«¿Cómo entender a una máscara sino como un artefacto que, inmediatamente, produce y multiplica alteridades? A quienes las contemplan les inquieta tanto como atrae: imposible mostrarse indiferente ante las máscaras.»
Carlos Dávila, antropólogo.
Bueno, pues en esta película se muestra lo que una máscara significa tradicionalmente: quien la porta, se convierte en ese ser que porta. Si la máscara es de un dios, se convertirá en ese dios, si es de un animal, será ese ser.
Y es que las máscaras no son solo artefactos decorativos o para el juego. Los seres humanos, en la antigüedad, vivían en relación directa e íntima con la naturaleza. Para hacer frente a sus fenómenos, tenían dos formas: a través de la veneración o a través del engaño. Las máscaras, en la historia de la humanidad, tienen una función reguladora social esencial en una comunidad humana.
Por ejemplo, en los ritos funerarios, la máscara está ahí para hacer de mediador y guía en un momento de crisis como ese, en el encuentro entre el más allá y el mundo terrenal. Controla la fuerza vital de la persona fallecida, la orienta y evita que haya daños o conflictos en la colectividad. Malas sensaciones, malos entendidos…
También hay otros momentos delicados como las celebraciones en la cosecha de cultivos, las máscaras se utilizan para comunicarse con los ancestros o dioses y suplicarles por una tierra fértil.
También se utilizan las máscaras en una iniciación, y ahí preside un cambio, una transición: de niño/a a adulto, o de ciudadano a guerrero, a sanadora, a chamana… Hay muchos ejemplos.
Algunas mascaradas son meramente lúdicas, como puede ser un desfile o una danza…
Pero curiosamente, la máscara, aunque sea un objeto que tapa el rostro, tiene muchísima relación con el origen de la idea de «persona», de ser individual, de un ser singular, y con su rostro.
Es una cultura del honor y la vergüenza, es la cultura del «que dirán», de mantener la pureza del linaje familiar y la reputación. Ésto nos sonará de la cultura mediterranea tradicional. Lo importante es que no se vea, no «dar que hablar a los vecinos». Por eso, también en la cultura clásica griega, colocarse una máscara convertía al que la portaba en el ser que simbolizaba, porque a los ojos de los demás era lo mismo.
El término «persona» ya existía, pero no con el mismo significado de ahora, como ser singular o individual, el “yo” interior. Hay quien dice que este término puede venir de «personare» (es decir, «sonar a través de algo»). Se refiere a la máscara teatral equipada de un dispositivo especial que alzaba la voz del actor para hacerse oir en esos grandes teatros. Aunque hay otros etimologistas que explican que proviene del término etrusco «phersu» (φersu), que significaba ‘máscara’. Al fin y al cabo, aseguran, fueron los etruscos los que llevaron la máscara a occidente.
Y entonces apareció la persona jurídica y la moral. La persona jurídica surge con Roma, con el derecho romano. Todos los ciudadanos romanos son personas civiles, y poseen propiedades, firman contratos, derechos y obligaciones, impuestos… Y además, un solo hombre podía ser sujeto de varios roles, varios papeles sociales: era un padre, o una persona que representa un negocio, o una persona que es parte de una comunidad religiosa… Claro, me refiero a los hombres libres, no a los esclavos que no se les consideraba persona, eran «aprosopon».
Y ya sabemos la importancia del alma en la religión cristiana… La cultura de la culpa judeocristiana. Eso de no tener cargos de conciencia, y lo que se decía de «por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa» y el hecho de confesarse…
Si la comparamos con la cultura del honor y la vergüenza, veremos las diferencias. En estas culturas de honor y vergüenza (que algo ya he comentado antes) el problema es si lo que has escondido bajo el felpudo sobresale por los bordes y los demás lo ven, y te «pillan». Recordemos que el rostro y la máscara es lo mismo, es decir, lo que el resto de tu comunidad ve es la verdad. En China, es el «mianzi» o (rostro), el prestigio chino, la reputación y el status social de una persona. «Tener cara» no es como cuando decimos que alguien «tiene mucha cara», como algo negativo. En esta cultura, tener rostro es construirse un nombre, ser alguien, y con rectitud.
En estas culturas, si te «pillan», como decía, la humillación (que no la confesión) es lo más eficaz. Un ejemplo sería esas imágenes de políticos o empresarios asiáticos ante los medios pidiendo perdón y disminuyendo su reputación y su prestigio individual. Vale, también recordamos aquello de «lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir» del rey emérito de España, Juan Carlos, porque fue descubierto de viaje en un safari muy caro en un momento muy duro económicamente para el país. No nos pareció suficiente, y no tardaron en reprocharle «falta de ética y de moral». Realmente no pretendía ser una humillación, sino una confesión, lo que hacía con el perdón era apelar a la bondad cristiana.
Pero el que le demos tanta importancia a la mente, a la sustancia, a la razón… sobre el cuerpo, no significa que no le demos importancia al rostro. Como decimos «la cara es el espejo del alma».
El antropólogo David Le Breton explica incluso que «podríamos calificar al racismo como la liquidación del rostro. Para el racista, el otro no existe en su singularidad. Todos son iguales, según la típica expresión del racista.»
Además, la importancia de la vista sobre los demás sentidos está ahí, eso también lo hemos “mamado” de antiguas culturas. Por eso nos gusta tan poco llevar mascarillas. Eso de «si no lo veo, no lo creo». La verdad es lo que se ve. En griego clásico, la «alétheia» que significa «verdad”, también significa «desocultamiento». O por ejemplo la palabra «idea», que deriva del griego (eido) que significa «yo vi» y también significa “yo sé”. Al contrario que a las culturas asiáticas, no nos gustan las sombras y lo que se oculta. Cuando decimos de alguien que «no da la cara», hablamos de la hipocresía. Nos gusta la transparencia y la espontaneidad, la iniciativa individual… Cosas que no son tan bien vistos en la sociedad japonesa o china, ya que las relaciones deben gestionarse teniendo en cuenta unas reglas y pensando en el grupo, manteniendo la armonía y paz social. Es importante mantener un equilibro entre esa máscara que presentamos al resto y nuestro interior. Esa fachada o máscara en japonés es el «tatemae» (tus opiniones o tu manera de ser adaptándote a las obligaciones sociales de tu entorno) y ese interior tuyo, lo llaman «honne» (tus sentimientos y opiniones reales e íntimos.)
Y aún así, los occidentales no hemos olvidado a las máscaras. No hay más que abrir instagram y otras redes sociales, esos selfies, esas fotos demostrando una felicidad infinita. ¿Pero es que nadie trabaja, todos están de vacaciones? Es curioso porque decimos que subimos estas fotos, las «subimos», y los datos los subimos a una nube, ahí arriba. Nuestra foto de perfil, el avatar, también lo subimos. Pero “avatar” significa literalmente «descenso» en sánscrito. Es un concepto dentro del hinduismo y se refiere a la encarnación de una deidad en la tierra, una bajada de un dios a tierra. Y así de ambiguo es el trato a nuestro rostro y a nuestro cuerpo. Culto al cuerpo, sí, pero sin arrugas ni varices ni enfermedades…
Por eso, fue con la industrialización y la urbanización cuando se extendieron las
fotografías y los espejos. Los espejos no fueron objeto habitual en las casas hasta la segunda mitad del S. XIX. Y es que nuestra principal prueba de individualidad es el cuerpo y, especialmente, el rostro. Y desde entonces, absorbemos al día cantidades ingentes de datos, de imágenes, medios de comunicación, canales de tv… y nos decantamos no por lo real, sino por la apariencia de lo real. Por un poco de coherencia ante tanto cambio, tanta rapidez, tanta publicidad que capta a cada segundo nuestra atención. Y nos construimos, o mejor, dicho, nos dicen que debemos construirnos una especie de marca personal, construirnos a nosotros mismos y vendernos como si fuésemos un producto más del mercado. Toda la publicidad nos lo dice “se tú”, “se único”, “porque tú lo vales”. Una marca coherente, clasificada, estereotipada, acorde a sus algoritmos, vaya.
Pero bajo esas máscaras, los seres humanos seguimos siendo seres encarnados, con nuestras contradicciones, cambios, enfermedades, con nuestra historia y nuestras cicatrices.