La infancia es el momento en el que gran parte de nuestra vida adulta se prefigura. Esta es la reflexión que nos ofrece Boris Cyrulnik en su libro Psicoecología, donde analiza en qué sentidos la niñez genera las condiciones y limitaciones que nos acompañarán a lo largo de nuestra vida.
Por Julieta Lomelí
«Lo que no te mata te hace más fuerte» es la famosa frase que repetimos cada vez que alguien cae en desgracia, tratando de salvar el ánimo optimista incluso en los peores momentos. Nos gusta creer que saldremos victoriosos a pesar de las malas rachas y que los demás también pueden hacerlo. Sin embargo, creer que cualquiera se puede anteponer a las tragedias y que estas nos volverán más fuerte en el futuro es algo ingenuo.
Generalmente cometemos el error de mirar nuestras propias historias de manera progresiva, como si lo único que importara es el presente y el devenir, pensando que nos favorecerá, olvidándonos de las cicatrices de nuestro pasado; esas cicatrices que conforme envejecemos se vuelven surcos que determinan nuestro camino y el modo en que enfrentamos las adversidades.
Quizá mejor valdría decir que «infancia es destino» y que, dependiendo de cómo has establecido tus primeros vínculos al inicio de tu vida, podrás o no hacerte más fuerte ante la adversidad. La infancia determina nuestra adultez, y también los procesos de resiliencia que adoptamos ante los conflictos que se nos presentan. Pero ¿qué significa ser resilientes?
Boris Cyrulnik cuenta en un libro anterior, Diálogos, que «la definición de la resiliencia es muy simple: se trata de retomar de nuevo un buen desarrollo después de una agonía psíquica, traumática. Reanudamos una vida buena después del dolor del choque». La resiliencia no solo es un ejercicio psicológico, sino que también se desarrolla neuronalmente. Escribe Boris que cuando «establecemos una buena relación verbal y afectiva el cerebro se reconstruye, y se puede fotografiar con neuroimagen la resiliencia neuronal porque se establece una buena relación».
La resiliencia no depende solamente de la capacidad que tiene el individuo para superar sus traumas, sino, y sobre todo, del acompañamiento y el soporte cultural que consiga a su alrededor. El individuo siempre se hará un relato sobre su experiencia traumática, uno que si decide cargar en soledad probablemente terminará venciendo sus fuerzas. Pero si tengo «la posibilidad de compartir el relato, esto me obliga a rehacer la representación que me hago de mi desgracia; reestructuro la representación y, haciéndolo, modifico el funcionamiento de mi cerebro y también cómo me siento».
Dependiendo de cómo has establecido tus primeros vínculos al inicio de tu vida, podrás o no hacerte más fuerte ante la adversidad
Una infancia dura dificulta los procesos de resiliencia
Sin embargo, hay algo más que, aunado al soporte social y el acompañamiento que habrá de tener el individuo tras un trauma, lo ayudará a ser más o menos resiliente: la historia de sus primeros años de vida. Haber tenido una infancia complicada dificulta los procesos de resiliencia. Por ello es necesario mirar no sólo hacia el futuro, sino también en nuestras infancias para comprender por qué a unos les cuesta más que a otros sobreponerse a las dificultades que la vida adulta consigna.
Pensándolo nuevamente, lo que no te mata te hace más fuerte solo si tienes la forma de emplazar los eventos traumáticos por una memoria que sana, si encuentras el modo de darle cabida a nuevos recuerdos felices ejecutando un proceso de resiliencia que implica aceptar lo sucedido, por muy doloroso que sea, para poder seguir con la vida. Y esto solo puedes lograrlo acompañándote de los demás. Asimismo, el tiempo que te lleve desencapsular la memoria sufriente también depende de tu infancia, que no en menor grado sí se convierte en un destino.
Esta consideración integral del proceso de resiliencia que no solo depende del acompañamiento del otro, del apoyo social que el individuo encuentre, y de las determinaciones de la infancia es lo que Boris Cyrulnik en su último libro llama un «enfoque psicoecológico». El psiquiatra judío piensa en tres nichos sensoriales fundamentales que determinan el desarrollo del individuo:
«1. El microsistema: es el entorno cercano e inmediato de una célula que percibe informaciones químicas (agua, hormonas) y físicas (calor, tacto). 2. El mesosistema: el organismo, a medida que se desarrolla, accede a informaciones cada vez más alejadas, como el cuerpo de la madre, el cuerpo en expansión y el entorno (amigos de la guardería, el barrio). 3. El exosistema: las informaciones provienen, en este caso, de las normas educativas, de la escuela, del barrio y, sobre todo, de las narrativas que dan forma a las representaciones sociales y culturales».
El individuo siempre se hará un relato sobre su experiencia traumática, uno que si decide cargar en soledad probablemente terminará venciendo sus fuerzas
Los tres nichos sensoriales
El primer nicho sensorial es el «hogar» temporal que el feto habita dentro del vientre de la madre, desde los primeros latidos se inicia una nueva historia, y con ello el cerebro comienza a trazar su camino. Si la madre vive un embarazo muy complicado, eso puede vulnerar la salud mental que el hijo desarrollará en la edad adulta: «un estrés materno excesivo y duradero» puede trazar «en el suelo virgen del cerebro una tendencia variable a la neurosis o a la esquizofrenia».
El segundo nicho sensorial está caracterizado por los brazos de la madre y el entorno más cercano del bebé. Es cuando el infante comienza a establecer vínculos de apego con los demás. Si el niño ha comenzado mal sus primeros años, por ejemplo ha sido abandonado, «la huella de la carencia se refuerza y conduce a una cascada de fracasos relacionales y sociales, solo puede centrarse en sí mismo, ya que la alteridad es defectuosa».
De darse el abandono, el niño no logra aprender de manera eficiente «los rituales de interacción», lo cual lo lleva también a tener un vocabulario peor que el del resto de sus compañeros de escuela. Esto lo condena desde sus primeros años a sentirse inferior y humillado, a ser menos resiliente.
El tercer nicho es el nicho cultural, el más alejado del cuerpo pero que no por ello deja de configurarlo. Este nicho está construido por todas esas «narrativas colectivas y organizaciones sociales», las creencias de la época y todo lo que representa el vasto mundo del prójimo, que por supuesto nos afecta y termina de dar las últimas pinceladas en nuestra propia historia, fusionándose con nuestro cerebro y formando parte de nuestro desarrollo:
«Todos los seres humanos tienen un cerebro humano, pero cada cerebro ha sido esculpido de forma diferente por las presiones de los primeros entornos. En el útero, en cuanto el cerebro del embrión comienza a desarrollarse, se ve presionado por las emociones maternas. Después del nacimiento, cuando está en los brazos de sus padres, la construcción del cerebro está tutelada por la comprensión emocional del hogar. Entonces, cuando el niño habla, entiende las reglas y las historias que le cuentan su familia y su cultura y las incorpora a su memoria. No debería sorprendernos que cada cerebro esté personalizado, ya que es el resultado de fuerzas de conformación que han estado ejerciendo su presión desde el principio».
Quizá al considerar que lo que somos hoy está, en mayor o menor medida, determinado por nuestra infancia, nos resulte complicado pensar en la libertad. Sin embargo, la libertad existe y la podemos encontrar en esa búsqueda de la felicidad que implica un ejercicio constante de resiliencia.
La libertad se apoya en las palabras, en la narrativa que cada uno se hace de sí mismo. Se aparece en el momento en que, a pesar de toda estadística, logramos salir adelante desenquistando la memoria sufrida para dar paso a una memoria que avanza, a una vida que busca por todos sus medios sanar. «Tenemos la libertad de cambiar las representaciones que actúan sobre nosotros», tenemos la libertad de cambiar nuestras palabras.