En nuestra época, la ausencia es quizá el fenómeno relacionado con el amor que más se discute, polemiza y, por supuesto, se sufre. En esto no somos originales, por supuesto, o no completamente, pues desde cierta perspectiva podría decirse que se trata de un asunto netamente humano, propio de las relaciones amorosas y aun del marco o la estructura en la que éstas se desarrollan. Aunque suene un tanto paradójico, se puede afirmar que la ausencia es un elemento fundamental de las relaciones de amor, imprescindible para éstas.
Con todo, ¡qué difícil aceptarlo así! En tanto herederos de los modelos primeros de amor, en donde, de hecho, la ausencia procura evitarse (pues cuidar de un niño exige la presencia continua del cuidador), en el camino a la madurez afectiva se impone la necesidad de elaborar conscientemente la ausencia como una realidad propia de las relaciones amorosas. Nadie puede estar todo el tiempo con otra persona y, por otro lado, pedirlo así es en el fondo una demanda imposible de satisfacer.
Uno de los pensadores que llegó a un entendimiento al mismo tiempo preciso y sensible de la ausencia fue Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso. A medio camino entre la experiencia subjetiva y la condensación de ésta en obras de la literatura, la filosofía, el psicoanálisis y la psicología, entre otras disciplinas, Barthes encontró algunos signos que le permitieron si no descifrar la ausencia, sí mostrarla, exponerla, con la delicadeza del orfebre que presume una de sus piezas mejor labradas y también con la exactitud del cirujano que ha extraído el órgano que enfermaba a su paciente.
Barthes dedicó un apartado de sus Fragmentos a “El ausente” y a la “Ausencia” en particular, de tan ineludibles que los consideró para diseccionar el discurso amoroso.
En éste, Barthes comienza señalando la relación íntima en el lenguaje entre la ausencia y el abandono, asegurando que cuando la ausencia se expresa, la intención manifiesta o velada es, a través de esta expresión, transformar la ausencia en “prueba de abandono”. Con esto Barthes sugiere que el amoroso experimenta la ausencia del ser amado primordialmente como un abandono.
Con todo, como decíamos anteriormente, la regresión a las sensaciones y emociones primitivas de la ausencia no es sostenible en otras edades fuera de la infancia, así que el amoroso se ve obligado a hacer algo con esa ausencia. Quizá, de todos los efectos que suscita el amor, el impulso a hacer es quizá el más interesante y aun el más importante. Hacer algo con esto que ocurre en mí, que me interroga, me anima, me entristece por momentos, me confunde…
Al respecto de la ausencia y el hacer que provoca, Barthes escribe:
A veces ocurre que soporto bien la ausencia. Estoy entonces «normal»: me ajusto a la manera en que «todo el mundo» soporta la partida de una «persona querida»; obedezco con eficacia al adiestramiento por el cual se me ha dado muy temprano el hábito de estar separado de mi madre —lo que no dejó, sin embargo, de ser doloroso (por no decir enloquecedor). Actúo como un sujeto bien destetado; sé alimentarme, mientras espero, de otras cosas que no vienen del seno materno. Si se soporta bien esta ausencia, no es más que el olvido. Soy irregularmente infiel. Es la condición de mi supervivencia; si no olvidara, moriría. El enamorado que no olvida a veces, muere por exceso, fatiga y tensión de memorias (como Werther). (Siendo niño, no olvidaba: jornadas interminables, jornadas abandonadas, en que la Madre trabajaba lejos; yo iba, al atardecer, a esperar su regreso a la parada del autobús Ubis , en Sèvres-Babylone; muchas veces pasaban los autobuses uno tras otro y ella no aparecía en ninguno).
De este párrafo vale la pena comentar la identificación entre la idea de presencia y el seno materno, la cual Barthes recupera del campo de la psicología. En este sentido, se trata de una imagen que ayuda a entender el grado de profundidad con que el sentimiento de ausencia se encuentra arraigado en al subjetividad humana.
En ese sentido, el hacer al que se obligado el sujeto para “no morir” frente a esa ausencia comienza entonces como un movimiento de vida, una respuesta para salir de la inacción y la melancolía hacia la elaboración y la metáfora.
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