En el caso del ser humano, el paso del tiempo nos enfrenta a uno de los hechos inevitables de la existencia que es, al mismo tiempo, uno de los más difíciles de comprender: el fin de la vida. Dice Sigmund Freud, en El malestar en la cultura, que precisamente el cuerpo propio es una de las tres fuentes garantizadas de sufrimiento, pues por su propia constitución se encuentra “destinado a la ruina y la disolución”.
Las palabras son graves, pero certeras. Que el tiempo transcurra implica que nuestro cuerpo decae y se desgasta, hasta que inexorablemente llega a su límite. Una certeza que, curiosamente, pasamos buena parte de nuestra vida intentado ignorar o, mejor dicho, eludir. Frente a la certeza del envejecimiento y la muerte preferimos mirar hacia otro lado, a veces justificadamente, pues un pensamiento obsesivo sobre nuestro propio fin podría conducir a la enfermedad y acaso incluso la locura, pero a veces también por una forma también patológica de distracción, que nos impide tomar consciencia de nuestra propia finitud.
En 1934, a poco de cumplir 55 años de edad, Albert Einstein se comunicó a través de una carta con Élisabeth de Baviera, a la sazón reina de Bélgica, en tanto esposa de Alberto I. Uno de los rasgos más distintivos de Élisabeth fue que a lo largo de su vida cultivó el interés en distintas disciplinas artísticas y científicas, siendo ella misma reconocida como una gran melómana y aun escultora.
Una forma que adquirió ese interés fue, de hecho, el contacto con algunas de las personalidades más destacadas de su época de las áreas mencionadas. Élisabeth mantuvo una relación cercana con escritores y artistas como Émile Verhaeren, Maurice Maeterlinck, Colette, Jean Cocteau, los violinistas Eugène Ysaÿe y Yehudi Menuhin, entre otros. Y en el caso de la ciencia, tejió un lazo de afecto nada menos que con Albert Einstein.
Albert Einstein y la reina Élisabeth de Bélgica, ca. 1930
De esa relación surgieron varios gestos de amistad, siendo uno de los mas significativos la misiva mencionada anteriormente, que Einstein envió a la reina en un momento particularmente difícil para ella, pues fue justamente en 1934 cuando Alberto I murió a causa de un accidente de alpinismo.
En medio de esa pena, Élisabeth buscó en su amigo palabras de consuelo. Einstein le respondió con estas palabras:
La Sra. Barjansky me ha contado lo mucho que le hace sufrir la vida en sí misma y lo aturdida que está por los golpes indescriptiblemente dolorosos que le han sobrevenido.
Y, sin embargo, no debemos afligirnos por quienes se nos han ido en la plenitud de su vida después de años felices y fructíferos de actividad, y que han tenido el privilegio de cumplir en toda su extensión su tarea en la vida.
Hay algo que puede refrescar y revivir a las personas mayores: la alegría por las actividades de la generación más joven; una alegría, sin duda, que se ve empañada por oscuros presentimientos en estos tiempos inestables. Y, sin embargo, como siempre, el sol de la primavera trae una nueva vida, y podemos alegrarnos por esta nueva vida y contribuir a su desarrollo; y Mozart sigue siendo tan bello y tierno como siempre fue y siempre será. Después de todo, hay algo eterno que está más allá de la mano del destino y de todos los engaños humanos. Y tales eternidades están más cerca de una persona mayor que de una más joven que oscila entre el miedo y la esperanza. A nosotros nos queda el privilegio de experimentar la belleza y la verdad en sus formas más puras.
Para fines de explicación cabe mencionar que la “Sra. Barjansky” mencionada al inicio del fragmento es Catherine Barjansky, escultora de origen ucraniano que fue maestra de Élisabeth en dicha materia.
Como vemos, el mensaje que dedicó Einstein a su amiga ofrece un refugio en medio de la tempestad, esa tempestad creada por la combinación de duelo, la pena y la constatación del paso del tiempo. En medio de la cual, inesperadamente, el científico pudo señalar algunos puntos de los cuales asirse: la belleza, la verdad y sobre todo la relación entre la plenitud y la continuidad de la vida. Después de todo, como regla general hay cosas que deben terminar para dar paso a otras nuevas. En el fondo, Einstein llama a la reina de Bélgica a encontrar alegría en ese ciclo necesario e imparable de la vida.
Como último apunte señalamos que la carta de Albert Einstein a la reina Élisabeth de Bélgica está citada en el libro Einstein’s God: Conversations About Science and the Human Spirit, de Krista Tippett.
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