Lo que trae consigo la paz y la armonía a la vida cotidiana del ser humano es la comprensión de lo que Buda manifestó de forma tan precisa y sucinta: «Los acontecimientos suceden, los actos se llevan cabo, pero no hay ningún hacedor individual». Es decir, una acción cualquiera no es más que un suceso que tiene lugar de acuerdo con la Ley Cósmica ―ley que ningún ser humano podrá nunca comprender― y no algo «hecho» por un ser humano individual. Si se acepta esto también debe aceptarse que el ser humano no puede echarle la culpa a nadie por aquello que sucede a través de un cierto organismo cuerpo-mente. Por consiguiente, no hay razón para culpabilizarse o sentirse avergonzado por acción alguna. Es más, tras esa aceptación, el ser humano tampoco puede odiar a nadie por algo que le haya herido. El resultado final es que la persona capaz de vivir su vida cotidiana con esa comprensión no llevará a cuestas ninguna carga de culpa y vergüenza, ni de odio, malicia, celos y envidia. Es decir, el resultado neto es que esta persona queda establecida en la paz y la armonía, que está siempre a gusto consigo misma y con los demás.
El ser humano conoce intuitivamente la paz y la armonía de la permanencia en su «condición-de-Ser», básica e inmutable. La experimenta en el sueño profundo y en esos raros momentos durante su estado de vigilia en los que la mente está en calma y vacía. Pero puesto que se ha identificado erróneamente con su organismo psicosomático como un hacedor individual, el ser humano busca en vano la inmovilidad de la mente a través del movimiento de la propia mente.
La realidad en la vida fenoménica es que no vivimos nuestras vidas; la vida tiene lugar a través de los billones de organismos psicosomáticos dinámicos existentes. Lo único que debe suceder es que permanezcamos como simples espectadores del espectáculo en que consisten la vida y vivir. Experimentar de forma identificada hace que uno se convierta en parte del espectáculo.
Nuestra experiencia cotidiana nos muestra que la mente puede crear problemas que en realidad no existen y que son sólo el resultado del deseo de huir del presente, que nos parece demasiado aburrido. La mente anhela el futuro porque puede dotarlo de sus propios deseos y miedos y así hacerlo más interesante que el presente. Esta huida de la mente hacia el futuro ―a través de distintas expectativas y de la anticipación de acontecimientos agradables o de angustiosos problemas― es lo que impide que uno permanezca anclado en la paz y la armonía del presente.
Esto no quiere decir que uno no se deba ocupar de sus asuntos prácticos ―lo que necesariamente involucra el «tiempo horizontal» o «continuidad horizontal» de pasado y futuro―, sino que debe ser la «mente funcional», que funciona en el momento presente, la que se encargue de obtener una solución a estos problemas prácticos. Por el contrario, la «mente especulativa», que funciona sumergiéndose en el pasado y proyectándose hacia las incertidumbres del futuro, interrumpe el funcionamiento fluido y efectivo de la mente funcional en el momento presente. La única forma de evitar que esto suceda consiste en no permitir que la mente especulativa tenga sustento. El surgimiento de un pensamiento no está en manos de nadie, pero ignorarlo y centrar la atención de nuevo en el momento presente priva a la mente especulativa del sustento necesario para funcionar en el tiempo horizontal.
Cuando la mente especulativa se encuentra activa en la vida cotidiana, uno se ve privado de la esencia misma de vivir en el ahora, e impide que se disfrute de la grandeza y variedad de la vida en el momento presente. La próxima vez que veas una flor o un insecto, préstales toda tu atención y te sorprenderás al descubrir que la diferencia entre ambos es simplemente una reacción condicionada y no es real en absoluto.
Estar anclado en la paz y la armonía significa permanecer relajado e inmerso en la serena luz de la Realidad y, al mismo tiempo, disfrutar de la suave brisa de lo fenoménico, simplemente atestiguando ―es decir, observando de manera impersonal― el surgimiento y la extinción de los pensamientos y los sucesos en la vida cotidiana. Este estado es interpretado por los demás como un «nunca estar incómodo», ya sea con uno mismo o con los demás.
Cuando uno habla de lo que más desea en la vida cotidiana ―estar anclado en la paz y la armonía― ¿a qué se refiere en concreto con «vida cotidiana»? Una pequeña reflexión nos mostrará con claridad que el fundamento mismo de la vida es el concepto de «tiempo»: el concepto y la experiencia de un comienzo, un punto medio y un final; un viaje que comienza con un deseo y que prosigue con un esfuerzo hasta alcanzar (o no) el objetivo. El individuo aplica este mismo proceso a todo en su vida: uno tiene que hacer algo, alcanzar algo y llegar a ser algo. Es decir, los conceptos de «tiempo» y de «flujo del tiempo» traen consigo el concepto de propósito: la realización de un esfuerzo y la expectativa sobre el resultado de dicho esfuerzo. Sin duda, ésta es la base misma de la «vida cotidiana» de cada uno: se comienza por ir al colegio; después, a la universidad, y se finaliza la educación. Luego vienen el enamoramiento y el matrimonio, seguidos por la típica «familia feliz». Paralela a todo ese proceso discurre la carrera de cada uno, de nuevo con un comienzo, un punto medio y un final, con el firme propósito del «éxito».
De este modo, la vida cotidiana está basada en el tiempo: propósito, esfuerzo y expectativa. El éxito significa felicidad, el fracaso significa frustración, infelicidad. El proceso en su totalidad se basa en la idea de que uno es el hacedor de sus acciones, con independencia del propósito y la expectativa. Uno ha sido condicionado, desde su primer día de vida, a creer firmemente en el proverbio: «Lo que se siembra se recoge». La fe de uno en la equidad de la vida, tipificada por este proverbio, es firmemente sacudida cuando se demuestra, una vez tras otra, que el proverbio está equivocado. Sin embargo, ni siquiera esta experiencia es capaz de alterar nuestra fe en el esfuerzo personal.
Esta confianza total en el esfuerzo personal se traslada a casi todos los propósitos y objetivos ―incluyendo el objetivo espiritual― y con independencia de que el contexto ―y su correspondiente condicionamiento― sea oriental u occidental. Ambas tradiciones están basadas en el esfuerzo personal: pecado original, oración, confesión, arrepentimiento, perdón, comunión y purificación en la tradición occidental; y en la tradición oriental: repetición de un stotra o nombre de Dios (yapam), rituales en varios templos y áshrams, sentarse en meditación, ayuno en ciertos días y otras disciplinas varias.
Propósito, esfuerzo, esperanza y creencia se convierten en inspiración, pero cuando uno persigue estos valores, normalmente no se da cuenta de los opuestos interconectados a los que dichos valores están siempre ligados: desesperanza, confusión, fracaso y frustración. Por ello, el resultado habitual de nuestros esfuerzos personales es o bien éxito, éxtasis y orgullo, o fracaso, frustración y culpa. Es una lástima que en este proceso, al confiar sólo en el esfuerzo personal, uno olvide por completo el principio básico de cada religión: Hágase Tu Voluntad; Inshah Allah; Tú eres El que actúa, Tú eres El que experimenta.
En el devenir de su vida, el individuo puede llegar en algún momento (que depende de su destino, a su vez reflejo de la voluntad divina de acuerdo con la Ley Cósmica) a la conclusión de que hay una posibilidad real (si es que no hay una convicción total al respecto) de que quizá lo que sucede en la vida no dependa tan sólo del esfuerzo personal de cada uno, sino que otros factores pueden afectar y de hecho afectan a lo que sucede. En ese momento, el individuo alcanza ese umbral en el que está abierto al suceso conocido habitualmente como Iluminación o Realización del Ser.
En la vida cotidiana, es la mente ―el «yo»― la que realiza los esfuerzos necesarios para conseguir aquello que desea alcanzar. Este «yo» que hace el esfuerzo ―la identificación con un organismo cuerpo-mente particular y un nombre dotado de la sensación de volición, es decir, de la sensación de ser el hacedor― es en realidad un simple cúmulo de memorias y experiencias, y lo que busca está basado únicamente en esta acumulación. En un cierto momento de la vida, y sea cual sea la causa, este «yo» busca escapar de sus propias actividades y trata de alcanzar paz y armonía en la vida. Por consiguiente, es este «yo», en su búsqueda de paz y armonía, el que hace un esfuerzo que puede tomar la forma de algún tipo de disciplina: yoga, meditación, etc. Independientemente del tipo de esfuerzo del que se trate, la broma trágica es que este «yo» ―esta mente en búsqueda de paz y armonía― olvida que lo que busca es ¡liberarse de sí mismo!
Sólo cuando este «yo» se dé cuenta de este hecho de una manera profunda, la mente dejará de realizar esfuerzo alguno; solamente entonces la mente será inducida ―no forzada por alguna disciplina― a estar en calma, completamente quieta, sin buscar nada. Sólo entonces surgirá la posibilidad de estar receptivo a lo desconocido, que es la verdadera experiencia de paz y armonía.
La estructura básica del ego es la identificación con un organismo cuerpo-mente como entidad individual separada de todas las otras entidades del universo fenoménico. Sin embargo, la esencia del ego, aquello que le confiere su característica fundamental, es la sensación de autoría personal de las acciones. El ego no comprende esta importante distinción y se muestra confundido y temeroso cuando, como buscador espiritual, se le dice que no puede haber Realización del Ser a menos que el ego sea destruido. Naturalmente, el ego se pregunta qué tipo de Realización del Ser puede ser aceptable cuando él mismo no estaría presente para disfrutar de ella.
Por consiguiente, el ego-buscador necesita ser convencido de que lo que debe ser aniquilado no es la estructura básica del ego ―la identificación con una entidad separada― sino la sensación de autoría personal de las acciones. El ego-buscador tiene que autoconvencerse, mediante una investigación basada en su propia experiencia personal, de que no sólo no morirá cuando el sentido de ser el hacedor sea eliminado, sino que continuará viviendo con una enorme sensación de paz y libertad.
Por tanto, el aspecto maligno del ego no radica en la identificación con un organismo cuerpo-mente y con su nombre correspondiente como una entidad separada, sino en la sensación de ser el hacedor presente en dicha entidad. Esta distinción ―tan necesaria en la comprensión del concepto de ego― fue puesta de manifiesto por el sabio de Arunáchala, Ramana Maharshi, al afirmar con claridad que el sabio también tiene un ego pero que el ego del sabio es inofensivo: «Como los restos de una cuerda quemada».
Es necesario recordar aquí lo que Ramana Maharshi dijo a propósito de los conceptos: un concepto debe ser utilizado como se utiliza una espina para extraer otra espina clavada en el pie. Una vez conseguido, ambas espinas deben desecharse. El concepto no debe ser perseguido hasta el final, comparando y analizando todos y cada uno de los aspectos del mismo.
La fuente de los problemas que perturban lo que más queremos en la vida es el «yo», la «mente especulativa» que está siempre enfrascada en las experiencias del pasado y en el cumplimiento de los deseos futuros. La «mente especulativa» es distinta de la «mente funcional», a la que sólo le incumbe llevar a cabo la tarea que se le plantea a uno en el momento presente, sin preocuparse de los posibles resultados y consecuencias de la misma. La mente especulativa es el «yo» ―el pensador, el hacedor, el experimentador―, que es la causa misma de la perturbación que impide que aflore la paz. Podría parecer que la solución es obligar a que la mente ―es decir, la mente especulativa― se aquiete. Sin embargo, ésta no puede ser la respuesta, pues una mente a la que el «yo» aquieta a través de la fuerza, la disciplina y el control no puede ser una mente silenciosa; es sólo una mente aprisionada.
Un hombre que es lujurioso pero que ha reprimido esta pasión durante un tiempo y ha forzado a la mente a aquietarse, no puede jamás experimentar esa paz que no puede ser «producida» y únicamente puede surgir. La mente sólo se puede aquietar permitiendo que se dé la paz cuando la consciencia completa, alerta pero pasiva, se centra en la lujuria, la ambición o lo que sea, sin la sensación de que uno es el hacedor.
La perturbación que aleja la paz que cada uno de nosotros ha experimentado espontáneamente en raros momentos es el ansia constante de hacer algo, de mejorarse a uno mismo, de alcanzar un objetivo noble. Lo único que se necesita para preservar esa paz, que es la esencia misma de nuestro ser, es tomar consciencia de que este hacer ambicioso y competitivo es, en sí mismo, la causa de la perturbación. La paz no es algo que se pueda conseguir.
En la vida cotidiana, el fundamento en el que se basan vivir y trabajar es el deseo de triunfar, que a su vez está basado en el miedo al fracaso. Tenemos miedo a no alcanzar el éxito en la vida y, por consiguiente, queremos ser disciplinados. Y la mente que ha sido disciplinada quiere al mismo tiempo tranquilidad, paz y armonía, lo que es del todo imposible. El fundamento mismo de la tranquilidad es la ausencia de la sensación de ser el hacedor, la ausencia de envidia, culpa, odio y malicia. La tranquilidad no es un pez que se pueda atrapar en la red de la disciplina, el deseo y la competición. La tranquilidad ante lo desconocido necesita que uno esté libre dela mente especulativa. Esto es lo que debe ser comprendido mientras se vive momento a momento. Hay que comprender en toda su profundidad que aunque parece que vivimos nuestras vidas, lo que realmente ocurre es que «vivir nuestras vidas» está sucediendo. Y que la paz y la armonía sólo pueden tener lugar en esta libertad que se da cuando uno es plenamente consciente de que no es el hacedor (tanto en el sentido de hacer como de no hacer).