La idea del «despertar» es muy antigua y aparece en el pensamiento de la India, en el sufismo, en el cristianismo y en los trabajos de muchos investigadores de la Conciencia. El budismo, por ejemplo, habla constantemente de «despertar» para lograr la emancipación del ciclo de las existencias y con ella la liberación total de nuestros miserables y dolorosos compromisos en el seno de la rueda del nacimiento, muerte y nacimiento. En el Dhammapada (11, 29) leemos: «Alerta y vigilante entre los desidiosos, totalmente despierto entre los dormidos, avanza el sabio dejándolos atrás, como el caballo rápido a un caballo sin fuerzas» (1). Y la palabra sánscrita «Buddha», significa «el que ha despertado», «el que se ha liberado» y ese es precisamente el estado que persigue el «seguidor del Sákyamuni» («Sabio de los Sakya»).
Ahora bien, ¿de qué tenemos que liberarnos? Según ciertas corrientes de sabiduría, de todo aquello que creemos ser y que, en realidad, varados en el océano de la dualidad, solo somos en parte. Esa limitación es a su vez la causa de nuestros recurrentes sentimientos de separación, dolor, miedo… y, en última instancia, de la percepción que nos hace experimentar la vida como algo fugaz, problemático, frustrante, descorazonador, doloroso y absurdo. «La ignorancia, mâyâ, oculta la verdad y crea esta diversidad, pero no conoce su propia naturaleza. Eso es lo verdaderamente extraño y sorprendente. Mientras uno no indaga en su propia naturaleza, mâyâ gobierna nuestros pasos; en el momento en que investigamos nuestra propia naturaleza, desaparece como si nunca hubiera existido» (2). La liberación es, pues, la destrucción de la ignorancia y la amnesia espiritual y la realización de la no-dualidad.
No resulta fácil describir el contenido del estado más allá de la dualidad o, dicho de otro modo, el «despertar». Los individuos que aseguran haberlo experimentado, en muy pocas ocasiones, declaran haber llegado a este estado solo mediante su propia voluntad o un esfuerzo premeditados. El único rasgo de la mente liberada en que la mayoría de las narraciones coinciden es su inefabilidad:
«El estado místico es de breve duración y de por sí, inefable. ¿Quién podrá nunca describir ese mundo de imágenes, de deseos, de abandonos, de emociones, de indescriptibles impresiones que, como dice Amiel, ponen al alma “en comunión con la propia esencia, en paz y en efusión con el universo y con Dios”, y que en algunos espíritus surgen espontáneos y prepotentes al contemplar un tramonto o una noche de verano que nos mira con sus miríadas de estrellas, o uno de esos máravillosos espectáculos naturales que conquistan y conmueven? Pero la ciencia y la filosofía se aprestan a negarnos aún estas dulces ilusiones y repiten que todo eso es sueño y delirio y quieren que marchemos a la fuerza por sus caminos luminosos, en donde todo está claro y demostrado. Pero el misterio se presentará nuevamente, obstinadamente mudo a todas nuestras indagaciones, velo de Isis tormentoso que nadie podrá nunca levantar, y el aviso de Hamlet: Demasiadas cosas hay en el mundo que tu filosofía no descubre». (3)
Casi todas las otras descripciones son de manera análoga negativas: el estado más allá de la dualidad no tiene dimensiones de la vida «ordinaria» y no puede ser explicado sin deformarlo. Para el erudito budista japonés Daisetsu Teitaro Suzuki (1870-1966), uno de los intérpretes del Zen más conocidos en Occidente, «el satori […] es una experiencia que ningún bagaje explicativo ni argumentativo puede tornar transmisible a los demás a no ser que éstos la hayan tenido previamente […]. Un satori conceptualizado deja de ser satori». (4)
Según Fromm, la educación social y los problemas individuales tienden a crear un filtro a través del cual solo puede contemplarse un fragmento de la experiencia propia, para ser representada en la conciencia. Para el filósofo humanista alemán, el satori («comprensión directa») es el resultado de la disolución de este tamiz:
«Durante el paso del inconsciente primitivo a la conciencia de sí, el mundo es experimentado como un mundo enajenado sobre la base de la separación entre sujeto y objeto, de la separación entre el hombre universal y el hombre social, entre el inconsciente y la conciencia. Sin embargo, en el grado en que la conciencia está adiestrada para abrirse, para suprimir el triple filtro, desaparece la discrepancia entre la conciencia y el inconsciente. Una vez que ha desaparecido plenamente hay una experiencia directa, no refleja, consciente, justo el tipo de experiencia que existe sin intelección ni reflexión». (5)
Para los místicos, la mayoría de los seres humanos contemplan el universo «a través de un vidrio» (san Pablo), «a través de las estrechas grietas de su caverna» (William Blake) y, como los moradores de la cueva de Platón, toman por objetos reales lo que no son más que sombras vacilantes y desdibujadas. La Realidad se halla más allá de lo que los tratados orientales denominan mâyâ.
«El término “místico” se deriva de la raíz griega mu, que significa silencioso o mudo […] y, por extensión, lo inefable. Se trata de un tipo de visión que la tradición ch’an (zen) denomina satori o Kenzo. Hui-neng despertó a ella al escuchar la recitación del Sutra del Diamante; Te-shan, por su parte. alcanzó el despertar cuando vio a su maestro apagar de un soplo la llama de una vela; Ling-yun al ver caer una flor; Hakuin. al escuchar el sonido del gong de su templo, y Po-chang, en el momento en que su maestro le retorció la nariz. Y esta visión, obviamente, no está circunscrita al Extremo Oriente. El Señor se le apareció a Isaías; los cielos se abrieron durante el bautismo de Cristo; el universo se convirtió en un ramillete de flores cuando el Buda se hallaba bajo el árbol bodhi; san Juan afirma: “Yo estaba en la isla llamada Patmos… y… moraba en el Espíritu”; Saulo quedó ciego camino de Damasco; san Agustín escuchó a un niño que le decía: “Toma y lee”, y san Francisco oyó una voz que parecía proceder de un crucifijo; san Ignacio se hallaba sentado junto a un arroyo viendo el discurrir del agua, y Jakob Böhme contemplaba fijamente un plato de estaño cuando ambos cobraron conciencia de ese otro mundo del que se ocupaba la religión». (6)
El «último» peldaño de la escalera que conduce a la «liberación», el «estado más alto de Conciencia», ha sido denominado de muchas formas por tradiciones religiosas, místicos, santos, sabios, filósofos, psicólogos, escritores y eruditos de diferentes países , épocas, latitudes y creencias:
«Para san Pablo, “la paz que trasciende el entendimiento”; R.M. Bucke lo denominó “conciencia cósmica”. En el budismo Zen, el término que le corresponde es satori o kensho; en yoga se le llama samadhi o moksha y en taoísmo, “el Tao absoluto”. Thomas Merton utilizó la frase “inconsciente trascendental” para describirlo; Abraham Maslow creó el término “experiencia plateau”; los sufís hablan de fana. Gurdjieff lo denominó “conciencia objetiva”, mientras que los cuáqueros lo llaman “la luz interior”. Jung se refería a la individualización y Buber habló de la relación tú-yo». (7)
Sankara (788-820), el principal representante del Vedanta Advaita, declara: «Así como el lugar, el tiempo, los objetos, el perceptor, etcétera, que surgen durante el sueño son irreales, así es este mundo cuya experiencia tenemos en el estado de vigilia, porque todo es efecto de nuestra propia ignorancia, de la misma manera, este cuerpo, los Órganos, los pranas, el ego, etc., son también irreales. Por eso, Tú eres el Pacífico, Puro, Supremo Brahman, el Uno sin segundo». (8)
Por último, en palabras de Seng-ts’an (s. VII), tercer patriarca del Zen en China: «Todas las formas de dualismo medran ignorantemente por la mente misma. Son como visiones y flores en el aire: ¿por qué debemos perturbarnos tratando de agarrarlas? […]. Cuando no se obtiene más el dualismo, ni siquiera la unidad misma sigue siendo como tal […]. En el reino superior de la Talidad Verdadera no hay otro ni yo; cuando se pide una identificación directa, solo podemos decir: No dos». (9)
Tal vez el estado de la mente conocido como «Conciencia cósmica», «Tao», «No dualidad», «Liberación», «Despertar». «Iluminación», «Vacuidad» (el «gran misterio de los Buddhas»). etc., sea una falacia, una meta inalcanzable, una grave patología o, quizá, nuestra preparación no sea apta para acceder a él, en el caso de que exista. «A Dios nadie le vio jamás» (Juan 1,18); «Retiraré mi mano, y me verás las espaldas, pero mi faz no la verás» (Éxodo 33,23). Sea lo que sea este «estado de conciencia», no disponemos de la información suficiente para hacer afirmaciones tajantes en ningún sentido. En palabras del gran yogui Milarepa del Tíbet:
«Si recorréis el Sendero Secreto, hallaréis el camino más corto; si captáis el Vacío, la Compasión surgirá dentro de vuestros corazones; si perdéis toda diferenciación entre vosotros y los demás, seréis aptos para servir a los demás; y cuando sirviendo a los demás lograseis buen éxito, entonces os encontraréis conmigo; y hallándome, alcanzaréis el Estado Búdico». (10)
- Dhammapada. La esencia de la sabiduría budista. Sudamericana. Buenos Aires, 1967, pág. 106
- Yoaga Vâsishtha. Un compendio, ed. cit., pág. 189
- G. Tucci, Apología del taoísmo, Dédalo, Buenos Aires, 1976, págs. 39-40.
- D.T. Suzuki, Introducción al budismo zen, Kier, Buenos Aires, 1990, pág.117.
- E. Fromm y D.T. Suzuki, Budismo zen y psicoanálisis, Fonde de Cultura Económica, Madrid, 1975, pág. 143.
- H. Smith, La verdad olvidada. El factor común de todas las religiones, Kairós, Barcelona, 2001, pág. 130.
- J. White (ed.) La experiencia mística y los estados de conciencia, Kairós, Barcelona, 1980, pág. 9.
- Sri Shankaracharia, La joya suprema del discernimiento y la realización directa, Kier, Buenos Aires, 1980, pág. 82.
- D.T. Suzuki, Ensayos sobre budismo zen, Primera Serie, Kier, Buenos Aires, 1981, págs. 217, 218 y 219.
- W.Y. Evans-Wentz, El gran yogui Milarepa del Tíbet, Kier, Buenos Aires, 1984, pág. 293.