La concepción demasiado «americana» de estas pirámides insulares hace sospechar de una conexión con enigmáticos navegantes provenientes del Oeste. ¿Pudo deberse esto a viajes de americanos precolombinos o acaso hubo influencia de una civilización legendaria como la atlante?
En Tenerife, más concretamente en cercanías del pueblo homónimo se encuentran las llamadas «pirámides de Güimar». Más que en pirámides, uno inevitablemente piensa en los teocalli mexica del Ánahuac prehispánico. Y más que simples pirámides, en verdaderos centros ceremoniales.
Todo sea dicho: algunos estudiosos son escépticos de su pretendida antigüedad. Invocan varias razones, una de ellas —profundamente sugestiva—, que no se encuentra descripción de ella en relatos del tiempo de la conquista española (a principios del siglo XV), que en alguna se han encontrado restos cercanos en el tiempo bajo el fundamento de alguna de estas construcciones.
No es menor, sin embargo, la documentación reunida por el equipo de quien fuera su principal impulsor: el mítico Thor Heyerdahl, quien además fue el factótum del Museo de Sitio que se levanta en el lugar y que es realmente apasionante de recorrer y profundizar, pues trasciende el enigma de esas pirámides y dedica alas a explorar otros interrogantes, como la expansión transoceánica de pueblos polinésicos hasta América, los mismos maravillosos viajes de Heyerdahl a bordo de sus reconstrucciones de navíos de época (Kon Tiki, Ra y Ra II, por ejemplo).
La cuestión de la antigüedad
Una de las teorías —precisamente, la que califiqué como «muy sugestiva»— señala la posibilidad que aquellas hayan sido erigidas por un terrateniente identificado como masón, en el siglo XVIII. Especularíamos sobre qué llevaría a un masón a ordenar levantar, con esfuerzo e inversión, semejantes estructuras, pero las motivaciones —en estos tiempos de destrucción de las llamadas «Piedras Guía de Georgia», también levantadas con inversión y esfuerzo por otras igualmente ocultas motivaciones— son a todas luces algo en lo que, de ser cierto, deberíamos detenernos a reflexionar. Con todo respeto a los «refutadores locales» —que los hay— sí no creo, ciertamente, que se trate de simples emprendimientos aterrazados agrícolas, y me explico.
Todo Tenerife está literalmente cubierto de «terrazas». Recorriendo de sur a norte y de este a oeste la isla, medité mucho sobre el ingente trabajo a través de siglos que significaba, como dije, literalmente haber «aterrazado» toda la isla, tanto para crear más superficie de sembrado sobre el inhóspito suelo de lava como para servir de basamento a viviendas, consolidar el suelo ante deslizamientos provocados por terremotos, etc.
Pero esto, lo de las pirámides, es «otra cosa». No solo porque en muchos casos no se explica el esfuerzo, por ejemplo, de levantar a quince o veinte metros de altura varios niveles —generalmente siete— para ganar espacio de siembra, sino por detalles astronómicos de orientación y funcionalidad. Como he dicho ya en varias entrevistas: cualquiera que haya estado en Monte Albán o Cantona, en México, reconocería las similitudes. Quien no haya estado —y observé que algunos detractores de la antigüedad de las mismas ni siquiera conocían de oídas esos sitios arqueológicos— no puede estimar la sorpresa que esa similitud genera.
Si admitimos la «remota antigüedad» que el mismo Heyerdahl y su equipo de estudiosos le asignaban, ¿quiénes fueron entonces sus constructores?
Si miramos a los pobladores autóctonos, parece poco posible… en principio. Aquí debo compartir una sorpresa que mi propia ignorancia encontró en el terreno. Estamos acostumbrados a nombrar como «guanches» a los pobladores de las islas Canarias anteriores a la llegada de los españoles pero, en puridad, «guanches» eran solamente los habitantes de la isla de Tenerife, mientras que los autóctonos de la isla de Hierro eran los «bimbaches», de La Palma «benahoaritas» y de Fuerteventura y Lanzarote, «majos».
Otro detalle importantísimo: no solamente la evolución social y tecnológica era bien distinta en cada isla; mientras en Lanzarote construyeron poblados y centros ceremoniales geométricos con paredes de piedra, en Tenerife simplemente vivían en cuevas. También es distintivo que se trata de diferentes tipos humanos: más protomediterranoide en Lanzarote y Gran Canaria, más neandertalense en Gomera. Y, como si esto no bastara, distintos dialectos y diferentes tipos de petroglifos con los que se expresaban, indicativos de niveles de evolución cultural y social bien diferenciada.
Pero la gran pregunta es, para mí: ¿cómo estando tan próximas unas a otras estas islas —sobre todo comparando esas distancias con la mínima hasta el continente africano, de donde se supone habrían provenido— no se influyeron mutuamente? Ello simplemente porque casi no tuvieron contacto: es muy interesante que todo apunte a señalar que si bien cada isla sabía de la existencia de poblaciones en las otras, no tuvieron mayor interés en interactuar, como si desde tiempos remotos desconfiaran o se excluyeran mutuamente.
Y ello lleva a otra enorme pregunta: si como dicen los arqueólogos arribaron en algún momento alrededor del siglo V antes de Cristo, por mar obviamente, ¿cómo era posible que a la llegada de los europeos desconocieran absolutamente todo de navegación? Eran excelentes nadadores y pescadores, pero costeros. Y recordemos que si bien el Reino de Castilla sentó sus reales allá por 1402, ya griegos, fenicios y otros pueblos del mar le visitaban, según ciertos estudios, aún mucho antes que ese siglo V antes de Cristo que el academicismo adopta, tal vez desde el 1.000 a.C. o más. Incluso, las visitas continuaron en tiempos de los vikingos y, claro, los españoles sentaron sus reales y la colonizaron. Hablando de «colonizar», a los habitantes de La Gomera le llaman también «colombinos» porque esa fue la isla donde se detuvo unos días Colón en su viaje a América.
Esto abona la «presunción Atlántida»; suponer que las etnias primitivas en las islas son los remanentes supérstites del hundimiento de ese continente. Pero sobre esto regresaremos más tarde. Volvamos a las pirámides.
Más que piedras amontonadas
Sé que sería mínimamente pedante especular y atribuirme respuestas a este enigma con una breve visita. Pero me permitiré, en cambio, acentuar algunas preguntas, especialmente de cara a quienes sostienen —sin ir más lejos, los catedráticos de la tinerfeña Universidad de Laguna— que se trata de «maniobras agrícolas tardías», donde «los agricultores apartaban y amontonaban las piedras que liberaban de sus campos de labranza».
¿«Apartaban las piedras»… y las ordenaban en perfectas, simétricas pirámides escalonada, incluso, con bien consolidadas escalinatas de acceso a la parte superior? ¿«Amontonaban las piedras», y en una de ellas dejan accesible la gruta subterránea (conocida como «Chacona») al igual que en las ya conocidas pirámides mayas y toltecas, construidas sobre grutas naturales para aprovechar las mismas, ya sea con fines místicos, ya ceremoniales?
Su simetría, su alineación astronómica con el solsticio, todo eso está ahí. ¿Cómo encaja entonces, las ulteriores «evidencias científicas», como los pretendidos «restos más contemporáneos» que se dice fueron hallados en el basamento de una de ellas?
Lo siento, desconfío plenamente: estoy convencido que esa «evidencia» fue plantada… Antes de reírse; si ustedes saben cómo policías o miembros de la Justicia han plantado evidencias en escenas del «crimen», ¿qué me dirán? ¿Qué los sacrosantos científicos son incapaces de hacerlo, aún cuando las teorías que han defendido toda su vida —y sobre las que se construye su vida y su comodidad académica— estén en peligro?
Heyerdahl tenía razón
Estudiando las pirámides de Güimar, Heyerdahl sospechó que las mismas eran demasiado «americanas» en su concepción, atreviéndose a preguntarse si no estaríamos en presencia de navegantes americanos precolombinos que pudieron traer su cultura y su arquitectura a Tenerife en algún punto de una arcaica línea temporal.
Leyendo al noruego se percibe su imagen de civilizaciones del mar, donde las diferencias culturales y fronterizas eran sólo especulativas, cruzando los océanos en una y otra dirección de forma rutinaria a través de los milenios.
Fue en Tenerife, precisamente, donde tuve mi oportunidad personal de fortalecerme en el convencimiento que Heyerdahl tenía razón, no con un «descubrimiento» propio —pues como se verá el lugar ya es conocido— sino con una interpretación personal de ese hallazgo. Razón de, cuando menos, sostener que el poblamiento de las Canarias se había realizado —o había recibido un aporte cultural— desde el Oeste, desde Occidente. Heyerdahl sospechaba de americanos ancestrales; yo me permito arriesgar más y preguntarme si no se trató de Atlantes.
Antes de introducirles en esa interpretación personal que les señalaba, basada en un descubrimiento arqueológico fehaciente, permítame traer aquí la memoria de otro gran estudioso injustamente poco conocido: Albert Slosman. Matemático francés, nacido en 1925 y fallecido prematuramente en 1981 —a consecuencia de un simple accidente que, debida a la frágil salud que le acompañó toda su vida, le impidió recuperarse del mismo—, fue un verdadero iconoclasta de la Arqueología tradicional.
Brevemente, podemos apuntar que toda su vida trabajó en busca de evidencias en el terreno tanto de la existencia de un Monoteísmo perdido desde el comienzo de las civilizaciones, como de las pruebas de un «cataclismo global» donde la Tierra invirtió su posición —habiendo estado, según sus recopilaciones, el Polo Norte en el actual Sahara—, y en proceso del cual un continente, que identificó jeroglíficamente en monumentos egipcios como «Ahá – Men – Ptah», habría desaparecido, aunque algunos grupos de sacerdotes, sabios y algo del pueblo pudo ponerse a salvo huyendo tempranamente, arribando a tierra cercana, lo que en esos textos se llamaba «Ta – mana», y es la actual Marruecos. Entre los bereberes se conserva la tradición que sus propios antepasados procedían del mar, al Oeste, de una tierra perdida.
No abundaré en las controvertidas tesis de Slosman, que ameritan estudiarse. Pero permítanme señalar que, si nos permitimos cambiar nuestro paradigma mental a la luz de esa leyenda beréber que he comentado, entonces la versión «oficial» de la Arqueología sobre el poblamiento de Canarias, sin dejar de tener su valor, adquiere otra dimensión.
Como ya he dejado escrito, el academicismo sostiene que la población original de, cuando menos, Tenerife se debería a una antigua migración beréber —a tenor de las correspondencias entre éstos y los hallazgos antropológicos guanches—. ¿Y qué pasaría si hacemos la lectura «al revés», es decir, sostenemos que la correspondencia entre guanches y bereberes no es porque los bereberes hayan migrado a Tenerife sino porque una raza común llegó primero a Tenerife y de allí migró a África? Observen cualquier mapa: si se proviene de Occidente, antes de arribar a costas de Marruecos debe pasarse por Canarias.
Y vamos ahora al tan prometido hallazgo.
Fuimos allá con los amigos Josep González y el local, circunstancial guía, Leoncio Montes de Oca. Se trataba de ascender a un «roque» (llaman «roque» a los ductos de lava maciza que quedan de volcanes o chimeneas luego que la erosión elimine el recubrimiento pétreo) camino al pueblo de San Lorenzo. Allí, a la derecha del camino, a medida que nos alejábamos de la costa, se levantaba, no muy alto aunque sí, significativamente escabroso.
Aún tenía complicaciones y dolores con mi esguince en el pie izquierdo, accidente colateral, un par de meses antes, de mi descenso a la Cueva de Los Tayos en Ecuador, de manera que al principio pensé que no me iba a ser posible subir al mismo. ¿El objetivo? Ciertos petroglifos y «litófonos» que Leo nos había comentado había en la cima (un «litófono» es una roca que por su composición, fuertemente metalífera, como el «basalto campana», tiene sones metálicos cuando se la golpea).
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De modo que allí se adelantaron Leo y Josep. Pero tras unos minutos de descanso, la sempiterna mezcla de orgullo y tozudez me dijo que, sí, que si me esforzaba, podría. Y arrastrando por momentos mi lastimado pie, me puse en camino. Costó —y dolió— pero mis compañeros de aventura pronto me vieron aparecer trepando como una araña lastimada entre las rocas.
Frente a lo que encontré, nunca me habría perdonado no hacerlo.
En la cima del roque, con el Este a mis espaldas, un grupo de rocas —una mayor al frente, dos menores a los lados— que al ser golpeadas emitían verdaderas notas musicales en una escala tónica. Por un momento no pude dejar de pensar en una batería, con la distribución habitual de tambores y redoblantes para comodidad del percusionista. Eran los «litófonos». Su función, evidentemente, o ceremonial o comunicacional, o ambas.
Leo nos comentó que había otros, en distintos puntos de la isla, entonces pude imaginar todo un sistema de «telégrafo sonoro», transmitiendo mensajes de un clan a otro.
Por cierto, hay que admirarles el esfuerzo. Porque evidentemente esa roca no es natural de ese punto (la cima del roque). El resto no lo era, y sólo volvimos a encontrar esa clase de «basalto campana» al descender del mismo. Esto supone el inmenso trabajo de llevar cuesta arriba bloques de entre metro y medio de largo, ancho y alto hasta uno de tres metros por dos por uno. Imaginen el peso.
Pero luego fijamos la atención en los petroglifos. Están al pie de la roca mayor, de modo que yo, los petroglifos, la gran roca litófona y el Oeste formábamos una sola línea. Aquí lo reproduzco pero, para mayor claridad, vean un cuadrado, atravesado por dos diagonales, sobre el cual se encuentra una línea horizontal arriba de la cual hay un semicírculo a imagen de un Sol saliente. Analicemos.
En general en todos los horizontes culturales —aún más en América— un cuadrado con dos diagonales cruzándolo —o más líneas rectas que pasan siempre por el centro— tiene, unívocamente, una interpretación: «mi casa» , «la casa del jefe», «el lugar donde vivo».
Los vemos, por ejemplo, entre los «arawaks» de la actual Colombia. Ahora bien, sobre él, la imagen del Sol naciente… o poniente. Y que es ésta la interpretación lo constata la ubicación cardinal de quien está de pie mirando el conjunto. Nuevamente, si miro los petroglifos a mis pies, y sobre «mi casa» observo el «sol poniente» y continúo elevando la vista, miraré hacia el horizonte, en el mar, donde con mucha aproximación se oculta el sol todos los días. Creo que la interpretación está muy clara. En ese lugar, sacerdotes, haciendo sonar las rocas litófonas, honraban a su lugar de procedencia: al oeste, hacia el lugar —los imagino— en el momento en que el astro rey se sumergía en el horizonte.
Y no se dejen engañar por la aparente «simpleza» de los mismos, sean que puedan suponer que resulten «cualquier cosa» o tal vez, trazos recientes. Su antigüedad está constatada. Y recuerden que al principio de esta nota expliqué cómo el desarrollo ideográfico en petroglifos era marcadamente diferente entre las islas Canarias. Éste, de líneas rectas, es típicamente guanche.
El gran punto. ¿América, como sospechaba Thor Heyerdahl? —quien, por lo que sé, no conoció este punto específico que describo aquí—. ¿O Atlántida?
Por Gustavo Fernández. Edición: MP
https://mysteryplanet.com.ar/site/las-piramides-de-guimar-en-tenerife-y-su-posible-conexion-con-atlantes-o-americanos-ancestrales/.