Cada partícula de materia,
en todos y cada uno de los instantes,
en todos los lugares,
no es más que el inexpresable resplandor del ser.
Torei Zenji
Desde muy pequeña, sentía y sabía que la aparente realidad de todo lo que me rodeaba no era nada consistente, a pesar de las supuestas certezas, compartidas por tanta gente, con las que se me presentaban las cosas. Algo se nos escapaba. Intuía que, subyaciendo a ese juego del que parecíamos estar todos tan convencidos y en el que vivíamos tan involucrados, debía de haber algo más hondo, puro y auténtico, a lo que empecé a llamar la verdad.
Recuerdo que, a los trece años, se me quedó grabada una frase de la Biblia que decía algo así como: «Lucha por la verdad hasta la muerte y el Señor tu Dios peleará por ti». Ya entonces, mi espíritu guerrero se sintió profundamente conmovido. Sí, lucharía por eso que sentía en la intimidad de mi corazón, sabiéndome apoyada nada menos que por Dios. Pero… ¿dónde encontrar esa verdad limpia y clara, libre de condicionamientos y de historias que me confundían siempre?
Ahora sé: aquí. La verdad no es algo por lo que luchar, nunca nos ha abandonado. Es la realidad profunda que subyace y sostiene todo, de la que todo surge. Es nuestra fuente y nuestra íntima esencia. Pero sí es cierto que, encontrarnos con ella, requiere soltar todo el lastre que le hemos superpuesto. Requiere mirar profundo y considerar este instante como el único espacio en el que puede ser encontrada. Esto convierte a este momento en sagrado, pues aquí, justo ahora, se nos ofrece una reinterpretación total de nuestra vida. Supone, para mí, considerar este instante como un verdadero templo.
¿Qué es un templo? Un espacio consagrado al encuentro con la divinidad, en el que se nos invita a aquietarnos y soltar nuestras historias de pasado y de futuro, todos nuestros conceptos y abrir nuestro corazón a lo inefable, a eso que solo el silencio puede revelar. Algunos lo llaman Dios y, en muchas religiones establecidas, se considera que Él mora en esos templos construidos por el hombre y consagrados a su devoción.
Para mí, esos templos son, simplemente, símbolos del verdadero templo vivo, siempre presente: la luz del ahora, que envuelve y sostiene todo lo que en su seno aparece.
Ningún templo construido por el hombre, por muy maravilloso que sea, puede ofrecernos la espaciosidad, la vida, la disponibilidad constante, que este instante nos otorga.
Nos cuesta creerlo, tanto hemos banalizado la vida, tanto hemos despreciado sus expresiones, tanto hemos juzgado lo que en ella se mueve… Y tanto hemos corrido detrás de algo más brillante, más trascendente o importante, algo que no podía estar aquí de ningún modo.
Y, sin embargo, ella, la vida, ha seguido latiendo siempre aquí, respirando aquí, vibrando, sintiendo, llorando y riendo, doliendo y abrazando, expresando una inmensa riqueza que nuestra mente ignoraba en su loca búsqueda de lo sagrado lejos de aquí. Ella, la vida, ese espacio profundo que todo lo sostiene, ahora y siempre, espera nuestro regreso al hogar. En esa carrera hacia otro tiempo, hemos olvidado la poderosa perspectiva de lo profundo que, si queremos, podemos imaginar como la luz que desciende sobre esa línea horizontal que recorremos. En su intersección, descubrimos el presente, inundado por la luz del ahora, el espacio vivo de la consciencia. Y este deviene, si lo aceptamos, nuestro templo natural en el que podemos aquietarnos en todo instante, dejar que nuestro corazón se apacigüe y contemplar, en el silencio, todo lo que va surgiendo. Esa cruz imaginaria, en cuyo centro se unen las dos perspectivas, la horizontal y la vertical, es nuestro templo. Acerquémonos a conocerlo.