El término privatización se usa de manera enfática por parte de ciertas izquierdas para denominar a un fenómeno bastante incierto, a saber, el proceso por el cual ciertas funciones del Estado pasan a ser ejercidas por particulares o empresas privadas. La queja podría tener fundamento, pero tiene muy escaso tino pues el continuo crecimiento del perímetro del Estado es argumento más que suficiente para probar que no hay que temer gran cosa de estos demonios. Sin embargo, los mismos que claman contra toda clase de supuestas privatizaciones se cuidan muy mucho de evitar la privatización que tiene mayor importancia, la que se produce cuando los poderes y las agencias del Estado, y muy en especial los partidos políticos, se convierten en los agentes exclusivos y excluyentes de cualquier política.
Cuando los partidos se atribuyen en exclusiva la legitimidad política, privatizan en forma efectiva la soberanía que compete al conjunto de los ciudadanos. Esto es lo que hacen con rara eficacia al clausurar cualquier cauce de participación, al rehuir cualquier forma de debate civilizado, tanto en la sociedad civil como en el seno de sus organizaciones, lo que implica atentar directamente contra su misión constitucional, pero todo atajo les parece pertinente para convertir a sus líderes en los únicos sujetos capaces de acción política.
DE ESTA PRIVATIZACIÓN SURGE UNA DE LAS IDEAS MÁS TOTALITARIAS QUE PUEDAN CONCEBIRSE Y ES LA IDEA QUE SE EXPRESA EN EL CONVENCIMIENTO DE QUE “EL PARTIDO NUNCA SE EQUIVOCA”, QUE LA CULPA DE SUS ERRORES LA TIENEN LOS DEMÁS, Y POR ESO ESTA CLASE DE PARTIDOS JAMÁS RECTIFICA, NI SE PLANTEA PEDIR DISCULPAS U OFRECER EXPLICACIONES, PORQUE ESO ES ALGO QUE SE RESERVA PARA EXIGIRLO AL ENEMIGO
Los partidos son esenciales en el funcionamiento de la democracia, pero sus desviaciones configuran el mayor peligro que nos afecta porque desarticulan los hábitos esenciales en cualquier cultura basada en la libertad, y convierten la política en puro partidismo, en una búsqueda del poder y la victoria más allá de cualquier clase de razones y al margen por completo de los intereses reales y vividos de los ciudadanos. El hecho de que los partidos tengan un carácter cerrado, en contraste con el conjunto de la sociedad y por oposición a sus rivales, crea un peligro esencial, que es el de que desvíen y corrompan la función representativa que les da legitimidad mediante un proceso de expropiación/apropiación de la soberanía que conduce a una auténtica privatización de la política. Por su innegable poder, los partidos pueden pasar de ser un instrumento necesario de la democracia a ser un cauce excluyente, a apropiarse de cualquier clase de resortes con capacidad política, lo que suelen hacer apoderándose por la puerta de atrás, y con el dinero de todos, de los medios de comunicación social y corrompiendo el carácter apartidista de las instituciones básicas.
Cuando esto ocurre en democracias maduras, cabe esperar que las instituciones y quienes las dirigen sepan mantener la calma y defiendan a todo trance la limpieza de las reglas de juego, pero cuando el fenómeno afecta a democracias tan imperfectas como inmaduras, lo que es nuestro caso, las consecuencias pueden llegar a ser muy graves, y lo estamos viendo cada día. Se ha hecho normal, por ejemplo, que los partidos designen para lo que se supone que han de ser instituciones apartidistas a sus peones más furibundos, o que los líderes de los partidos escojan a su gusto y libre arbitrio los candidatos electorales en distritos de importancia, lo que demuestra, desde luego, que no creen demasiado en esa palabra con la que se llenan la boca.
La privatización de la política no es solo una consecuencia del éxito de la tendencia que se da en todas las organizaciones a que solo unos pocos, uno solo en el extremo, lo controlen todo, sino que significa un paso atrás en la línea de progreso en la que han surgido las democracias, en el esfuerzo por limitar los poderes y garantizar la libertad política de todos. En su forma más grave, este proceso conduce a convertir a los líderes en la antítesis de la forma abierta de vida que debieran ejemplificar, en ridículos soberanos de su corral. Cuando los procesos de privatización de la política no se limitan a un único partido, sino que se extienden al sistema en su conjunto, la democracia se pervierte en partidocracia, en una especie de nuevo feudalismo que pretende conservar la legitimación y los ropajes de la democracia pero que la falsea por completo.
Las consecuencias prácticas de esta privatización son muy graves. Veamos algunos fenómenos muy notables y que cada cual juzgue acerca de la responsabilidad de los partidos en su gestación, especialmente interesante sería que lo hiciese, en primer lugar, examinando la conducta del que considera como suyo. En primer lugar, la privatización de la política implica un alejamiento progresivo entre los ciudadanos y la clase política, fenómeno que se debe casi en exclusiva a la imagen que la clase política da de sí misma, como han hecho notar Víctor Pérez Díaz y Juan Carlos Rodríguez en las conclusiones del análisis que llevan a cabo en su más reciente libro[1] en el que atribuyen este distanciamiento a “tratar al adversario político como enemigo, niveles altos de corrupción, formas variadas de “ley del embudo”, debates políticos de sordos, la incapacidad de llegar a acuerdos básicos, etc.” que son conductas muy opuestas a las que más valoran los ciudadanos según lo indican las encuestas sobre el asunto.
Otra cara de este fenómeno la ofrece el grave proceso de banalización y encanallamiento del debate y del argumentario político, en el que los partidos recurren a expresiones soeces, epítetos miserables e innúmeros atentados a la lógica más elemental y a la buena educación. Este embarramiento de la disputa política es muy peligroso, además de intelectualmente deplorable, porque si bien es verdad que, hasta el momento, la sociedad española, en una muy amplia mayoría, no acepta caer en esta nueva guerra civil verbal, no sería sensato garantizar que de continuarse el tratamiento no nos viéramos en el caso de pasar de las palabras a los actos y de estos a la barbarie desatada.
La razón de fondo de este penoso ambiente moral se encuentra en la renuncia a persuadir que, a su vez, se basa en la desconfianza hacia los ciudadanos a los que se considera indignos de recibir buenas razones y, al tiempo, agentes que pueden poner en peligro, si se empieza a tenerlos en cuenta, el disfrute en solitario del poder político por las minorías bien organizadas y disciplinadas de los partidos.
En estas circunstancias se produce un fenómeno realmente digno de atención y es que en lugar de hacer posible que los partidos representen a los ciudadanos, lo que implica un esfuerzo ímprobo y una inteligencia nada menor, se trata de conseguir lo contrario, que los ciudadanos se arracimen en torno al partido, que vean el mundo por sus anteojeras, que lean sus periódicos y vean sus televisiones, que arrojen de su mente la funesta manía de pensar y la muy peligrosa tendencia a tener ideas propias. Los partidos privatizados dedican oficinas enteras a decir a sus afines lo que tienen que pensar y lo que ha de preocuparles, pero no se entretienen ni poco ni mucho en preguntarles qué piensan o qué les preocupa, porque para eso ya están ellos con sus docenas de asesores, incluso cuando se muestra que reclutan a muchos de ellos entre los más berzotas. La llamada habitual al voto útil es la mejor prueba de que a los partidos no les interesa otra cosa que su poder y el miedo que con él pueden causarnos.
De esta privatización surge una de las ideas más totalitarias que puedan concebirse y es la idea que se expresa en el convencimiento de que “el partido nunca se equivoca”, que la culpa de sus errores la tienen los demás, y por eso esta clase de partidos jamás rectifica, ni se plantea pedir disculpas u ofrecer explicaciones, porque eso es algo que se reserva para exigirlo al enemigo. La privatización de la política induce a pensar a las cúpulas del partido que ellos y solo ellos tienen la capacidad de proponer nuevas ideas, aunque, por lo general, se limite a repetir los eslóganes más gastados que el mundo haya podido escuchar, las promesas más brumosas, las mentiras mil veces desmentidas. Pero todo da igual cuando se es el propietario del partido, cuando se ha expulsado de la política a todo el mundo para que los más mediocres puedan presumir de su listeza y sean objeto de admiración por parte de las huestes a sus órdenes, siempre a la espera de mejor destino en la cucaña a la que solo ellos tienen acceso.
Que este tipo de política lleve ya un par de décadas haciendo que España siga al pairo en su paso por la historia no parece preocupar mucho a la mayoría de nuestros políticos, pero a los ciudadanos debiera convencernos de que no se puede seguir así, haciendo una política que no beneficia a nadie más que a los que disfrutan de sus rentas.
[1] Víctor Pérez Díaz y Juan Carlos Rodríguez, Cuarenta años después: la sociedad española, de un primer impulso a una larga pausa, Funcas, Madrid 2022.
Foto: Alexander Naglestad.