Me atrevería a decir que la mayor parte de eso que llamamos prácticas espirituales, cuando son vividas desde el yo separado, se convierten en modos de compensar el desequilibrio que supone vivir desconectados de nuestro ser, separados mentalmente de nuestra preciosa vida.
Tal distanciamiento, al ser tan artificioso, genera contracción, tensiones, falta de energía, cansancio, entumecimiento… sensaciones que no queremos sentir y que nos llevan a recurrir a todo tipo de ejercicios, procesos, rutinas y protocolos para liberarnos de ellas. Y a eso le llamamos con frecuencia “trabajo espiritual”, aunque también podríamos echar mano (como ya tantas veces lo hemos hecho) de cualquier tipo de adicción.
En el fondo, a través de todo ello estamos tratando de recuperarnos del malestar y el cansancio que supone abandonar nuestro Hogar natural, yéndonos a servir a otros “señores” a los que hemos dado mucho valor. Buscando el reconocimiento, la aceptación, el amor que no aprendimos a darnos, invertimos todas nuestras energías en conseguir eso en un aparente mundo externo. Y en ese movimiento sacrificado y forzado, las actividades que realizamos, las relaciones que mantenemos, las circunstancias que vivimos, quedan impregnadas de esa dolorosa impronta de la búsqueda, de una energía de esfuerzo cansino que nos desequilibra. De tal manera que, cuando después de nuestras prácticas meditativas nos reintegramos a esas ocupaciones cotidianas, automáticamente ingresamos en una frecuencia alienada en la que nos sentimos separados de nuevo, por muchos rituales espirituales que hayamos hecho.
Y es que, vivir verdaderamente desde el ser que somos, supone un compromiso mucho más profundo que dedicar algunos ratos a meditar, leer, hacer yoga o ayunar de vez en cuando. Vivir desde nuestro verdadero ser supone una revolución radical. Lo que en el fondo anhelamos es extender a todo lo que vivimos esa conexión tan real que experimentamos en momentos de quietud.
Evidentemente, todo aquello que nos parecía de gran valor y que creíamos fundamental para el personaje con el que nos confundimos sigue estando ahí: el trabajo, la familia, los amigos, el cuerpo, la alimentación, las redes sociales… Sabemos, en lo profundo de nuestro ser, que no se trata necesariamente de renunciar a la experiencia en esas áreas de la vida (aunque a veces sí que se puedan producir grandes cambios). Nuestra prioridad es vivir desde esa conexión con la Vida que somos. Mas si esta prioridad no es alimentada momento a momento, se ve comprometida por nuestra adhesión a esos automatismos antiguos generados desde la identificación con un yo separado y carente. Entrar en ellos nos duele ahora más que nunca, ya que nos sentimos disminuidos y confundidos.
Ya no nos basta con espiritualizar nuestro día a día dedicando momentos a reponernos del desgaste producido por la desconexión. Ya no bastan ratos de meditación, sesiones de yoga, ni nos satisface tanto escuchar vídeos y grabaciones que nos hablan de lo que, en el fondo ya sabemos. Escuchándolo, tenemos la sensación de estar viviendo lo que, en realidad, aún no hemos integrado: la dedicación total a nuestro ser. Leer lo que dicen otros que supuestamente han comprendido es inspirador, pero ¿de que me sirve si lo uso sólo para desconectar de mi realidad presente, que no sé como asumir ni amar? Asistir a talleres o retiros está bien, son modos preciosos de recordar, pero no queremos que ello se quede en un bonito fin de semana que evocar con nostalgia, una experiencia ideal alejada de nuestra vida cotidiana.
Al expresarme así, y espero que se me entienda, no estoy juzgando ni rechazando para nada todas estas prácticas, que para mí han sido y siguen siendo preciosos momentos de comunión con el ser, espacios donde recordamos intencionadamente lo que somos. ¡No! Lo que trato de compartir es que, reducir eso que llamamos espiritualidad a ciertas actividades introspectivas usándolas para relajarnos y desconectar del mundo para volver a él más relajados… es simplemente, una manera más de alimentar ese mundo, al que aún le damos valor. Esos “descansos espirituales” nos alivian provisionalmente permitiendo así que la rueda siga girando quizás aún con mas intensidad.
Estoy simplemente cuestionando la clave fundamental: desde dónde estamos viviendo lo que vivimos. Y sólo hay dos opciones. Desde la autenticidad de nuestro ser o desde el personaje egoico con el que nos confundimos. Cualquier cosa, absorbida por el sistema de pensamiento del ego, por muy “espiritual” que pueda parecer, sólo sirve para reforzarlo.
Entonces… ¿Qué es necesario? Quizás, habiéndonos agotado tanto, comprender profundamente que nuestro verdadero anhelo es no separarnos de la vida que somos y que, en todo momento está disponible para nosotros. Darnos cuenta de que “no se puede servir a dos señores” y decidir a cuál queremos realmente dedicarnos. Y sólo entonces, habiendo dejado de dar tanto valor a las cosas del mundo, estemos dispuestos a utilizar cada momento de nuestro día para abrirnos a la vida que somos, permitiendo que la luz de la consciencia, invada nuestros más recónditos y olvidados espacios.
En cada momento se nos esta dando esta oportunidad, si sabemos aprovecharla, de nacer de nuevo. Cada vez que, soltando los argumentos de la mente condicionada nos sumergimos en el sentir de este instante, permitiéndonos ser atravesados por todas sus corrientes y acogiendo lo que nos perturba, estamos practicando el verdadero yoga, que significa unión. Cada vez que, aprendiendo a ir más despacio, nos permitimos observar como simples propuestas los pensamientos a los que dábamos tanto crédito, estamos meditando en medio de cualquier actividad. Cada vez que reconocemos nuestra ineptitud personal para controlar lo que estamos experimentando y abrimos nuestro paisaje interno, con frecuencia vulnerable, a la luz de la consciencia, confiando en que todo es como ha de ser… estamos viviendo en la entrega más profunda. Cada vez que dejamos de recurrir a un automatismo de llenado o evitación que tapone nuestra experiencia presente, quizás dolorosa, y dejamos que el aliento de la vida nos inunde y acaricie las heridas generadas por la vieja sensación de carencia…. estamos practicando el más elevado grado de ayuno, aunque dure unos minutos.
Y todo esto es, simplemente, amor. Ese del que tanto nos gusta oír hablar y que proyectamos en una relación ideal que quizás vivamos algún día. Cuando nos atrevemos a vivirlo con esta intensidad y determinación en nuestros adentros, los encuentros humanos se convierten en una extensión de ello y en un escenario sagrado para reconocer nuestra naturaleza amorosa y libre.
Honremos este instante, amigos. Descubramos su profunda sacralidad y su infinito potencial de traernos al Hogar del modo más simple. En él se nos da constantemente la oportunidad de elegir volver al corazón de la consciencia que somos y abrirnos desde ella a este juego maravilloso de la experiencia presente. Sepámonos acompañados en todo momento y descansando en los amorosos brazos de esa inmensa Vida que acoge todo y nos ofrece la energía y los recursos necesarios, momento a momento, para vivir una existencia auténtica, siendo la expresión encarnada del amor que es nuestra esencia.
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