Prólogo
Deseo presentarles los escritos espirituales, las experiencias y orientaciones de Santa Teresa de Ávila, la mística y santa española cristiana del siglo XVI. Mi intención es examinar sus escritos desde varias perspectivas enriquecedoras.
Trataré, primero, de ubicar sus escritos en un contexto espiritual e histórico amplio para señalar las conexiones e interrelaciones entre las tradiciones místicas cristianas, sufíes y judías. En segundo lugar, recorreré con cierto detalle los escritos de Santa Teresa sobre las siete moradas del alma, que se hallan en su obra maestra mística, Castillo interior, escrita hacia el fin de su vida.
La búsqueda mística de la unión con Dios se ha simbolizado tradicionalmente por un viaje, un recorrido, a través de siete cámaras interiores, descritas como mansiones, moradas, palacios, o salas, y ha formado siempre parte de un conjunto de símbolos religiosos adoptados por cristianos, judíos y musulmanes a lo largo de la historia.
Todas las tradiciones místicas hablan del viaje hacia Dios, del anhelo intenso por Dios y de la devoción del alma hacia Dios; y hablan de entrega y de purificación, de renuncia y de abandono, resueltos mediante la unión en el Amor. Se ha dicho que todos los místicos se reconocen unos a otros porque pertenecen a la misma patria. Más allá de la multiplicidad de formas religiosas, de ideas y de expresiones de este viaje, no hay nada sino un solo Dios y un solo «viaje hacia Dios».
Hay conexiones y similitudes notables entre las experiencias, las ideas y los escritos de Santa Teresa y las tradiciones místicas judía y sufí. Para explorar algunas de estas conexiones será útil considerar, junto con fragmentos del Zohar, que proviene de la tradición cabalística medieval, las primeras fases de la tradición mística judía conocida como Merkabah, que se refieren a las siete salas del cielo. Evocaré, a continuación, algunos escritos de poetas y místicos sufíes relacionados con las siete moradas del corazón.
La tradición de la Merkabah
Un tema constante en la tradición mística judía, desde los tiempos más antiguos, desde las tradiciones de la Merkabah y de los Hejalot a la Cábala medieval, y hasta la actualidad, es el del místico que viaja hacia el Trono de Dios recorriendo el reino, mitológico o espiritual, de los siete cielos.
La fase primitiva del misticismo judío, antes de que cristalizara en la Cábala medieval, que es la más larga y se extiende en el tiempo desde el siglo I antes de Cristo hasta el siglo X, es conocida indistintamente como la tradición de la Merkabah, o el misticismo del Carro o del Trono. Se desarrolló a partir de especulaciones sobre las visiones proféticas del Antiguo Testamento, principalmente del Génesis y de los libros de Ezequiel, de Isaías y de los Reyes. En esta era temprana, el visionario, el místico, se elevaba, generalmente, hacia las esferas celestiales y percibía al Uno Santo, al Rey Divino, sentado en un trono, sostenido por un carro en un firmamento de cristal, rodeado de fuego, con los querubines y cuatro santos Vivientes junto a Él.
La primera presentación a escala completa de la Merkabah, o misticismo del Carro, aparece en los escritos visionarios conocidos como los libros Hekhalot. Esta literatura, que data de los siglos III al X, discurre sobre los temas esenciales de las visiones proféticas del Antiguo Testamento. Se basa, principalmente, en los primeros capítulos del Génesis y en Ezequiel. Estos escritos visionarios consisten en descripciones de ciertos hekhalots, salas o palacios celestiales.
El deseo más profundo del místico era alcanzar este reino, durante la ascensión a los cielos, para contemplar el esplendor de la Shekinah y la majestad del Uno Santo. El gnóstico, el místico, viajaba recorriendo una serie de siete cámaras, o palacios, presentada como una sucesión de círculos concéntricos, y en la séptima de ellas, la más interior, encontraba el trono de la Gloria de Dios.
La tradición Cabalística
Los siglos XII y XIII fueron el periodo formativo del desarrollo creativo de la Cábala, particularmente en España y en Provenza. El Zohar, el gran comentario místico y espiritual judío que compendió la Cábala española, fue recopilado a finales del siglo XIII por Moisés de León, aunque se conviene generalmente en que es obra de varios autores. Los autores del Zohar han utilizado en su trabajo un amplio abanico de fuentes y se han apoyado, con certeza, en materiales anteriores, provenientes de las primeras corrientes del misticismo judío, revisándolos y reinterpretándolos.
El Zohar está escrito de forma pseudo autobiográfica, y describe las enseñanzas del rabino Simeón ben Yohai, que vivió en Palestina en el siglo II. En el texto, la experiencia visionaria se pone en boca del maestro quien, en instantes en que su alma se libera momentáneamente de su cuerpo, experimenta una revelación magnífica bajo la forma de los siete palacios del paraíso, junto con su contrapartida, los siete palacios del infierno. Lo que se nos revela es un sistema que se perfila con los símbolos esenciales de las enseñanzas del primitivo Hekhalot, aunque se descubre también la influencia de la tradición cabalística y de las nuevas ideas desarrolladas a partir del misterio del Carro.
Lo que se desprende claramente en el texto es el alejamiento de las preocupaciones sobrenaturales o mágicas de los primitivos escritos de la Merkabah, que pone mucho mayor énfasis en la oración, la meditación, la contemplación mística y el desarrollo de las cualidades éticas y morales, que son frecuentemente consideradas como prerrequisitos para entender los secretos de los siete palacios.
Se nos dice que un serafín lleva las oraciones de la persona justa y sincera desde un palacio, o mansión, al siguiente, hasta que se presentan al Rey de Reyes y se transforman en gemas de su corona. En el Zohar, las siete salas están pobladas de conjuntos de espíritus, de luces, de ruedas, de serafines y ángeles, que irradian Luz y están relacionados con nosotros. Las salas del cielo actúan a modo de puente entre las fuerzas de la emanación y el cosmos material. La finalidad de los palacios celestiales es preservar la Shekinah, que está hecha para cuidar de los mundos superiores y del nuestro propio.
En el Zohar, la primera sala del cielo se describe como un «pavimento de zafiro bajo Sus pies» donde, según afirma, la «Luz, que nunca descansa, es como la luz del sol en el agua, una luz que nadie puede asir salvo con la devoción que el justo manifiesta en su oración que penetra en la sala». La segunda sala del cielo es llamada la esencia del cielo, o el resplandor. La tercera se describe como la más clara y pura de las salas inferiores y es llamada la sala del fulgor. La cuarta es la sala del mérito. La quinta es la del amor, de la que el texto dice: «tiene existencia perpetua, y está oculto en el misterio de los misterios para aquél que necesita adherirse a él». La sexta sala es la de la buena voluntad. (Tishby, 1949, p. 597-611)
El Zohar describe así la séptima sala celestial:
… sin forma visible, es la más elevada y misteriosa de todas, protegida por un velo que la separa de todas las demás esferas y mansiones… Es allí donde todos los espíritus, como luces menores, se funden con la gran luz divina y, penetrando en el velo del Santo de los Santos, se colman de las bendiciones que manan de él, como del agua de una fuente inagotable que siempre fluye. En esta mansión está el gran Misterio de los Misterios, el más interior, el más profundo, más allá de toda comprensión y entendimiento humanos, la Voluntad eterna e infinita. (Green, 1989, pág. 92)
En contraste con la meta de los primeros místicos de la Merkabah, la situación ideal perseguida por el místico era una unión amorosa o una comunión con la Deidad, una fusión en el todo armonioso de las voluntades divina y humana, que se realiza en el éxtasis y a la que simboliza el «beso del Amor». Este «beso», que une el alma a Dios, se adscribe, habitualmente, al séptimo palacio y se dice de él que es de tal intensidad que puede sacar al alma del cuerpo y llevarla hacia Dios, provocando incluso la muerte física.
Santa Teresa habla también de experiencias extáticas intensas en las que el alma parece ser arrebatada del cuerpo y raptada hacia una comunión con la Deidad, y caracteriza estas experiencias como lo suficientemente traumáticas como para entrañar peligro de muerte. Habla también, como el Zohar, del beso con el que el Rey divino consuma el matrimonio espiritual en la séptima mansión de su «castillo interior».
La tradición Sufí
En la literatura mística islámica hay una larga tradición que describe la experiencia religiosa mediante la imagen de siete castillos concéntricos. Numerosos textos, algunos ya del siglo IX, utilizan este simbolismo, y algunos de ellos se parecen llamativamente a las siete moradas de Santa Teresa.
Uno de dichos textos, del siglo XVI, es el libro místico conocido como el Nawâdir, una recopilación de historias y de reflexiones religiosas atribuidos a Ahmad al-Qalyubi, en el que se describen siete castillos, uno dentro del otro. En este texto, se describe cómo el alma que aspira a la contemplación se desplaza y evoluciona recorriendo siete niveles sucesivos de perfección, que son como castillos, o moradas, concéntricos. En el séptimo, el más interior, mora Dios y es ahí donde se alcanza la unión extática. Así se describen los castillos en el Nawâdir:
Dios estableció, para los hijos de Adán, siete castillos en los cuales está Él y fuera de los cuales está Satán ladrando como un perro. Cuando el hombre permite que se abra una brecha en alguno de ellos, Satán entra por ella. El hombre debe, pues, extremar la guardia y la vigilancia sobre ellos, pero particularmente sobre el primero de los castillos, pues en tanto éste permanezca entero, sólido y firmes sus cimientos, no hay mal que temer. El primero de los castillos, de la perla más blanca, es la mortificación del alma sensible. Dentro de él hay un castillo de esmeralda, que es la pureza y la sinceridad de intención. Dentro de éste hay un castillo de porcelana brillante, reluciente, que es la obediencia a los mandamientos de Dios, tanto en lo obligado como en lo prohibido. En este castillo hay un castillo de roca, que es la gratitud por los dones divinos y el sometimiento a la divina voluntad. Dentro de este hay otro más, de hierro, que es dejar todo en las manos de Dios. Dentro de este hay otro de plata, que es la fe mística. Dentro de este hay un castillo de oro, que es la contemplación de Dios, ¡gloria y honor a Él! Pues Dios, ¡loado sea!, ha dicho «Satán no tiene poder sobre aquellos que creen y ponen su confianza en Dios». (López-Baralt, 1992, pág. 108)
El documento sufí más antiguo que trata de los siete castillos concéntricos es del siglo IX. Es el Maqâmât al-qolub (Moradas del corazón), del gran sufí persa Abol Hasan Nuri. En este texto, Nuri describe la senda que el alma debe tomar para llegar a Dios, y para ello utiliza el símbolo de los siete castillos concéntricos. Es extraordinario ver cómo Nuri prefigura con toda precisión el Nawâdir y recurre a una metáfora religiosa similar a la que desarrollará Santa Teresa ocho siglos después. En ambos, la senda mística del alma se concibe como siete moradas, o habitaciones, sucesivas, representadas por castillos, o mansiones, concéntricos, en los que, en las primeras etapas, el alma aspirante es mortificada hasta que alcanza el castillo más interior, en el que se alcanza finalmente a Dios. Nuri describe así «los castillos del corazón del creyente»:
Sabe que Dios, ¡alabado sea!, creó en el corazón de los creyentes siete castillos rodeados de muros. Ordenó que los creyentes habitaran en esos castillos y colocó a Satán fuera, ladrándoles como ladra a Dios. El primer castillo amurallado es de corindón, y es el conocimiento místico de Dios, ¡alabado sea!, y en derredor de este castillo hay otro de oro que es la fe en Dios, ¡alabado sea!, y en torno a él hay otro de plata, que es la fidelidad en palabra y obra; y rodeándolo hay un castillo de hierro que es el sometimiento a la voluntad divina, ¡bendita sea la Divinidad! y a su alrededor hay un castillo de latón que es cumplir los mandamientos de Dios, ¡alabado sea! y cercándolo hay otro de alumbre, que es guardar los mandamientos de Dios, tanto en lo obligado como en lo prohibido; y a su alrededor hay un castillo de adobe que es la mortificación del alma sensible en todos los actos. (López-Baralt, 1992, págs. 111-112)
En el siglo XII, otro famoso místico y poeta persa, Farid al-Din ‘Attâr, escribió sobre los siete valles de la Senda en su poema épico La asamblea de los pájaros. En él describe las etapas a las que se enfrentan los peregrinos en su «viaje hacia Dios» y se vuelven a poner de manifiesto semejanzas llamativas con las descripciones hechas por otros maestros y místicos. Describe el viaje hacia Dios como un viaje peligroso: «Finalmente, de todo aquel ejército, pocos viajeros recorrieron el camino hasta la Corte./ De todas aquellas aves, pocas llegaron allí; entre miles de personas apenas una llega allí» (‘Attâr, 1963, pág. 230).
La primera etapa es el valle de la búsqueda, el principio de la purificación interior, de la búsqueda, y la renuncia «al mundo… a tu poder… a todo lo que posees» (Ibíd., pág. 180). Le sigue el valle del amor, en el que se desarrolla más profundamente en el corazón del peregrino el anhelo, la sumisión y el ardor interior: «El enamorado es aquel que es todo fuego/ aquel de rostro caluroso, ardiente y arrebatado». Las facultades de la mente y de la razón estorban cada vez más: «Aquí el amor es fuego y el intelecto humo./ Cuando se alza el Amor, se dispersa el intelecto» (Ibíd., pág. 186).
La tercera etapa es el valle de la gnosis, de la intuición del Misterio. Esta aprehensión en profundidad de los misterios espirituales, recalca ‘Attâr, es diferente para cada peregrino dependiendo de «su estado y de sus cualidades específicas». Las barreras y los velos interiores comienzan a dar paso a una percepción y conocimiento espirituales más profundos, puesto que: «Cuando el sol de la gnosis brilla en el cielo de este sublime camino,/ los ojos de cada viajero se iluminan según su capacidad, y todos hallan su lugar en la [comprensión] de la Verdad» (Ibíd., pág. 194). Viene después el valle del desapego, en el que crece el distanciamiento de la identificación con el mundo y de sus ataduras. ‘Attâr describe la profundización en la sumisión y en la entrega del yo propio a Dios, pues «desaparecen toda pretensión y ansia por [encontrar] sentido» y emerge una perspectiva mucho más infinita y universal de la vida: «Si las estrellas y los cielos todos se desmoronaran, no representaría nada más que la caída de una hoja marchita» (Ibíd., pág. 200).
Se atraviesa luego el valle de la Unidad divina. Tras una larga renuncia y una transformación interior, la diferencia y la diversidad parecen disolverse: «Aunque veas muchas cosas, realmente sólo hay una; todo compone el uno que es completo en su unidad» (Ibíd., pág. 206). El sexto valle es el de la perplejidad. Aquí, la plenitud del amor conquista el corazón del peregrino más completamente, y le deja en una confusión e incertidumbre aún mayores: «Tengo mi corazón pleno de amor y vacío al mismo tiempo; ni siquiera entiendo este amor que siento» (Ibíd., pág. 212).
Al final está el valle de la pobreza y del anonadamiento: «…que la palabra es incapaz de describir./ La esencia de este valle es el olvido, [y en él te quedas], mudo, inmóvil, desvanecido» (Ibíd., pág. 218). ‘Attâr escribe: «Todo aquel que se sumerge perdiéndose en este mar, encontrará en ese anonadamiento de sí mismo la paz eterna» (Ibíd.); y concluye:
Primero piérdete a ti mismo,[…] luego pierde esta pérdida y luego, perdido hasta esa última pérdida, marcha lleno de paz, y progresa etapa por etapa hasta que alcances el reino del anonadamiento; pero si hay en ti el más mínimo signo de este mundo, no tendrás la más mínima noticia de aquel Reino. (‘Attâr, 1963, pág. 222)
Santa Teresa de Ávila
Trataré ahora de repasar los escritos de Santa Teresa sobre las siete moradas del alma que aparecen en el Castillo interior. Entre sus trabajos sobre la vida mística, es el de mayor madurez y ella lo consideraba como el mejor. En esta obra es donde habla con más autoridad de sus propias experiencias interiores y discurre sobre la espiritualidad con un grado de seguridad y de madurez que no se encuentran en sus otros escritos. Y queda de manifiesto la existencia de muchos elementos comunes con las tradiciones místicas judía y sufí al verse cómo describe el viaje místico como un recorrido a través de siete cámaras interiores del corazón, o alma.
Me gustaría, en primer lugar, hablar de algunos detalles personales de su vida para ubicarla en un contexto histórico. De ascendencia judía, la familia de su padre era originaria de Toledo y ella nació en 1515 en una familia noble castellana. Murió en 1582. Fue canonizada cuarenta años después de su muerte y, mientras vivía, se la conocía popularmente como la Santa Madre. Su educación fue la normal para una mujer de semejante familia y rango: fue a la escuela en un convento y sintió a una edad temprana la llamada para entrar en la vida religiosa, ingresando en un convento de carmelitas a los veintiún años.
Teresa consideró como parte de su destino la reforma de la orden Carmelita. A mediados del siglo XVI muchas de las órdenes religiosas iban cayendo progresivamente en decadencia. A menudo, prevalecían los grandes intereses, los vínculos y las actividades relacionadas con la posición social y económica, sobre una vida espiritual profunda. Se estaba en los albores de la Reforma y en el inicio de los grandes cambios religiosos en toda Europa.
A la edad de 46 años, tras pasar veinte en un convento de carmelitas, emprendió sus reformas fundando la orden de las Carmelitas Descalzas. Esto suponía muchos esfuerzos y requería una fe profunda y confianza en la ayuda y en la guía divinas; en su labor, la ayudó y la asistió San Juan de la Cruz. Era, en esencia, un retorno a los ideales y a las prácticas primitivas de los eremitas del Monte Carmelo en Galilea: en una clausura más estricta, una vida de oración, de soledad y de simplicidad en la vida espiritual.
Castillo interior
Su obra maestra mística, Castillo interior, fue escrita en 1577, cinco años antes de su muerte. La escribió, en contra de su propia voluntad, por orden de sus confesores. Estaba originalmente destinada sólo a las mujeres de su orden y fue escrita en tres meses en el monasterio de las carmelitas descalzas de Toledo.
Describe el progreso espiritual a través de siete moradas que, en resumen, representan las tres etapas principales en la vida de interiorización y de oración. Las tres primeras moradas se centran en lo que nosotros podemos hacer para avanzar hacia las moradas interiores en las que mora Dios: desarrollo en el amor hacia los demás, renuncia a juzgar, conocimiento de sí mismo, humildad, proceso de interiorización y de activación del anhelo hacia Dios. La cuarta morada es una etapa de transición en la que se empieza a responder a Su llamada y en la que Dios comienza a asumir el control. En las moradas más interiores Dios purifica el alma, cada vez más a Su semejanza, hasta la etapa del matrimonio espiritual.
La primera morada
Santa Teresa describe el alma como «un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas» (Santa Teresa, 1987, pág. 791, cap. 1, 1).
La primera morada es la de la devoción, en la que el alma empieza a despertar a la vida espiritual mediante la devoción, el anhelo hacia Dios y el despertar del amor en las profundidades del corazón. Teresa destaca constantemente la importancia, en estas primeras etapas del viaje místico, de la humildad, del conocimiento de sí mismo, de la oración, de la reflexión y de la meditación.
El conocimiento de sí mismo es el crecimiento lento y laborioso del conocimiento consciente y responsable de nuestro estado de salud físico, emocional y psicológico. La autora nos describe las enormes dificultades, obstáculos y resistencias que se presentan en estas primeras etapas: para dar la espalda a las apariencias y a los sentidos físicos, a aquello que podemos ver y oír externamente, y volvernos hacia la vida interior de renuncia.
La primera morada es el comienzo del abandono de miles de ataduras e identificaciones del ego y nos lleva a encarar nuestras mentiras interiores, los engaños, las dudas y la confusión. Es un lugar para recordar de donde venimos y hacia donde vamos, y para despertar a una dimensión diferente de la existencia. No se trata de un proceso intelectual.
Es un despertar al amor y a la relación con el conjunto de la creación como una fuerza vital consciente. Es esencial, en estas primeras etapas, estar al lado de maestros espirituales y de guías. En las moradas exteriores el alma no es lo bastante fuerte para defenderse sola y necesita protección, guía y el sustento de la esperanza y de la fe.
La segunda morada
La segunda morada es la de la purificación; el lugar del lento morir del pequeño yo, del ego personal, para crecer con un horizonte más universal. Es una zona invisible, que a menudo se experimenta como un abismo, e incluso como una ventana hacia otra dimensión. Es un lugar de abandono, de dejarse llevar, de perseverancia y de necesidad constante de una mayor humildad. A menudo se experimenta como una muerte del ego, una noche oscura del alma, y puede ser extremadamente dolorosa. Es el abandono de las proyecciones del mundo exterior, y puede experimentarse como un desierto total. No es posible embarcarse en un viaje así, sin tener la cordura de aligerarse y de dejar atrás todo el equipaje innecesario.
Teresa insiste en la necesidad fundamental de trabajar con otros, en un grupo o en una comunidad. No es posible realizar en solitario semejante viaje. Gran parte del proceso de purificación se produce en nuestra relación con los demás y con el mundo exterior. En esta morada el alma experimenta una mayor sensación de separación y de ausencia de Dios pero corre, de hecho, menos peligro que en otras etapas. Cuanto más busca el alma a su divino Esposo, más le tiende Él la mano y la atrae hacia Sí.
El alma va ganando en entendimiento y en esperanza porque es el comienzo de la experiencia interior directa y de la renuncia a todo por Él. El alma acaba de entrar en el camino espiritual, y se confronta con el conjunto de su vida, encarando y asumiendo todos sus aspectos de sombra y de oscuridad. Se produce una reevaluación completa de la vida y de todos los valores interiores, pues se precisa una perspectiva sobre uno mismo y sobre la vida mucho más objetiva y sincera.
La tercera morada
La tercera morada es la de la sinceridad, en la que el alma viaja, y es sometida a prueba, más y más profundamente. Las pruebas interiores se hacen más sutiles y menos basadas en las apariencias y en lo visible del mundo exterior. Las pruebas se basan en la madurez psicológica y espiritual, en la sinceridad del alma y en la resolución para avanzar, y forman parte de ellas la creciente voluntad de sumisión, de dejarse llevar y la confianza en la Voluntad y la Providencia divinas. La fuerza de este deseo y la firmeza de la decisión son los principales criterios para cruzar con éxito el umbral. El alma es pura y sincera en su vida emocional y espiritual en la misma medida en que tenga sentimientos de anonadamiento, de ignorancia y de completa subordinación a Dios.
La cuarta morada
He aquí la morada de la transición y de la transformación, en la que Dios empieza a tomar el control. El alma empieza a experimentar algo muy diferente, como si fuera arrebatada hacia un mundo diferente, hacia algo totalmente Otro, y esto sucede sin esfuerzo de su parte y tan sólo por gracia.
Teresa hace hincapié en el «combustible» esencial de este viaje. Dice que las facultades racionales deben decrecer a medida que se incrementa la capacidad de amar y de ser amado. Es importante entender que no se trata de un amor personal: es otro nivel del Amor. Es amor por Dios, por nuestra Fuente divina del Ser que es la fuente constante de transformación en nuestra vida interior. Pueden presentarse muchas sensaciones diferentes durante este intenso proceso de transformación. A menudo se experimenta una sensación de gozo profundo y de éxtasis, más poderosa e interior que cualquier otra sentida con anterioridad; desde la esencia del mismo ser de la persona pueden surgir sentimientos de amor profundo, o una sensación de ebriedad, de asombro total y profundo.
Teresa utiliza la famosa metáfora de las aguas celestiales para describir estos estados del Ser. Nos dice cómo esas aguas espirituales surgen de las moradas más interiores, de Dios:
… que así parece que, como comienza a producir aquella agua celestial de este manantial que digo de lo profundo de nosotros, parece que se va dilatando y ensanchando todo nuestro interior y produciendo unos bienes que no se pueden decir, ni aun el alma sabe entender qué es lo que se le da allí. Entiende una fragancia –digamos ahora– como si en aquel hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes; ni se ve la lumbre, ni dónde está; mas el calor y humo oloroso penetra toda el alma y aun hartas veces –como he dicho– participa el cuerpo. Mirad, entendedme, que ni se siente calor ni se huele olor, que más delicada cosa es que estas cosas; sino para dároslo a entender. (Santa Teresa, 1.987, pág. 854, cap. 2, 6.)
El Espíritu Santo se está fusionando e infundiendo en el centro del alma, cosa que sucede fuera del tiempo y del espacio ordinarios. Es el comienzo de los esponsales del Espíritu con el alma. No es posible entender lo que está sucediendo únicamente con las facultades psíquicas ordinarias, ante las cuales parece algo paradójico y milagroso. El centro de gravedad del alma va siendo absorbido en otro nivel del Ser y del conocimiento, y dirigido cada vez más hacia una perspectiva universal y una vida espiritual más intensa.
Teresa comprueba persistentemente la sinceridad y la autenticidad de las experiencias espirituales, que conllevan la necesidad de un discernimiento y de un escrutinio constantes, con la intención consciente de actuar con rectitud.
La quinta morada
La quinta morada es la de la santidad. Los escritos de Teresa sobre esta morada ocupan casi la mitad del Castillo interior, pues estas etapas más profundas requieren de guía y consejo espirituales cuidadosos. La transformación interior es cada vez más profunda y más sólida, y con ella nuestro corazón se rinde cada vez más, para ser inundado y penetrado por su Luz radiante y por su Presencia divina. Teresa describe esto como «una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma de todas las operaciones que puede tener estando en el cuerpo, deleitosa, porque aunque de verdad parece se aparta el alma de él para mejor estar en Dios, de manera que aun no sé yo si le queda vida para resolgar…» (Santa Teresa, 1987, pág. 873, cap. 1, 3).
Teresa nos habla de las enormes dificultades que comporta, a veces, la intensidad de estas transformaciones y cambios interiores, para contener o aguantar las afluencias espirituales cuando se desbordan y chocan con un sentido del ego y del cuerpo a menudo frágil y vulnerable. Es muy difícil de entender, o de tener alguna idea acerca de lo que realmente está sucediendo hasta que termina, porque lo íntimo del corazón está en otra dimensión, en el reino espiritual del Ser. Sólo puede describirse como una aventura de Amor muy intensa, de gozo puro, de asombro y de libertad, en la que cada célula de nuestro ser se une y conecta con las células de un Ser superior.
¿Cuáles son las características de la experiencia mística verdadera? Teresa sugiere que hay varias señales. Dice que permanece luego una certeza absoluta, que sólo se da si ha tenido lugar una experiencia directa de Dios. Conlleva una carga de autoridad y de poder sobre el tiempo tal que es imposible olvidarla. Es como si algo se hubiera quemado, o se hubiera imprimido permanentemente en el ser algo que todo lo cambia. La experiencia psicológica y la imaginación no pueden proporcionar la profundidad de transformación y de asombro que causa el contacto con el Espíritu Santo. Se experimenta una gran paz interior y un gran gozo y, al mismo tiempo, un sentimiento de humilde gratitud por recibir tan gran bendición.
Dice Teresa que no es posible entrar en esos reinos espirituales con nuestro solo esfuerzo. Nuestra propia voluntad se ve sometida a su divina Voluntad, por obra de la gracia y de la providencia. Nuestro corazón cambia completamente a medida que vamos haciéndonos más vacíos, más grandes, más humildes y más universales en puntos de vista.
Teresa habla de la transformación espiritual utilizando la famosa metáfora del gusano de seda. El alma, en su estado de sueño latente, es como el gusano de seda que, encerrado durante un largo tiempo en un oscuro capullo, está sometido a la muerte y la resurrección, hasta transformarse en una especie totalmente nueva, una mariposa, en un nivel completamente distinto del Ser. No se debe subestimar el dolor, la agonía y el sufrimiento, acompañados a menudo de grandes esfuerzos, de soledad y de renuncia, que se experimentan en este proceso de muerte y resurrección.
La sexta morada
Teresa escribe más de sesenta páginas sobre la sexta morada, la de la santificación. En ellas, se extiende sobre las pruebas, exteriores e interiores, los trabajos, los obstáculos y las adversidades, que son cada vez más numerosos, más fuertes y cada vez más sutiles, que precisan de una mayor capacidad de discernimiento. La severidad y la intensidad de estas pruebas no deben subestimarse: todos los místicos han hablado de persecución y de ridiculización, y también de graves enfermedades y de soledad intensa en esos momentos. La necesidad de mantenerse atento, precavido y vigilante es permanente.
Habla extensa, apasionadamente, del Amor divino de Dios hacia el alma, y de la necesidad de sometimiento del alma a este gran Amor que el Uno Santo tiene por su Esposa. Muchos místicos hablan de ser quebrados, heridos en el corazón, mientras que otros hablan de ser abrasados por un fuego cuyo ardor recorre todo su ser, y también de tener su corazón asaeteado por dardos de luz cegadora.
El Amor divino está despertando al alma a través de los sentidos interiores, no de los sentidos físicos externos. El alma está comenzando a percibir a Dios a través de la visión interior, a oír Su Divina llamada o a oler aquel delicado aroma interior, la dulce fragancia del Espíritu Santo. El alma se desposa con el Uno Santo de muchas formas diferentes. El Espíritu Santo concede la gracia espiritual como señal de Su Desposorio, para preparar al alma a convertirse en su Esposa. Es una aventura de Amor con lo Divino, inexplicable, misteriosa, y se comprende por vías incomprensibles.
La sexta morada es, pues, el lugar de la santificación, el lugar de lo angélico, la música de las esferas. Para los inmaduros, los que no están preparados y los ingenuos, se trata de un lugar tremendo y pavoroso. Teresa nos viene a decir que para acceder a esos reinos, se requiere un gran valor, fe, confianza, y una conformidad y sumisión a la Voluntad divina aún más profundas. También destaca que es de vital importancia conservar, en la vida ordinaria, un ritmo cotidiano físico y emocional para ser capaz de sostener y de soportar semejantes estados interiores de transformación.
La séptima morada
Teresa escribe que la morada séptima, la más interior, es diferente de todas las anteriores. Es este el estado de la unión mística, de la gnosis directa. En el núcleo de nuestro corazón no hay separación entre la Luz radiante emanante del Uno Santo y todo nuestro ser. Ambos están fusionados, fundidos en el Uno. Dice que el desposorio místico «… es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse… » (Santa Teresa, 1987, pág. 1015, cap. 2, 4).
Es como si el corazón oyera y percibiera directamente; y le fuera infundido lo más recóndito de los misterios de Dios y la irradiación de su Luz divina. Teresa declara: «…me parecen bien empleados cuantos trabajos se pasan por gozar de estos toques de Su Amor, tan suaves y penetrativos… Cuando esto os acaeciere, acordaos que es de esta morada interior, adonde está Dios en nuestra alma, y alabadle mucho; porque, cierto, es suyo aquel recaudo o billete escrito con tanto amor, y de manera que sólo vos quiere entendáis aquella letra y lo que por ella os pide…» (Santa Teresa, 1987, pág. 1025, cap. 3, 9).
En este estado de Unión, todo se produce sin esfuerzo y sucede en el Silencio; Teresa describe así su propia experiencia: «No hay para qué bullir ni buscar nada el entendimiento, que el Señor que le crió le quiere sosegar aquí, y que por una resquicia pequeña mire lo que pasa; porque aunque a tiempos se pierde esta vista y no le dejan mirar, es poquísimo intervalo; porque, a mi parecer, aquí no se pierden las potencias, mas no obran, sino están como espantadas» (Santa Teresa, 1987, pág. 1027, cap. 3, 11).
El matrimonio espiritual se consuma con el beso que une el alma a Dios: «Estos efectos, con todos los demás que hemos dicho que sean buenos en los grados de oración que quedan dichos, da Dios cuando llega el alma a Sí, con este ósculo que pedía la Esposa» (Santa Teresa, 1987, pág. 1028, cap. 3, 13).
Y concluye su tratado espiritual con estas palabras finales de sabiduría:
…que no hagamos torres sin fundamento, que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen; y como hagamos lo que pudiéremos, hará Su Majestad que vayamos pudiendo cada día más y más, … (Santa Teresa, 1987, pág. 1039, cap. 4, 15)
Aunque no se trata de más de siete moradas, en cada una de éstas hay muchas: en lo bajo y alto y a los lados, con lindos jardines y fuentes, laberintos y cosas tan deleitosas, que desearéis deshaceros en alabanzas del gran Dios, que le crió a Su imagen y semejanza. (Santa Teresa, 1987, pág. 1042, conclusión, 3)