Un trauma, por sí solo, es una herida cuyo elemento principal es la fragilidad y ruptura de un cuerpo, una psique, un concepto o una memoria. Se trata de una herida difícil de sanar, la cual tiene la capacidad de infectarse y de deteriorar el estado de una persona así como de sus seres cercanos. Un corazón roto, un asalto, un secuestro, un genocidio o la negligencia afectiva son eventos que tienen el poder de convertirse en un trauma que alteran tanto la psique como el cuerpo.
Que una herida, física o psíquica, no pueda sanarse, se debe a que el sistema está siendo constantemente atacado por niveles desmesurados de estrés. Es en ese momento que el cuerpo entra en un estado de supervivencia, como respuesta frente aquella situación que genera estrés y, por lo tanto, afectará procesos cerebrales, endocrinos e inmunológicos para lograrlo. Por otro lado, en caso de que el la psique o el cuerpo no sean capaces de manejar la cantidad ni la potencia del estrés, terminará por saturarse, creando una nueva línea basal (línea base, estabilidad orgánica) llamada «alostasis».
Cualquier persona que ha sufrido de un corazón roto sabe que el trauma no es estático. A veces podemos sentir un gran enojo en contra de aquella persona que, paradójicamente, logró que todos nuestros malestares desaparecieran (así fuera momentáneamente); en otras, nos inundan sentimientos como una tristeza profunda, un aburrimiento que parece imposible de revertir, incluso una necesidad inconsciente de autocastigo, los cuales conducen a un estado que anula toda vitalidad y tranquilidad. A veces el trauma parece haber desaparecido por completo, hasta que un día inesperado lo sentimos volver con toda su potencia.
Un trauma con esos efectos provoca que el cuerpo y la mente sufran de un equilibrio forzado en los límites de la piel (la alostasis): se eleva el ritmo cardíaco, se desarrollan malestares corporales, en ocasiones se sufre de ataques de pánico derivados de una hipervigilancia constante, el cuerpo se inunda de cortisol provocando migrañas, problemas con el sistema endocrino, alteraciones en la temperatura y en el cuerpo, dermatitis o inclusive síntomas como el asma o la parálisis parcial o total del cuerpo, o la sensación (inconsciente) de estar listo para huir o pelear en cualquier instante.
Los neurocientíficos han denominado a este estado autopreservación, el cual tiende a afectar a otras áreas de la mente y el cuerpo a fin de sobrellevar el trauma, generando efectos como:
- Dificultades para concentrarse o aprender
- Dificultades para relacionarse y mostrar o recibir afecto
- Síntomas de depresión y ansiedad
- Disociación entre cuerpo y mente (adormecimiento de una parte del cuerpo, etc.)
- Disociación de mente y mente (flashbacks, vivencia donde se está sin estar)
- Dificultad para regular emociones como la ira, el miedo o la tristeza
- Tendencia a exponerse constantemente a situaciones de riesgo y autosabotaje (como cuando en un deadline de un trabajo importante decidimos dormir en vez de invertir tiempo y energía en el proyecto)
- Sentir con especial potencia una mezcla de enojo, culpa, vergüenza, ansiedad, estancamiento, incomprensión, codependencia, miedo al abandono, frustración, fatiga crónica, etcétera.
En pocas palabras, nos encontramos rodeados de confusión, inocencia y vulnerabilidad debido a los efectos de una vida interrumpida, una herida que parece nunca curarse. Y la realidad es que estas experiencias traumáticas pueden ser irreversibles, ya que las nuevas experiencias se irán adquiriendo dentro de un formato del sistema dañado de la alostasis. En consecuencia, el trauma tendrá el poder de definir la existencia cuerpo-mente tanto de esa persona como de su descendencia. Es decir que un trauma puede afectar hasta a cuatro generaciones abajo de la propia.
Toda esta información se ve actualmente apoyada por la epigenética (término acuñado por Conrad Hal Waddington hace un poco más de 60 años), la cual se dedica a estudiar el conjunto de procesos químicos que modifican el ADN sin alterar su secuencia. De acuerdo con las premisas básicas de la epigenética, la constante interacción entre genes y ambiente crea bioquímicamente un mecanismo que altera positiva o negativamente procesos moleculares (cambios hormonales, celulares, sinápticos) así como la expresión genética y su devenir a futuro.
La realidad es que la expresión del genoma (es decir, el fenotipo) cambiará según las experiencias con el medio ambiente, y estos cambios epigenéticos se verán reflejados en la heredabilidad durante la procreación de una persona. Esto se descubrió en 1997, cuando, en un experimento con ratas, separaron a dos madres con sus respectivas crías. A una de ellas la sometieron a estímulos estresantes; a la otra, a estímulos de cuidados nutritivos. Los resultados fueron sorprendentes: las crías de la primera rata crecieron con la misma expresión del genoma estresante así como un desarrollo cerebral menor, mientras que las de la segunda no mostraron ningún indicio de anormalidad.
Fue entonces que a través de la neurociencia se aprendió a darle una representación válida (y por supuesto científica) a la heredabilidad del trauma. Esto significaba que los sobrevivientes de un genocidio –como el que sufrieron los pueblos originarios de América, el pueblo judío durante el Holocausto o la comunidad tutsi en Ruanda–, podrían ser capaces de transmitir el trauma a generaciones hasta el fin de los tiempos.
Al respecto, Bruce Perry, psiquiatra especialista en trauma crónico, señala:
Los cambios cerebrales responden a experiencias repetitivas y con patrones: mientras más repitas algo, más cuajada será la experiencia. Esto significa que toma tiempo acumular repeticiones, y por tanto la rehabilitación misma. Se requiere de paciencia para que estas repeticiones continúen. Entre más largo el período del trauma, o entre más extremo el trauma, se requerirá mayor número de repeticiones para recuperar el balance. […] Lo único que necesitan las personas que han sufrido trauma es sentirse seguros y amados.
Sin embargo, esta no había sido la primera vez que el término había entrado en el ámbito del estudio de la psique. Los neurocientíficos se vieron obligados a utilizar un concepto similar al empleado por Carl G. Jung, quien se encargó de fundar el término de «trauma intergeneracional».
Para Jung, un elemento fundamental en el trauma intergeneracional es la «proyección», concepto con el cual sugirió que la proyección traumática del inconsciente colectivo se encarga de transmitir y mantener activas las sensaciones anteriormente descritas a través de conexiones neuronales tempranas.
Esta especie de sinapsis intergeneracional se activa en el presente, produciendo conductas aprendidas por generaciones del pasado y que siguen siendo útiles en el aquí y en el ahora. Podríamos inclusive decir que es este inconsciente colectivo el encargado de brindar dichas conexiones a través de conceptos y símbolos (también llamados arquetipos) que cargamos con nosotros, y que hablan de experiencias de nuestros ancestros.
Cuando hablamos específicamente de experiencias traumáticas, estas proyecciones inconscientes distorsionan las conductas en el presente, reviviendo sentimientos que pertenecieron a la familia de origen en el momento del trauma. Sin embargo, los arquetipos no sólo transmiten las experiencias traumáticas de generaciones pasadas, también los aprendizajes y las experiencias para sobrevivir al trauma mismo. Es así que el inconsciente colectivo pone a nuestra disposición herramientas para volvernos resilientes al trauma y no sólo habituarnos a él.
Dado que la psique es sabia, el ser humano busca alternativas en lo arquetípico y en lo intuitivo para guiar al alma hacia un renacer con un nuevo enfoque cosmovisual: la ensoñación, lo místico, el anhelo de lo indómito, la creatividad, los verdaderos amores, son las experiencias y las enseñanzas fugaces que reproducen la belleza de la naturaleza, mismas que infunden en nosotros la confianza en el camino de la vida, en el conocimiento cada vez más profundo de nosotros mismos y en el Yo intuitivo innato.
Para lograrlo es indispensable iniciar con un estilo de reprogramación del cerebro a través del cambio de la narrativa del trauma mismo. Es decir, alterar el autoconcepto de víctima a resiliente como único método de supervivencia. Esto cambiará, en consecuencia, las sensaciones asociadas con esos eventos traumáticos, lo cual regenerará las conexiones neuronales (proyecciones). Esto a su vez modificará al cerebro de estado de supervivencia a modo de curiosidad, permitiéndole al inconsciente empezar el proceso de autocuración y resiliencia.
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