Como costumbre social, sólo se realizaba en quienes eran destinados desde su nacimiento a ser gobernantes, sacerdotes o chamanes. Esto significa sólo una cosa: que, simbólicamente, se asociaba el poder y el conocimiento a la deformación craneal. ¿Un poder venido o legado de las estrellas acaso?
El tema es ciertamente conocido: periódicamente se presenta al público el hallazgo de cráneos con evidente deformación craneal artificial, ya sea braquicéfala (vista de frente, más ancha que alta) o dolicocéfala (la deformación más larga hacia atrás y arriba); y se ha teorizado sobre su relación con visitantes extraterrestres, por lo que volver sobre el particular puede no significar para algunos lectores una idea novedosa. Sin duda, eso será correcto; más quisiera resérvame la ocasión de aportar algunas observaciones.
En el tema de la deformación craneal debemos hacer, en primer lugar, una distinción: los cráneos ya naturalmente —diríamos, de nacimiento— de aspecto «deforme» —según cánones convencionales— y los deformados «ex profeso», tras el nacimiento. De los primeros un buen ejemplo son los de Paracas. De ello se ha hecho un debate extensísimo y por momento violento, ya que su sola presencia los ubica como restos no humanos. Inclusive si los tomamos como veraces —cosa que hoy no estoy en condición ni de afirmar ni de refutar—, la sola ausencia de la sutura sagital (línea de unión de los dos parietales, por ello también se le llama «interparietal»), que quizás si se tratara de un caso aislado podría plantearse como una anomalía genética, habla a las claras de una subespecie con identidad propia.
Pero aquí vamos a señalar el otro caso; cráneos definitivamente humanos deformados durante los meses siguientes al nacimiento.
No existe mucho conocimiento general que se ha tratado de una práctica extendida en casi todo el mundo; aparece en África en la República del Congo, en las islas Nuevas Hébridas, en Vainautu, entre los olmecas —precisamente, hace años una familia amiga me gratificó regalándome una estatuilla de cerámica, de 8 cm de alto y aproximadamente del 600 a.C., hallada en una excavación en San Lorenzo Tenochtitlán, en el estado mexicano de Veracruz cuya foto acompaño, en la cual se aprecia claramente la deformación craneal—, los nativo americanos, los mongoles, etc.
No obstante, cabe destacar que no era una práctica accesible para cualquiera; como costumbre social, sólo se realizaba en quienes eran destinados desde su nacimiento a ser gobernantes, sacerdotes o chamanes. Esto significa sólo una cosa: que, simbólicamente, se asociaba el poder y el conocimiento a la deformación craneal.
El procedimiento señalado, por lo común, era muy similar: a la criatura, a días de nacer, se le comprimía, o bien lateral o bien frontalmente y occipitalmente el cráneo con tablillas, que se ceñían fuertemente con vendajes empapados en mezclas de hierbas que impedían la irritación de la piel. Todos los días, se aflojaba el vendaje, se volvía a ajustar y cada ciertas semanas, se variaba o bien la ubicación de las tablillas o bien el ángulo de inclinación de las mismas. A los pocos meses, el vendaje se reforzaba con un entramando de hilos metálicos o de ramas delgadas y verdes, y así se continuaba hasta el segundo año de vida aproximadamente. A partir de allí, el crecimiento natural del individuo extrapolaba dicha deformación.
Hay otro detalle de interés. Si bien como escribí esta costumbre se encuentra en todo el mundo y en lapsos temporales muy amplios —inclusive hasta la actualidad— y, de hecho, arqueológica y antropológicamente se remonta a tiempos arcaicos, no se encuentra huella de los mismos anteriores al 3.000 a.C.
Como ustedes recordarán, ya he señalado que alrededor del 3.600 a.C. ocurre un verdadero quiebre en la historia de la humanidad: es aproximadamente la época en que —sospecho— no sólo fuimos visitados masivamente por una civilización extraterrestre sino que la misma permaneció e interactuó con la Humanidad, y quizás hasta se fusionó por un tiempo con nosotros, transformándose los visitantes en «maestros» y «guías» hasta que, tal vez un milenio más tarde, emigraron nuevamente.
Recapitulemos:
- 3.440 a.C.: comienzo de la cronología maya.
- 3.760 a.C.: comienzo del mundo según el judaísmo.
- 3.150 a.C.: datación académica de comienzo de la civilización egipcia.
- 3.500 a.C.: escritura sumeria.
- 3.300 a.C.: comienzo civilización india.
- 3.500 a.C.: Stonehenge.
- 3.500 a.C.: fundación de Caral.
- 3.200 a.C.: inicio cultura Olmeca.
Si bien puede discutirse algunas fechas en algo más o menos, lo que quiero señalar es, justamente, esa «bisagra» alrededor de ese momento en la línea del tiempo. Y es allí cuando comienza a instalarse —insisto; en todo el mundo— la deformación craneal como símbolo de estatus, pero un estatus específico y funcional.
Estas fechas son también interesantes porque, nuevamente de manera global, comienza a surgir el concepto de «linaje» o «dinastía» —especialmente para los gobernantes—. Antes, se accedía al rango por fortaleza: guerreros victoriosos, ancianos sabios. Es a partir de ese momento cuando la «sangre azul» de la aristocracia se impone al punto de condicionar la evolución propia de la Historia.
A propósito, siempre me resultó curioso eso de «sangre azul». ¿Por qué la humanidad asocia la autoridad genética con un color de sangre diferente a la habitual? O no tan diferente: quienes hemos recorrido el lago Titicaca y las alturas de los Andes, encontramos numerosos habitantes cuyo color de piel es literalmente morado, debido a la alta concentración de hemoglobina en la sangre, lo que facilita el transporte del oxígeno en alturas donde el mismo escasea en la atmósfera. La sangre azul de esa aristocracia, ¿señalará la procedencia de un planeta con menor concentración de oxígeno en su atmósfera que en el nuestro?
Como comentario final, déjenme señalar que si bien el volumen del cráneo no necesariamente significa mayor inteligencia —ya que ésta depende del mayor número de sinapsis neuronales y de mayor cantidad y profundidad de circunvoluciones cerebrales (el cerebro de una ballena es de mayor tamaño que el de un humano pero eso no la hace intelectualmente superior)— sin duda una civilización extraterrestre visitándonos debe, o habría debido tener, mayor inteligencia: su sola presencia en nuestro planeta era prueba de ello. Si a la vez esa civilización tiene cráneos más desarrollados, eso se traduciría en una espontánea —aunque errónea— relación entre volumen craneal e inteligencia.
Aún hoy, la expresión —para emplear un argentinismo— «¡Qué bocho!» (por gran cabeza) acompañada del gesto de manos a ambos lados de la misma como señalando un tamaño más grande, es habitual para referirnos a congéneres que consideramos muy inteligentes.
Todo esto, sin caer en las descripciones de supuestos tripulantes de OVNIs, generalmente —cuando menos en la tipología más pequeña— señalados como de cabezas muy voluminosas sobre cuerpos enclenques.
Por Gustavo Fernández. Edición: MP.