Slavoj Žižek, filósofo y crítico cultural esloveno, ha sido llamado el “Elvis de la filosofía” y es una auténtica estrella académica. Una de sus posturas más controversiales es la que considera que el sistema de lo políticamente correcto es un encubrimiento de los verdaderos problemas. Y la opción de introducir una suerte de racismo consciente en la conversación, una gran opción.
Žižek no considera que las personas que tratan de ser políticamente correctas tengan una intención oculta o malvada, pero sí que ese sistema de corrección les impide llevar el verdadero problema a la superficie. A un lugar en donde el racismo, el sexismo y un largo etcétera pueden ser resueltos, en lugar de ser guardados bajo peligrosas capas de tolerancia. Al filósofo, el tema mismo de la tolerancia le parece engañoso.
La verdadera aceptación del “otro” queda truncada ante la falsa noción de la tolerancia. Una que para el esloveno traduce la dominación que permite el racismo en términos aceptados socialmente. Ser tolerante es absolutamente ambiguo y en realidad no lleva implícita la aceptación o el respeto que viene del conocimiento, más bien es un acto de “tolerar” que el otro exista, mientras esté a una distancia prudente. La tolerancia implica una aceptación a medias para cumplir con lo que la sociedad espera de nosotros. De nuevo, la corrección política.
Al conocer a alguien, en especial si la persona en cuestión es diferente, todo el peso de lo políticamente correcto cae invisible pero implacable sobre la conversación. Nadie quiere ofender a nadie y la tensión flota en la superficie de las cosas no dichas. Para Žižek, ninguna verdadera relación de intimidad surge sin abordar esos temas escabrosos, razón por la que defiende las bromas racistas como un gran método para romper el hielo.
Con las bromas racistas, el filósofo habla de un racismo ligero que permite reír de los prejuicios –propios y ajenos– en una conversación, pues hay más honestidad en abordarlos abiertamente que en negar que existen. Resolver la tensión del racismo implica, en gran medida, ponerlo sobre la mesa, llevarlo a la conversación. Sólo así podremos resolver los problemas reales en lugar de ocultarlos. Y nos evitaremos los discursos elegantes y educados que parecen no ofender a nadie, pero guardan más rechazo que una broma abierta.
Žižek plantea el sistema que nos obliga a ser políticamente correctos como una medida desesperada al saber que el problema real no puede ser resuelto. Una que vuelve socialmente inaceptable hablar del problema, y lo condena al ostracismo. El verdadero movimiento que venza al racismo sería uno que permitiera hacer exactamente las mismas bromas sin ser considerado racista.
Desde las conversaciones en grupos pequeños hasta los discursos políticos que tratan de ajustarse a los estándares de corrección, hay siempre un fuerte dejo de condescendencia. Žižek pone el ejemplo de una persona blanca que critica la sociedad de consumo actual y alaba a los indios nativos por su maravillosa visión holística y espiritual. En una lectura superficial, la persona en cuestión cumple con todos los parámetros sociales aceptables que traen consigo la idealización de una raza oprimida. Y en esa idealización condescendiente está el verdadero problema.
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