Una de las imágenes que perturbó mi infancia fue la del infierno cristiano, ese paraje que me esperaría si la balanza de mi vida se inclinaba más hacia los pecados que a las virtudes. El mito cuenta que, al morir, un demonio vestido con un filoso trinche o guadaña esperaría por mí en las puertas del abismo para lanzarme a la nada mientras mi cuerpo era calcinado lentamente, una y otra vez, por el fuego eterno, acompañada de lamentos y súplicas de otros pecadores desesperados por salir de ahí, con el alma sufriendo para siempre.
Por Julieta Lomelí Balver
Sobre esta pesadilla se hablaba en mis tormentosos días de catecismo, el mito de «los malos» condenados a una tortura eterna en la cual no existe perdón ni salvación. Muchos crecimos con dichos símbolos que parecían sacados de una mala película de terror, narrativas que, antes de persuadirnos a ser «buenos» niños y niñas, nos obligaban a serlo por miedo y nunca por convicción.
Qué nos dice sobre el alma el filósofo Frédéric Lenoir
Las religiones —no solo el catolicismo o cristianismo— están plagadas de escenas oscuras, de imágenes violentas e imperativos demasiado rigurosos y a veces imposibles de cumplir. Sin embargo, si se sabe mirar con mayor detenimiento, también han sido guardianas de las grandes culturas tanto de Occidente como de Oriente, por lo que en su génesis conservan enseñanzas de sabiduría práctica que moldearon el ethos, la moral y el estilo de vida de las sociedades antiguas.
Se puede reflexionar así sobre la esencia de las religiones desde una mirada no dogmática para comprender qué hay de universal en ellas y a qué aprendizajes podemos acceder más allá de nuestro credo particular. Esto es lo que intenta el filósofo francés Frédéric Lenoir en El alma del mundo, obra inicialmente publicada en 2013 y más recientemente en México por la editorial Ariel.
Lenoir recupera y adapta a su modo relatos que evocan a las diferentes disciplinas espirituales del mundo, «de las cuales existen numerosas versiones, todas con un matiz religioso diferente: budista, cristiano, hindú sufí», entre otros. El filósofo quiere enfatizar el carácter propedéutico común a todas las religiones y para lograr dicho objetivo decide suprimir en las historias y parábolas que ha elegido «sus tintes culturales». De ahí que el libro se convierta, si es que el lector no es tan despistado, en un tipo de capirotada multicultural que también opta por mezclar géneros de escritura, combinando la narrativa con la ensayística filosófica, sin dejar de lado el énfasis en conseguir que el lector conciba en cada uno de los capítulos algún tipo de moral o de sugerencia existencial para la buena vida. Todo esto en una obra de un poco más de ciento cincuenta páginas, que por alguna razón se ha convertido en una de las más leídas de la última década.
Vale la pena recuperar el esfuerzo creativo que Lenoir emprende para proponer una óptica menos dogmática y más tolerante a eso que parece ser una necesidad natural de todo ser humano: la de llevar un tipo de vida, en menor o mayor medida, guiada por algún interés espiritual, o mejor dicho, metafísico. Esto significa que a veces es necesario arraigarse a fuerzas o prácticas que escapan de la dinámica material e inmediata de lo cotidiano, que no necesariamente han de estar arraigadas a la concepción de un dios masculino, paternal, blanco y barbado, sino también pueden experimentarse como algo más abstracto, como algo que escapa a lo figurativo, como una verdad que nos ayuda a seguir existiendo de la mejor manera, como una energía o sabiduría con la que nos conectamos por medio de prácticas de meditación, de oración y del ejercicio de una introspección consciente.
Se puede reflexionar sobre la esencia de las religiones desde una mirada no dogmática para comprender qué hay de universal en ellas y a qué aprendizajes podemos acceder más allá de nuestro credo particular
7 enseñanzas de la sabiduría universal
El libro de Lenoir enfatiza así —por medio de sus narraciones sincréticas— algunos de los valores fundamentales y universales a toda religión, como lo son estos siete:
1 Tener paz interior. El aprender a construir una vida con un sentido profundo que no dependa de las condiciones materiales, sino de la paz consigo mismo. «La legítima ambición que debe guiar tu vida es desarrollar lo mejor de ti mismo. Es transformarte para lograr un estado interior de paz, alegría y serenidad que nada —ni siquiera la muerte— ni nadie podrá arrebatarte. Es ser la mejor persona posible y ayudar a los demás contribuyendo con tu granito de arena a la construcción del mundo».
2 Equilibrar cuerpo y alma. La segunda enseñanza nos habla de la importancia que se ha dado en varias religiones de encontrar un equilibrio entre el cuerpo y el alma —o entre eso que podríamos concebir como las pasiones y los impulsos— y la de conducir estas de manera prudente y sabia. Esto no significa que en pleno siglo XXI sigamos sosteniendo la existencia del alma, sino que se habrá de pensar en ella como una metáfora, como algo distinto a lo material, como esa parte para referirnos a nuestro propio yo, a esos que somos y queremos en la más profunda soledad.
3 Alcanzar la libertad. El tercer relato del libro de Lenoir nos habla sobre la libertad y sobre cómo esta habrá de estar unida a un valor que nos demanda tener congruencia con nosotros mismos y con lo que proyectamos hacia los demás, el de la búsqueda de la verdad; una verdad que significa no actuar en base a lo que los otros esperen de nosotros, «pues a menudo nuestras acciones o reacciones están movidas por el deseo de gustar o disgustar, plegarse a los usos comunes, o bien, por el contrario, rebelarse contra ellos, llamar la atención o mantenerse discretos.
Al actuar así, somos prisioneros de la mirada de los otros. La sabiduría consiste también en liberarse de esa mirada inquisitiva, tan interiorizada que no tenemos consciencia de ella». Es solo así como se puede comprender de manera práctica y cotidiana por qué la verdad, con uno mismo y con lo que le manifestamos al prójimo en nuestras conductas, puede hacernos libres.
4 Aprender a amar. En el cuarto relato se hace alusión al amor, a este comprendido desde un sentido más cósmico, no como el amor que se puede tener hacia una pareja o hacia un hijo, sino como ese sentimiento potente que puede demostrarse hacia el mundo, hacia algún dios, hacia la verdad, hacia el otro y hacia uno mismo. El amor es un motor universal que justifica mucho de lo bello y heroico que habita el mundo, y es también a lo que todas las religiones dan un valor fundamental en sus narrativas.
La espiritualidad también enseña a amar de manera sana, con desapego, a amar sin autolacerarse por el miedo a perder lo amado. «El amor nos une sin atarnos. Nos compromete sin aprisionarnos. Nos hace temblar sin inculcarnos miedo. Llorar sin cerrar nuestro corazón. El amor nos hace desear sin poseer. Nos encadena y nos libera. Nos afianza y nos abre al universo entero».
5 Distinguir entre el bien y el mal. La quinta enseñanza, que todos los credos del mundo ponderan, es la del discernimiento propio entre el bien y el mal, o mejor dicho, la capacidad para obrar de modo virtuoso ejercitando el uso del conocimiento, o más bien de la razón que nos ayudará a elegir qué es lo mejor o más conveniente hacer en determinadas situaciones. En el libro de Lenoir se puede leer a uno de sus personajes, uno de los sabios que protagonizan su trama, recomendar al respecto lo siguiente:
«Alimenta lo que hay de bueno, justo y luminoso en ti. Deja con hambre lo que hay de malo, negativo y oscuro. Pues practicando la virtud nos convertimos en virtuosos, y desarrollando nuestras malas inclinaciones nos convertimos en viciosos. Cuanto más viejos nos hacemos, más difícil es transformarnos, eliminar los venenos que nos destruyen o fomentar las cualidades que duermen en nosotros. ¡No os demoréis, hijos de los hombres, y cuidad bien, desde ahora y diariamente, el jardín de vuestra alma! Regadlo, cultivadlo, arrancad las malas hierbas antes de que invadan todo. Manteneos atentos para que crezcan las buenas semillas, por muy pequeñas que sean. Sed pacientes y tenaces. Pronto cosecharéis lo sembrado».
La sabiduría consiste en liberarse de la mirada inquisitiva, tan interiorizada que no tenemos consciencia de ella. Es solo así como se puede comprender de manera práctica y cotidiana por qué la verdad —con uno mismo y con lo que le manifestamos al prójimo en nuestras conductas— puede hacernos libres
6 Llevar una vida buena. Otra de las enseñanzas comunes a todas las religiones que se expone en El alma del mundo es la que da pautas para llevar una vida buena, o eso que filósofos y monjes han llamado «un arte de vivir». Este se resume en no concentrarse demasiado en los fracasos del pasado ni tampoco obsesionarse con eso que aún no llega, sino amar lo que el presente ofrece, al mismo tiempo que asumir sin angustias que somos seres que caminan sin certezas, de carácter finito y que de un momento a otro podríamos consumirnos en el abismo de la muerte. Aprender a convivir con esa constante de que todo acaba en algún momento nos ayudará a vivir de mejor manera el instante, o como se puede leer de palabras de Lenoir:
«Aceptemos la idea de separación, quizá la persona amada nos abandone o muera. Aprendamos, pues, a unirnos con todo nuestro corazón a los seres queridos, y, a la vez, cultivemos la desunión de la mente, que crea cierta distancia de las emociones y nos recuerda sin cesar que todo es impermanente, efímero, que nada nos pertenece […] Lo mismo ocurre con todo: aprovechémonos de las cosas agradables que nos ofrece la vida —salud, casa, trabajo, honor— pero no nos liguemos demasiado a ellas. Estemos preparados para perder lo que se nos ha dado».
7 Aceptar las contrariedades. El séptimo aprendizaje que Lenoir piensa común a todos los credos del mundo es el de aceptar las cosas como son, el de no renegar de la vida a pesar de las contrariedades que ella trae. Las religiones también pueden ser un soporte para afrontar las tragedias a las que todos podemos estar expuestos, algunas prácticas espirituales ayudan a conservar la calma en momentos críticos, haciéndonos tener mayor serenidad para decidir o resolver alejados de la desesperación. La última y séptima sugerencia existencial dibujada en El alma del mundo es la que nos enseña a continuar luchando por darle un sentido a le existencia, a pesar de los sufrimientos y las penas que todos llegamos y llegaremos a experimentar en algún momento: «Pero empecemos por decir ‘sí’ a la vida. Sobreviene una enfermedad: aceptémosla y hagamos lo que se deba hacer para curarnos».
El libro de Lenoir, más que preocuparse por afirmar o negar la existencia de Dios, del monoteísmo o el politeísmo, explora la necesidad espiritual o religiosa que es parte fundamental de la humanidad, de su naturaleza, historia y cultura. Porque, si bien cada quien y cada religión «habla de Dios, de lo divino o de lo Absoluto según la percepción limitada que tiene de ello (…), ninguna religión puede pretender que posee la totalidad de la Verdad, ya que esta se ha fragmentado al manifestarse en el mundo».
Lenoir nos ayuda a comprender cómo es que esta espiritualidad-religiosidad o sentimiento de lo divino manifestados en cualquiera de sus matices culturales son fuente común y profunda de sabiduría existencial. En El alma del mundo encontramos trazada parte de esta sabiduría que puede ayudar al individuo a tener más claridad no solo consigo mismo, sino también con ese universo complejo y diverso que habita en comunión con los demás.