Martha, la última paloma mensajera: las mascarillas, el meta-verso, y la economía de la atención.

«Entonces habrán nuevas enfermedades. Es un hecho fatal. Otro dato, igual de fatal, es que nunca podremos rastrearlos desde su origen.»

 Escribió Charles Nicolle, Premio Nobel de Medicina 1928, en «Destin des Maladies Infectiques» (1933):

«La revolución en los modos de interacción del hombre con sus semejantes y con animales, el impacto del hombre en su entorno, pero también la expansión de las poblaciones humanas, en particular las poblaciones todavía condenadas a la desnutrición y la falta de higiene, son todos factores que facilitan la aparición de nuevas enfermedades. A esto se suma la plasticidad de los virus (…) y que promueve el cruce de la barrera de las especies y la adquisición de la capacidad de una transmisión de persona a persona.

El conocimiento de las enfermedades infecciosas enseña a los hombres que son hermanos y solidarios. Somos hermanos porque nos amenaza el mismo peligro, unidos porque el contagio más a menudo nos viene de nuestros semejantes.

También somos, desde este punto de vista, cualesquiera que sean nuestros sentimientos frente a ellos, solidarios con los animales(…). Los animales a menudo portan los gérmenes de nuestras infecciones (…). ¿No sería eso motivo suficiente, terrenal, egoísta, para que los hombres miraran con solicitud a los seres que les rodean (…)? 

Es un lugar común pensar y decir que con el precio de un proyectil salvaríamos muchas vidas humanas, que con el de un acorazado construiríamos y equiparíamos laboratorios, fértiles en descubrimientos, y que, si los hombres hubieran puesto a disposición de eruditos el presupuesto de la última guerra, habrían reducido y borrado varias de nuestras enfermedades más graves

«¿Dónde estabas o qué estabas haciendo cuando cayeron las torres gemelas?»
Recordamos la situación exacta, las emociones, las conversaciones casi palabra por palabra. Absortos mirando una pantalla, o buscándola para ver el directo, conscientes de que era un acontecimiento mundialmente histórico. Pero «¿dónde estabas o qué estabas haciendo cuando vino la epidemia?» Las epidemias son cosa distinta. Vienen y se fraguan desde abajo no como revolución, sino como visita, que es el significado original de la palabra «epidemia» en griego antiguo, «visita», llegada a un lugar. Una visita no bienvenida, que irrumpe en las rutinas de la gente común, que ni pretenden ni se imaginan que sus acciones tengan alguna consecuencia en la historia mundial. No se consideran partícipes aunque sí conscientes de que es algo que está cambiando el curso de la historia a nivel mundial. Quizás es que, como expresó Albert Camus, «la plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan.» Y así los seres humanos pasamos por la historia, pasas que cosan, seguimos en la rutina de producir y consumir mientras, inmunodepresivos, la enfermedad nos consume. La palabra «consumo» en su origen tuvo ese significado, precisamente, de cómo las enfermedades debilitan, unas más que otras: la tuberculosis llegó a ser nombrada también como «consumo».

Pero hay otra palabra cuya etimología alude a esa solidaridad que recuerda Charles Nicolle en tiempos de gripe, la de la pandemia. «Pandemia» era una palabra que se usaba para describir un tipo de amor. Afrodita Pandemos (hija de Zeus y Dione), era el amor ‘de todo el pueblo’, del amor vulgar, la Afrodita capaz de pacificar y unir en un único cuerpo sociopolítico a los habitantes de distintas clases. Ese amor vulgar nada heróico, que nadie recuerda ni es evocador como las guerras preventivas o los empresarios donando o naves alunizando. El amor rutinario del mirar con solicitud, del silencio que acompaña y la comunicación no verbal, del mantenimiento como productividad, de la cordialidad y la identidad que late al ritmo de los demás. 

El amor vulgo que resiste aún en la corte, en la cortesía que es lo mismo que urbanidad, en ese baile de distancias y mascarillas que llevamos a regañadientes. Y es normal: en una forma de vida en la que prima la individualidad, a lo largo de la historia nuestro vestuario se ha ido desprendiendo de todo lo que tuviera que ver con el anonimato, de todo lo que escondiera la identidad: capas, pañuelos, velos o embozos y todo lo que tapara el rostro, símbolo supremo de la Identidad. Mostrar, descubrir, el desocultamiento ha sido en Occidente sinónimo de verdad, de transparencia y confianza, individualidad y modernidad.

Pero el distanciamiento será físico, que no social. Porque la conexión social humana es posible aún en la distancia. Aún cuando la TV nos escupe imágenes de egoísmo, caos y competición incluso en algo tan vulgo como hacerse con ingentes cantidades de paquetes de papel higiénico para ti y para los tuyos.

Porque en el caso de los seres humanos, en una variedad de emergencias y
desastres, lo común es la cooperación y el comportamiento ordenado y regido por normas. 
Incluso un altruismo notable: por la epidemia de Covid-19, se crearon múltiples redes horizontales de atención y apoyo. Rebecca Solnit en ‘Un paraíso en el infierno’, proporciona más relatos que

desmontan el mito de que tras los desastres repentinos, la gente se vuelve desesperada y egoísta. De hecho, en los incendios y otros peligros naturales, las personas tienen más probabilidades de morir por no responder a las señales de peligro hasta que sea demasiado tarde, que por reacción exagerada o caótica ante ellos.

El comportamiento de las personas está continuamente influenciado por las normas sociales: lo que percibimos que otros están haciendo o lo que pensamos que otros aprueban o desaprueban. Incluso las ideas conspiranoicas, o negacionistas, que se autodefinen como pensadores autónomos al margen del rebaño, también aluden al «cada vez somos más» para resultar convincentes. La gran cantidad de redes sociales está sostenida bajo esta premisa, ganar afiliación o aprobación social.

La socióloga Shoshana Zuboff escribe sobre las palomas mensajeras en «La era del capitalismo de vigilancia» y compara su triste historia con el diseño de las redes sociales para inducir y exagerar esa querencia al rebaño humano, «sobre todo entre los jóvenes», que «cautiva nuestra atención con esos oscuros encantos suyos de la comparación, la presión y la influencia sociales». Explica: «los etnólogos llaman a esta orientación “hogar en la manada”, una adaptación de ciertas especies, como las palomas mensajeras y los arenques, que se dirigen a la multitud en lugar de a un territorio en particular». Para atrapar a miles de estas palomas a la vez, los recolectores utilizaron ese instinto: no estaban atadas a ningún territorio, el único ‘hogar’ que conocían estaba en la multitud. Por eso, unicamente tenían que atrapar algunas aves y atarlas con los ojos cerrados, que el resto de la bandada descendía para “atenderlas”. La última paloma mensajera murió en el Zoológico de Cincinnati en 1914. Se llamaba Martha.

«Mientras centramos nuestra atención en la multitud, los apresadores comerciales nos rodean con sus tecnologías y arrojan sobre nosotros sus redes», advierte Zuboff.
El problema es que siendo en realidad plataformas publicitarias, su objetivo es generar enganche y adicción gracias a la envidia y a la frustración perpetua de los consumidores ante la exigencia de mantener una «marca personal». «Esta intensificación comercial de la querencia al rebaño no puede sino complicar, retrasar o impedir la difícil negociación psicológica para alcanzar el equilibrio entre el yo y los otros», puntualiza.
Deseamos a toda costa sostener esa marca personal y el papel de emprendedor y coach de nuestro viaje vital. Somos accionistas de nuestra propia fuerza de trabajo y el mundo es un mercado donde deben captar tu valor. La publicidad que te sugiere que «tú lo vales» y te desafía a que «seas tú mismo», lo que te pide es que seas ese «ave de señuelo», que encajes tu identidad en unos algoritmos coherentes, patrones reconocibles y estables para que puedan armar una publicidad más personalizada y poder captar así la poca atención que nos queda en nuestra ajetreada vida.
Y en ese trajín debemos conseguir sostener una identidad virtual pero sin aristas ni ambages: compartir no lo que hemos vivido, sino lo que queremos que crean que hemos vivido. La percepción de una vida feliz, llena de experiencias y vivencias sin momentos aburridos ni rutinarios, sin ambigüedades ni contradicciones, sin desigualdades ni injusticias. Antes, el desocultamiento y la transparencia eran sinónimo de la verdad. Pero cuando la verdad es un enorme lodazal y todo está bajo sospecha, es más cómodo fijarse en lo que aparenta mayor grado de realidad: la apariencia y la actualidad. La incomodidad debe evitarse a toda costa, y la realidad incomoda.
Una vida repleta de algo así como la obsolescencia programada de la experiencia vital: paquetes de experiencias llenos de vivencias intensas y fugaces, novedades instantáneas llenas de «likes» que cuando acaban, (y acaban rápido), te azuzan a consumir más. La felicidad de la publicidad es solo un momento antes de que quieras más felicidad, explicaba Don Draper en la serie «Mad Men».
Experiencias de vida como inversiones en bolsa, sobre las que ni puedes comprender sus procesos de cambio ni controlarlas en alguna medida a lo largo del tiempo y los espacios. Son reacciones e impulsos, sobresaltos. Cada vez más acotados por las burbujas de nuestros filtros, sin poder ver más allá de nosotros mismos y de los valores en relación con nuestra identidad. Evaluamos a todos en función de lo que pueden hacer por nosotros, y los tratamos en consecuencia.
Y cada vez más proclives a las dinámicas competitivas entre identidades políticas, avivadas por los algoritmos que refuerzan y radicalizan nuestro sesgos, porque la vida es una carrera donde hay ganadores y perdedores, y la ira y el miedo (como esa paloma que aletea desesperadamente) resultan ser el mejor cebo para el enganche.
Nuestro avatar es el señuelo, y el distanciamiento social es cada vez mayor.
Se nos expulsa a la multiplicidad sin capacidad de acuerdo, sin códigos de interacciones, sensaciones, experiencias comunes. Sin una vida reflexiva y comunal tejida en el cuidado. Un cuerpo social que sin reflexión ni atención, es incapaz de encontrar una narrativa o estrategia de solidaridad común, de compromisos comunes, y que solo reacciona a estímulos, no a acciones planificadas. 

Y del amor vulgar, del vulgo, de la diferencia como fortaleza, se pasa a las colectividades con escasez de solidaridadEn el libro de Sara Schulman, «La gentrificación de la mente: testigo de una imaginación perdida», cuenta como en su edificio, eran los inquilinos más antiguos los que estaban más dispuestos a solidarizarse y organizarse para conseguir servicios y quejarse por los roedores o las luces fundidas, mientras que los inquilinos nuevos «están muy poco dispuestos a exigir cuestiones básicas. Carecen de la cultura de la protesta» en situaciones que exigía acciones colectivas. Preferían cruzarse con ratas en pasillos oscuros a tener que organizarse con los otros vecinos… ¡Y pagaban alquileres mucho más altos!

«Antes de la herramienta que empuja la energía hacia afuera, hicimos la herramienta que trae la energía a casa», escribió la escritora Úrsula K. Le Guin. Y lo explica de esta manera: el mayor invento de nuestros antepasados, antes de los palos y las espadas, fue el recipientePara meter algo que quieres y guardarlo o disfrutarlo o compartirlo. El recipiente como una canasta de mimbre, ideal para dispersar las esporas de las setas que contiene. Recipiente también es el hogar mismo, o el bloque de vecinos, que resulta ser el recipiente de personas. Incluso la persona misma como recipiente, llena de muchos yoes que fluyen, intersección de muchas fuerzas dentro y fuera, y que se resiste a una definición impuesta. O el carro de la compra, que en el tiempo de la espera del confinamiento se llenó de cervezas, chips, harina y levadura… Porque parecían ser todos los días iguales, y al tiempo lo ritualizamos con sucesiones rítmicamente regulares, con rutinas y repeticiones: tiempo de ejercicio, ágapes, videollamadas, cocinar, charla y cerveza, juego…

Y la espera continúa como Kairós, el nieto de Cronos en la mitología griega, ese momento idóneo entre el deseo y su satisfacción. La espera adecuada como práctica en el pensamiento utópico. Utopía siempre en el horizonte, decía Galeano, que sirve para caminar. «Esperanza activa», pide Joanna Macy. También es un recipiente la imaginación, para ir recolectando historias, valores y significados bioculturales diversos. Un recipiente de «ideas», palabra derivada del griego «eido», que significa tanto como «yo vi» como «yo sé». El desocultamiento.

No necesitamos de Internet para reproducirnos, sino del agua, la tierra, el sol. Las utopías tecnológicas alimentan la fantasía de un cuerpo inmortal, pero no alimenta a nuestro cuerpo. No necesitamos del meta-verso, sino del pluri-verso, donde sean seguras las emergentes y fluidas diferencias humanas en un mundo que, lo queramos o no, escapa de nuestro control. En un cuerpo que, lo queramos o no, es vulnerable, y contagioso, y terrorista. Quizás no la inmortalidad, pero si la sensación de una vida más larga y plena, se consigue con una mayor cantidad de tiempo de disfrute, de atención plena en lo real, de mirar y ver, de tocar otros cuerpos vulnerables. La biodiversidad nos ha dado una lección primordial: una comunidad diversa con una red compleja de interdependencias resiste mejor a los embates en la historia. Los monocultivos, la falta de diversidad, reduce los cortafuegos y atrae plagas y enfermedades.


Fuentes:

«Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención» Jenny Odell.

«La peste». Abert Camus.

«Destin des Maladies Infectiques». Charles Nicolle.

 «Un paraíso en el infierno. Las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre». Rebecca Solnit.

«El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera». Andrea Köhler.

«La pandemia de la desigualdad. Una antropología desde el confinamiento». Jose Mansilla.

«El enemigo conoce el sistema. Manipulación de ideas, personas e influencias después de la economía de la atención». Marta Peirano.

«La gentrificación de la mente: testigo de una imaginación perdida». Sara Schulman.

 «The Carrier Bag Theory of Fiction». Úrsula K. Le Guin.

 «Using social and behavioural science to support COVID-19 pandemic response«. Jay J. Van Bavel, Katherine Baicker, Robb Willer, et a.

http://unaantropologaenlaluna.blogspot.com/2022/02/martha-la-ultima-paloma-mensajera-las.html

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