Albert Einstein es fuera de toda duda una de las mentes más admirables de la humanidad. Sus logros fueron sobre todo en el campo de la ciencia, pero con el tiempo, sus intereses y su propia curiosidad se ampliaron hacia otras áreas de conocimiento y podría decirse que incluso de lo humano en general.
No deja de ser interesante que, contrario a lo que sucede ahora y desde hace algunas décadas, Einstein haya incursionado en otros ámbitos, en buena medida bajo la motivación y el propósito de formarse una postura frente a la vida y los problemas de la condición humana.
Un buen ejemplo de ello es el texto que el físico escribió en 1930 para el número de octubre de la revista The Forum, titulado originalmente “Lo que creo” (“What I Believe”; accesible en este enlace). Poco después este texto fue incluido en el libro Living Philosphies, publicado en 1931 (accesible en este enlace). Con el tiempo también se ha conocido con el título «El mundo tal como yo lo veo».
El ensayo es una especie de declaración de principios a propósito de cuestiones como la condición humana, sus dilemas, la vida en sociedad, la forma de gobierno más conveniente, algunos “vicios” tanto personales como colectivos que haríamos bien en erradicar, la religión y otros.
A continuación lo transcribimos íntegramente y en una traducción original.
LO QUE CREO
Extraña es nuestra situación aquí en la Tierra. Cada uno de nosotros viene por una breve visita, sin saber por qué, aunque a veces parece que intuimos un propósito.
Sin embargo, desde la perspectiva de la vida diaria, hay algo que sí sabemos: que el ser humano está aquí por el bien de sus semejantes, sobre todo por aquellos de cuya sonrisa y bienestar depende nuestra propia felicidad, y también por las innumerables almas desconocidas con cuyo destino estamos unidos por un vínculo de simpatía. Muchas veces al día me doy cuenta de lo mucho que mi propia vida exterior e interior se basa en el trabajo de mis prójimos, tanto vivos como muertos, y de lo mucho que debo esforzarme para dar a cambio tanto como he recibido. Mi paz mental se ve a menudo perturbada por la deprimente sensación de que he tomado prestado mucho del trabajo de otras personas.
No creo que podamos tener ninguna libertad en el sentido filosófico, ya que actuamos no sólo bajo la coacción externa, sino también por necesidades internas. La frase de Schopenhauer: » Una persona puede seguramente hacer lo que quiere, pero no puede decidir lo que quiere», se impuso en mí en la juventud y siempre me ha consolado cuando he presenciado o sufrido las dificultades de la vida. Esta convicción es un semillero de tolerancia, ya que no nos permite tomarnos a nosotros mismos o a los demás demasiado en serio; más bien nos hace tener sentido del humor.
Reflexionar interminablemente sobre la razón de la propia existencia o sobre el sentido de la vida en general me parece, desde un punto de vista objetivo, una auténtica locura. Y, sin embargo, todo el mundo tiene ciertos ideales por los que guía su aspiración y su juicio. Los ideales que siempre han brillado ante mí y me han llenado de alegría de vivir son la bondad, la belleza y la verdad. Hacer de la comodidad o la felicidad una meta nunca me ha gustado; un sistema de ética construido sobre esta base sólo sería suficiente para un hato de ganado.
Sin la sensación de colaborar con seres afines en la búsqueda de lo siempre inalcanzable en el arte y la investigación científica, mi vida habría estado vacía. Desde la infancia he despreciado los límites comunes que tan a menudo se imponen a la ambición humana. Las posesiones, el éxito exterior, la publicidad, el lujo, para mí siempre han sido despreciables. Creo que un modo de vida sencillo y sin pretensiones es lo mejor para todos, lo mejor para el cuerpo y la mente.
Mi apasionado interés por la justicia social y la responsabilidad social siempre ha contrastado curiosamente con una marcada falta de deseo de asociación directa con hombres y mujeres. Soy un caballo para el arnés individual, no estoy hecho para el trabajo en tándem o en equipo. Nunca he pertenecido de todo corazón al país o al estado, a mi círculo de amigos o incluso a mi propia familia. Estos lazos siempre han ido acompañados de un vago distanciamiento, y el deseo de encerrarme en mí mismo aumenta con los años.
Dicho aislamiento ha sido a veces amargo, pero no lamento estar separado de la comprensión y la simpatía de otras personas. Sin duda, pierdo algo con ello, pero me compensa el hecho de ser independiente de las costumbres, opiniones y prejuicios de los demás, y no me siento tentado a apoyar mi paz mental en fundamentos tan cambiantes.
Mi ideal político es la democracia. Todos deberían ser respetados como individuos, pero nadie debería ser idolatrado. Es una ironía del destino que se me haya colmado de tanta admiración y estima no merecidas. Tal vez esta adulación surge del deseo insatisfecho de la multitud de comprender las pocas ideas que yo, con mis débiles facultades, he avanzado.
Sé muy bien que para alcanzar cualquier meta definida es imperativo que una persona piense y dirija y cargue con la mayor parte de la responsabilidad. Pero los dirigidos no deben ser conducidos, y se les debe permitir elegir a su líder.
Me parece que las distinciones que separan las clases sociales son falsas; en última instancia, se basan en la fuerza. Estoy convencido de que la degeneración sigue a todo sistema autocrático de violencia, pues la violencia atrae inevitablemente a los seres moralmente inferiores. El tiempo ha demostrado que a los tiranos ilustres les suceden los canallas.
Por esta razón, siempre me he opuesto apasionadamente a regímenes como los que existen hoy en Rusia e Italia. Lo que ha desacreditado las formas europeas de democracia no es la teoría básica de la democracia en sí, que algunos dicen que es la culpable, sino la inestabilidad de nuestro liderazgo político, así como el carácter impersonal de los alineamientos de los partidos.
Creo que aquellos en los Estados Unidos han dado con la idea correcta. Se elige a un presidente por un tiempo razonable y se le da suficiente poder para que cumpla adecuadamente con sus responsabilidades. En el gobierno alemán, en cambio, me gusta que el Estado se ocupe más del individuo cuando está enfermo o desempleado. Lo que es verdaderamente valioso en nuestro ajetreo de la vida no es la nación, diría yo, sino la individualidad creativa e impresionable, la personalidad -la que produce lo noble y lo sublime mientras el rebaño común permanece embotado en el pensamiento e insensible en el sentimiento.
Este tema me lleva a ese vil vástago de la mente de rebaño: la detestable milicia. El ser humano que disfruta marchar en línea y en fila al compás de la música cae por debajo de mi desprecio; recibió su magnífico cerebro por error; la médula espinal habría sido más que suficiente. Ese heroísmo en el mando, esa violencia sin sentido, ese maldito bombardeo de patriotismo, ¡cuán intensamente los desprecio! La guerra es vil y despreciable, y prefiero ser despedazado antes que participar en tales actos.
Tal mancha sobre la humanidad debería ser borrada sin demora. Pienso lo suficientemente bien de la naturaleza humana como para creer que habría sido borrada hace mucho tiempo si no se hubiera corrompido sistemáticamente el sentido común de las naciones a través de la escuela y la prensa por razones comerciales y políticas.
Lo más bello que podemos experimentar es lo misterioso. Es la fuente de todo arte y ciencia verdaderos. Aquel a quien esta emoción le resulta extraña, que ya no puede detenerse a maravillarse y quedarse embelesado, está como muerto: sus ojos están cerrados. Esta percepción del misterio de la vida, unida al miedo, también ha dado lugar a la religión. Saber que lo que es impenetrable para nosotros existe realmente, manifestándose como la más alta sabiduría y la más radiante belleza que nuestras apagadas facultades sólo pueden comprender en sus formas más primitivas, este conocimiento, este sentimiento, está en el centro de la verdadera religiosidad. En este sentido, y sólo en este sentido, pertenezco a las filas de los hombres devotamente religiosos.
No puedo concebir un Dios que premie y castigue a sus criaturas, cuyos propósitos se ajusten a los nuestros, un Dios, en definitiva, que no sea más que un reflejo de la fragilidad humana. Tampoco puedo creer que el individuo sobreviva a la muerte de su cuerpo, aunque las almas débiles alberguen tales pensamientos por miedo o por ridículo egoísmo.
Me basta con contemplar el misterio de la vida consciente que se perpetúa a lo largo de toda la eternidad, con reflexionar sobre la maravillosa estructura del universo que podemos percibir tenuemente, y con intentar comprender humildemente aunque sea una parte infinitesimal de la inteligencia que se manifiesta en la naturaleza.
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