Platón fue uno de los primeros filósofos en abrir una reflexión sistemática en torno al cuerpo y los deseos en relación con el alma. Para él, el cuerpo era la cárcel del alma, en el sentido de que constituye una limitación a los deseos. Otros filósofos, como Foucault, lo veían de forma opuesta: es el alma la verdadera cárcel del cuerpo, porque impone deseos que van en contra de lo que es bueno para nuestros cuerpos.
Por Álvaro Márquez Guerrero
Una de las discusiones más cuestionadas es cómo interpretar a Platón y sus diálogos. Entre las posturas más difundidas está la que aboga por comprender los diálogos como una «unidad dramática» y filosófica compacta; esto es, comprenderlos como una unidad que no precisa de nada ajeno a las propias líneas del diálogo en cuestión, ni tan siquiera de otros diálogos.
Las interpretaciones de los filósofos medievales han transmitido hasta nuestros días una imagen de Platón contrario a los deseos. Pero los deseos en Platón no son solo fundamentales, sino que son imprescindibles si se busca entender lo que envuelve a la ética, la antropología e incluso la gnoseología platónicas.
El pensamiento medieval, moderno y contemporáneo comprende de un modo muy diferente los deseos a como los comprendía Platón. Para el autor, el pensamiento no era independiente de los deseos, sino que estos nos empujan a desear cosas contradictorias. Es a través del pensamiento que se resuelven esas contradicciones.
Deseos en Fedro y La república
El deseo tiene la cualidad de no tener implicación en la realidad material. Esto es, la creación o el reconocimiento de la existencia de los deseos no va a repercutir materialmente en nada por el mero hecho de ser deseado. Lo que sí puede lograr es una respuesta en la actividad del agente para orientar los sucesos a que el objeto de deseo llegue a cumplirse.
Hay una atracción de nuestras acciones, nuestros modos y actitudes ante la vida hacia aquello que deseamos, hacia lo deseado. Sin embargo, no hay más que eso: una atracción, que no es poca cosa. Una especie de imán desde el cual uno de sus polos lanza el deseo y al otro polo no le queda sino sucumbir ante esa voluntad.
En su diálogo Fedro, Platón expone el mito del carro alado, a través del cual describe al alma: «Se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga». El auriga está, en primer lugar, guiada por un conductor, y, en segundo, tirada por dos caballos: uno que define como «bueno y hermoso» y otro que «nos resultará difícil y duro su manejo».
El alma platónica se encuentra dividida en tres: un auriga y dos caballos, uno bueno y otro rebelde. El caballo bueno, que es de color blanco y seguidor de la opinión verdadera, responde sin ofrecer resistencia y obedece a las señales del conductor, que se encuentra sobre el auriga. El caballo rebelde, por otro lugar, es de color negro y de carácter indómito, y obedece a las señales del piloto muy a su pesar, si es que las obedece.
El alma humana se encuentra dividida en tres: un auriga y dos caballos; el uno bueno y el otro rebelde. El bueno seguirá la opinión verdadera del conductor sin oponer resistencia. El malo obecederá muy a su pesar, si es que obedece
Con esta alegoría, Platón —en voz de Sócrates— pretende hacer un análisis de lo que nos compone como humanos: el alma y el cuerpo. A la unión de cuerpo y alma le llama «ser vivo», mortal. Todo lo que tenga que ver con el cuerpo es lo más cercano que se va a estar de lo divino, entendiendo que todo lo divino es bello, es bueno y es sabio. El cuerpo provee de alimento a las alas del alma, que, si consigue que crezcan, alcanzan la divinidad. Las almas humanas carecen de alas o están rotas, y por ello es por lo que carecen de divinidad, pues cuando se precipitaron desde las nubes, cayeron en los cuerpos mortales.
El alma queda presa en el cuerpo, bajo sus necesidades y en su no-divinidad. Sin embargo, el cuerpo no representa tanto lo ajeno a la divinidad como el proveedor de la divinidad que el alma perdió. Como hemos visto, se compone por tres partes: la primera es el caballo blanco, que simboliza los deseos que, al determinarse en el cuerpo, se responden de un modo grato y satisfactorio; la segunda es el caballo negro, que representa aquellos deseos del ánimo que van en contra de lo que el cuerpo nos dicta; y la tercera, el auriga, que podemos entender como el centro de control o el nexo de unión entre las otras dos.
Se utiliza la figura del auriga, que guía y ordena, y los dos caballos, que tiran del auriga dirigiendo a esa unidad de tres hacia el rumbo ordenado. La elección es inteligente, pues el alma es la encargada de administrar los deseos y las pasiones que se dirigen al cuerpo. Los deseos mueven al mortal hacia lo deseado; es decir, son las fuerzas que nos aportan como objetivo aquello que queremos en mayor o menor grado. Sin embargo, cuando estos deseos del alma llegan al cuerpo, este es el que tiene que saber si se corresponden con las inclinaciones del cuerpo.
En La república, Platón narra una anécdota a modo de ejemplo sobre esto mismo: Leoncio subió al Pireo y allí encontró unos cadáveres junto al verdugo del pueblo. El deseo de Leoncio fue aproximarse para, así, verlos de cerca. No obstante, cuando intentó hacerlo, el repudio y la repugnancia le llenaron. De modo que entró en un debate interno para poder decidir qué hacer y llegar a un acuerdo entre esos deseos que se contrarían: uno de ellos, indomable; el otro, completamente dócil.
Los deseos nos mueven hacia aquello deseado: nos ofrecen un objetivo que queremos en mayor o menor grado. Cuando estos deseos del alma llegan al cuerpo, este es el que decide si se corresponden con sus propias inclinaciones
La explicación de cómo se comporta cada alma, cada caballo del auriga, la encontramos también en La república: «El alma de aquel que apetece tiende hacia aquello que apetece», por lo que una de las dos almas será la denominada alma apetitiva, mientras que la otra será llamada alma racional.
Sócrates, en su diálogo con Glaucón en el libro IV de La república, plantea una tercera especie del alma: la fogosa. Según dice, vendría a ser el auxiliar de la naturaleza racional, a menos que se corrompiera por una mala instrucción del piloto. La fogosidad nace en aquel que vive una injusticia y la concibe como tal.
En resumen, lo que se opone al cumplimiento del deseo apetitivo es generado por el razonamiento, mientras que los ímpetus acaecen a motivación de las afecciones y enfermedades. El alma apetitiva es el alma que ama, aquella que no se para a analizar ni elucubrar cuáles son los motivos por los que ama. El alma racional será aquella que se detiene, y en el momento en el cual se contraríe con los deseos de la apetencia (del amor), será ella (racional) con su raciocinio la que prevalezca.
El filósofo, bajo la concepción platónica, debe dar rienda suelta a su apetencia, a su amor, a su encuentro y unión. Porque si apetece, apetece algo, del mismo modo que si se ama, se ama algo. Filósofo no será aquel que acepte la restricción del raciocinio, sino quien imponga sus apetitos y su ímpetu de amar ante las barreras que se le imponen. El cuerpo, en su lugar, no será más que un impedimento para que el filósofo se desarrolle o se dé a sí.
Algo parecido sucede con el pensamiento, pues del mismo modo que ocurre con el deseo, no tiene implicación material sensible. Pertenece únicamente a un plano de la existencia en donde no hay materialidad. Ambas realidades están estrechamente relacionadas. El deseo es atracción y el pensamiento es elucubración. El pensamiento mecaniza aquello que brota en el deseo.
Platón no rechaza el deseo: de hecho, el filósofo debe dar rienda suelta a su apetencia, amor, encuentro y unión. Filósofo no es quien acepta la restricción del raciocinio, sino quien imponga su ímpetu de amar ante las barreras que se le imponen
Platón y el cuerpo encarcelado
Para el mundo griego la diferencia principal existente entre cuerpo y alma no es más que su modo de ser: el cuerpo como realidad material, perteneciente al mundo sensible, y el alma como realidad inmaterial, perteneciente al mundo inteligible. Siglos después diría René Descartes sobre esto mismo: el cuerpo es res extensa, aquello que tiene extensión en el espacio, y el alma es res cogitans, pues no tiene extensión, sino que, en su lugar, es una realidad mental.
El alma para Platón existe ligada al cuerpo; está forzada a sentir a través del cuerpo y no por sí misma, como si en un calabozo se encontrase. De modo que el cuerpo es aquello que ancla (encadena) al alma y trata que los placeres, las necesidades, los deseos y las pasiones se cumplan. Se trata de deseos y pasiones en el sentido de inclinaciones e inquietudes por la supervivencia, ya sea determinadas por el rechazo o el apego a ciertas realidades que son ajenas a los deseos del alma. Sin embargo, Platón asegura que lo que el filósofo buscará será que los deseos del alma reinen sobre las verdades del cuerpo.
Realizar una crítica o una interpretación bajo la frase atribuida a Platón que dice que «el cuerpo es una cárcel para el alma», usándola sin contextualizar o queriendo comenzar el desarrollo del pensamiento platónico a partir de ahí, no es más que una manera de tergiversar y caricaturizar el mensaje del filósofo. En ningún momento reniega del cuerpo ni de la sexualidad carnal, como vemos en el diálogo El banquete. Las interpretaciones medievales fueron las que hicieron proliferar este modo de comprender al autor, para poder utilizarlo de justificación moral en las instituciones religiosas, por ejemplo para imponer el celibato.
Lo que el ateniense quiere explicar es que las necesidades del cuerpo impiden que algunos deseos del alma se lleven a cabo. Así como si mi deseo irracional es salir en plena tormenta de nieve, el deseo racional que dicta mi cuerpo no es otro que el de no salir por evitar el riesgo de enfermedad o deceso. Es por ello por lo que el cuerpo es una cárcel para el alma, pues las necesidades corpóreas encarcelan cualquier tipo de deseo irracional que las contraríe.