan extraño y artificial sostener la creencia en la separación, sufrimos tanto por ello, que no paramos de idear maneras de salir de esa pesadilla autoimpuesta!
Recuerdo, cuando estudiaba filosofía, cuánto me impactaban los escritos de autores como Spinoza. Dios es todo y fuera de él no existe nada… Todo es divino… ¡Cómo me encantaba el panteísmo! Era como una lluvia fresca que me vitalizaba llenándome de paz. Luego me adentré en el Zen, me sentí cautivada por el Tao, y la cercanía fue haciéndose cada vez mayor… Una invitación constante a vivirlo, a no separarme de ESTO, a no buscar nada fuera de AHORA. Ya no eran filosofías, cada una de mis células lo deseaba y empecé a descubrir esa presencia en el aliento que me respiraba, en las sensaciones que me visitaban, en este humilde objeto que sostenía entre las manos, en esa mirada, en este bocado… Cuando amamos tan profundamente la existencia y descubrimos nuestra íntima unidad con ella, cuando nos adentramos en el silencio del corazón, ya no soportamos vivir otra cosa, tener que debatirnos o manejarnos con un supuesto mundo fragmentado ahí afuera.
No dos. No alguien aquí mirando y observando la vida, sino la vida misma viviéndose en este tocar, en este doler, en este pensar inspirado, en este temor, en el oír del tráfico y el deleite del aroma del pan recién tostado.
No dos, no distancia, ya no más espera. ¡Hemos esperado tanto! Es aquí, es justo esto, esta experiencia que estoy viviendo, tan humana y concreta y, al mismo tiempo, tan empapada de Dios. Tan aparentemente sólida y, sin embargo, tan profundamente espaciosa…
En un instante, desaparezco como la que la siente, la que la controla o como su pensadora… Incluso como su observadora. Solo esto, sólo ahora. No dos, sólo amor.