Medèn ágan, la antigua lección de los griegos que hemos olvidado

Medèn ágan griego

A veces tengo la impresión de estar viviendo en una pésima película hollywoodense de acción en la que héroes buenísimos se enfrentan a villanos malísimos, como si la vida misma fuera una parodia de esos personajes caricaturizados y no al contrario. En los últimos tiempos, esa sensación se ha agudizado a raíz de las actitudes cada vez más simplistas y extremas que pululan por doquier.

Siempre hay alguien dispuesto a evangelizar con verdades absolutas. Alguien dispuesto a trazar sin titubeos la línea que separa el bien del mal, lo justo de lo injusto – colocándose convenientemente del lado “adecuado” para ubicar la disensión del lado “inadecuado”. Siempre hay alguien que reduce los colores del mundo a una simplista escala de blanco y negro donde la duda o la reflexión no tienen cabida. Alguien, en definitiva, dispuesto a darle el golpe de gracia al equilibrio sensato que nace de la complejidad de la vida.

La sabiduría antigua al rescate de la moderación y el equilibrio

Los antiguos filósofos tenían una cosmovisión del mundo más equilibrada. En la antigua Grecia la moderación era un valor muy preciado. No es casual que en el Templo de Apolo en Delfos se inscribieran dos frases, una de las cuales pasó a la posteridad mientras la otra fue olvidada convenientemente. “Gnóthi seautón”, que significa «conócete a ti mismo» y “Medèn ágan”, que significa “nada en exceso”. Esta última apunta a la moderación de los sentidos, las acciones y las palabras.

Aristóteles hablaba a menudo a sus discípulos del “mesòtes” o justo punto medio. Para este filósofo, nada era bueno o malo en un sentido absoluto, sino que dependía de la dosis. Por ejemplo, tener muy poco coraje da lugar a una personalidad pusilánime, pero un exceso de coraje conduce a la temeridad. “La virtud es una posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto”, dijo.

Para aquellos filósofos, practicar la moderación y el equilibrio era una condición indispensable para vivir de manera más satisfactoria y feliz. También lo es para la filosofía budista, una visión del mundo y de la humanidad en la que nada es bueno o malo, sencillamente porque ambos conceptos no son más que el anverso y el reverso de una misma moneda.

En cambio, la sociedad moderna, con su corriente incesante de estímulos, nos empuja a oscilar entre los extremos, pecando por defecto o exceso, porque todo está configurado en términos opuestos. Todo está configurado en términos de bueno o malo. Tenemos héroes y villanos. Y todo nos empuja a elegir entre esos dos bandos. Sin embargo, esa configuración de fábrica tan limitada nos impide darnos cuenta de la maravillosa riqueza que existe entre esos extremos.

El elevado costo que pagamos alejándonos del punto medio

Los extremos deben existir. Por supuesto. De hecho, son muy importantes porque su propia existencia permite definir el término medio, el equilibrio. Los extremos marcan los límites, indicando además el camino hacia la moderación.

Sin embargo, cuando hay demasiada polarización el término medio se reduce y los extremos se agigantan. Así terminamos cada vez más atrapados en nuestras propias burbujas, aunque quizá sería más correcto decir “búnkeres inexpugnables” donde las perspectivas disidentes tienen prohibido el paso.

En los últimos tiempos, esa polarización se ha vuelto tan extrema que parece haber dividido al mundo en blanco y negro, izquierda y derecha, a favor y en contra… Y entre cada posición hay un enorme abismo lleno de desdén, desprecio y falta de respeto.

Cuando no se entiende nada más que una posición parapetándose detrás de la ignorancia motivada, se crea el terreno fértil para el enfrentamiento. En ninguna parte ese abismo es más visible que en las redes sociales, donde siempre parece haber personas listas con sus hachas de guerra en mano para defender su trinchera digital.

Esa estrechez de miras termina siendo el terreno fértil para la alienación, la amargura, la recriminación y el odio porque cuando creemos a pies juntillas la narrativa de los “buenos” y los “malos” perdemos la capacidad para dialogar. Se pierde la capacidad para reflexionar. Se pierde incluso la individualidad.

Afortunadamente, existen muchos antídotos para ese extremismo. La apertura mental. La disposición al diálogo. La aceptación de la complejidad humana. El esfuerzo empático… Sin esas herramientas estamos condenados a replicar visiones cada vez más simplistas de lo que ocurre, asumiendo posiciones cada vez más extremas que, lejos de liberarnos, nos harán más esclavos de una narrativa sesgada y miope.

Medèn ágan, la antigua lección de los griegos que hemos olvidado

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