…Solo quisiera comentar un pequeño aspecto de lo que me dijo un querido amigo, algo así como que «no hay una verdad absoluta». Encuentro que esta creencia es muy común, y muy comprensible, particularmente en personas que desean vivir verdaderamente la comprensión no dual, no en algún nivel intelectual, sino en el nivel sentido, vivido ― esta comprensión de que lo absoluto es de alguna manera para los intelectuales, y que lo absoluto es un reino abstracto que está separado de nuestra experiencia real, cotidiana y esencial.
Entonces, cuando estaba sentado en mi habitación esta tarde, pensé que abordaría esta cuestión del absoluto. Así que comenzaré diciendo que para realizar y vivir plenamente nuestra humanidad, primero es necesario reconocer nuestra divinidad. Y por divinidad no me refiero a un reino abstracto, metafísico e incognoscible, más allá de la experiencia. Me refiero a ese ámbito tan íntimo, familiar, conocido, que en realidad es tan conocido, tan íntimo, tan familiar, que mucha gente lo pasa por alto en favor del drama de la experiencia.
Toda nuestra vida hacemos afirmaciones como: «Tengo seis años. Tengo 24 años. Tengo 37 años. Estoy casado. Estoy soltero. Soy madre. Soy padre. Estoy cansado. Estoy solo. Estoy deprimido. Estoy asistiendo a una conferencia. Estoy escuchando una charla», etc., etc., etc. Todas estas afirmaciones se refieren al yo que yo soy, que posteriormente es coloreado o calificado por varios sentimientos, estados, pensamientos, actividades o relaciones. ¿Quién es este yo que está en medio de toda experiencia, pero que en sí mismo no es una experiencia? Si profundizamos en cualquier experiencia, por placentera o desagradable que sea, encontramos este yo, nuestro yo esencial e irreductible, brillando allí.
Cuando digo que encontramos nuestro ser o yo esencial e irreductible, no quiero decir que seamos una cosa y que nuestro ser esencial e irreductible sea otra cosa. Decir eso sería implicar que hay dos yoes, uno que encuentra y otro que es encontrado, uno que conoce y otro que es conocido. Pero cada uno de nosotros se conoce a sí mismo como un solo yo. Somos nosotros, nuestro ser esencial, el que es anterior a la experiencia y vive en el corazón de toda experiencia, el que asume libremente la forma de toda experiencia ― es decir, pensar, sentir, percibir, actuar y relacionarse, revistiéndose así, por así decirlo, de limitaciones. Al hacerlo, nuestro ser esencial se vela o encubre con su propia actividad.
El descubrimiento de nuestro ser esencial es simplemente el desvelamiento de nosotros mismos, y la posterior revelación de la desnuda verdad o realidad de nuestro ser. Revelación ―raíz de revelare, en latín, que significa poner al descubierto― no el descubrimiento de un nuevo yo, sino más bien el poner al descubierto el yo desnudo, que siempre y ya somos, pero que para la mayoría de las personas está oscurecido o eclipsado por la experiencia. No es que la experiencia sea otra cosa que nuestro ser esencial; es la actividad de nuestro ser esencial. Como tal, nuestro propio ser se vela a sí mismo consigo mismo, lo que no es un verdadero velo, al igual que podría decirse que una película es la actividad de una pantalla con la que la pantalla parece velarse a sí misma.
Este proceso de desvelamiento es el proceso que Ramana Maharshi describió como «hundir la mente en el corazón». Es el proceso que los místicos cristianos describen como «La Práctica de la Presencia de Dios». Es el proceso que Rumi describió cuando dijo: «Fluye más y más hacia abajo, hacia las ondas del ser». Como el yo aparentemente separado, la persona que creemos y sentimos que somos se hunde cada vez más y más en su propia esencia. En la mayoría de los casos, gradualmente, en ocasiones repentinamente, se despoja de todas las cualidades o características finitas temporales que adquiere de la experiencia (pensar, sentir, percibir, etc.) y se revela como el yo esencial e irreductible ― no el yo místico, no un yo superior, no un yo espiritual, sino el yo ordinario, íntimo, siempre presente antes de que sea coloreado y por lo tanto aparentemente limitado por la experiencia.
Cuando es quitado todo lo que puede ser quitado de nosotros, lo que queda brilla como yo mismo ― no un yo iluminado, sino simplemente la luz del ser, antes de que haya sido atenuada por la experiencia. Siendo anterior y desprovisto de todas las cualidades y condiciones, nuestro yo esencial e irreductible está inherentemente libre de las limitaciones de la mente finita. Lo comparten vuestras mentes finitas, pero no se limita a las cualidades de ninguna mente en particular. Es, como tal, íntimo y, sin embargo, impersonal e infinito. Este yo infinito, es el sí mismo de todos los sí mismos. Es la presencia de Dios en nosotros como nosotros. Es el ser infinito autoconsciente del cual todos los objetos y yoes toman prestada su existencia aparente. Es la realidad innombrable que no puede ser conocida como objeto de experiencia y, sin embargo, nunca deja de ser conocida. Es lo absoluto que brilla en y como lo relativo. Es lo divino, cuyas cualidades nos hacen verdaderamente humanos. Como tal, un verdadero ser humano es aquel en quien las cualidades de nuestro yo esencial brillan sin obstrucciones en nuestros pensamientos y sentimientos y se expresan en nuestras actividades y relaciones.
¿Cuáles son sus cualidades? Estrictamente hablando, este ser infinito, autoconsciente, sin limitaciones, no tiene forma, y al no tener forma, no tiene cualidades. Pero es esta ausencia de cualidades la que brilla en nosotros como individuos como la presencia de todo lo que más amamos y valoramos en la vida: la verdad, el amor, la belleza, la libertad, la paz. Y se expresa en nuestras actividades y relaciones que consideramos verdaderamente humanas. Como dijo Dios una vez: «Me he despojado (vaciado) de mí mismo, para que tengáis la plenitud de la vida».
¿Cuáles son estas cualidades vacías? Nuestro yo esencial e irreductible, el ser infinito de Dios, autoconsciente, no tiene limitaciones, y esta ausencia de limitaciones brilla en nuestra experiencia como nuestro amor por la libertad, y se expresa en nuestras actividades como creatividad. Así como el espacio en esta habitación no puede ser movido o agitado por nada de lo que sucede en esta habitación, nuestro yo esencial e irreductible, esta intimidad impersonal que brilla en cada una de nuestras mentes como el conocimiento yo, o yo soy, nunca se ve perturbado por nada de lo que sucede en la experiencia. El individuo siente esta ausencia de agitación como la paz misma, no una paz que depende de lo que ocurre o no en la experiencia, sino una paz que es anterior e independiente de toda experiencia, y que al mismo tiempo impregna y satura toda experiencia. Es la paz que sobrepasa todo entendimiento.
Así como nada de lo que sucede en una película agrega o elimina nada de la pantalla en la que aparece, nuestro yo esencial e irreductible, la pantalla autoconsciente sobre la cual, o dentro de la cual, surge toda experiencia y, en última instancia, de la cual toda experiencia es un juego, no gana ni pierde nada con la experiencia. Esta ausencia del sentido de carencia es experimentada por el individuo como la plenitud de la felicidad. Siendo el elemento del conocer en toda experiencia, nuestro yo esencial no comparte los límites de ninguna experiencia en particular. Es, como tal, el fundamento y la fuente de todo conocimiento y experiencia relativos. Es aquello de lo que todo conocimiento relativo y experiencia son un fragmento, pero en sí mismo nunca está fragmentado. Como puro conocer, es el principio y el fin de todo conocimiento. Es, como tal, la comprensión por la que se esfuerzan todos los científicos.
Así como nada de lo que sucede en un sueño está a una distancia o es distinto de la mente del soñador, nada de lo que sucede en la experiencia está a una distancia o es distinto de nuestro yo esencial e irreductible, o del ser infinito y autoconsciente de Dios. Es decir, nada de lo que tiene lugar en la experiencia está distanciado de su conocimiento. Como dijo el místico sufí Balyani: «La otredad para el Uno es el Uno sin otredad». Esta ausencia de otredad, que es inherente a nuestro yo esencial, es la experiencia de la belleza. Como tal, la belleza es el colapso del sujeto y el objeto, el perceptor y lo percibido. Es una intervención de la realidad en nuestro mundo relativo de experiencia. Es por eso que ante la belleza decimos cosas como «Me voló la cabeza» o «Me dejó en silencio». En la experiencia de la belleza, la actividad de la mente que caracteriza al yo separado, o ego, llega a su fin, y la presencia íntima pero impersonal que se revela es la experiencia de la belleza.
Así como ninguna persona que aparece en un sueño está separada de la mente del soñador, nuestro yo esencial no conoce la separación. Esta ausencia del sentido de separación es desde la perspectiva de la persona sentida como amor. Como tal, el amor no es un tipo de relación que tiene una persona. Es el final de la relación. Es la desilusión del que quiere amar, y del que quiere ser amado, y la posterior revelación de nuestro ser compartido. Es por esta razón que Rumi dijo: «Los verdaderos amantes nunca se encuentran realmente».
Todas estas cualidades pertenecen a la esencia de cada una de nuestras mentes y, por lo tanto, son comunes a todas nuestras mentes. En otras palabras, estas cualidades de verdad, libertad, amor, paz, felicidad y belleza son absolutas. No tienen nada que ver con divisiones locales, temporales, culturales, religiosas, políticas o étnicas. No tienen nada que ver con si somos hombres o mujeres, ateos, cristianos o musulmanes. No tienen nada que ver con que seamos santos o criminales. Son universales y absolutas. Es en la medida en que estas cualidades brillan en cada una de nuestras mentes que somos verdaderamente humanos. Es por esta razón que el conocimiento de nuestro ser esencial e irreductible es la fuente de todo comportamiento moral y ético, y debe ser el fundamento sobre el cual se apoya cualquier persona verdaderamente humana, cualquier institución y cualquier sociedad.
Cuando se le preguntó a San Agustín sobre el comportamiento moral o ético, simplemente dijo: «Ama y haz lo que quieras». Es decir, conoce la realidad absoluta de ti mismo que se encuentra en el mismo corazón de ti mismo y que, al mismo tiempo, es independiente de cualquiera de las cualidades o características que te son particulares. Los pensamientos y sentimientos que emanan directamente de este conocimiento, y las actividades y relaciones que subsiguientemente los expresan, son los medios mismos por los cuales la verdad o realidad absoluta se expresa en y como nuestra experiencia relativa.
¿Cuántas personas vieron una serie reciente en la televisión llamada The Crown (*)? Algunos de ustedes. Fue una serie reciente que relata los primeros años de la reina Isabel II, y en uno de los primeros episodios, la reina Isabel y su esposo, el príncipe Felipe, están haciendo su primer viaje de servicio por la Commonwealth, y están a bordo del jet real. Y Winston Churchill, el Primer Ministro del momento, sube al avión para dar su último informe a la Reina sobre sus deberes como Reina y para despedirse de la pareja real. Y al final de la sesión informativa, toma la mano de la Reina, la mira a los ojos y dice: «Señora, recuerde, cuando la gente la vea, deberían ver la eternidad».
Recuerda, que cuando la gente te vea, debes defender, ante todo, la eternidad; es decir, la verdad absoluta, no una verdad conceptual, mística, abstracta e incognoscible, sino la verdad íntima, impersonal e inmutable de nuestro propio ser, que es la base de la civilización. La memoria de nuestra eternidad no solo es el ingrediente esencial de la búsqueda de la paz y realización de cualquier individuo, sino también el principio fundamental sobre el cual debe basarse cualquier institución, si esa institución va a estar al servicio de la humanidad, ya sea que esa institución sea una comunidad espiritual como esta, una corporación financiera o un gobierno. En ausencia de un conocimiento de la eternidad, que está privado de la verdad absoluta de nuestra experiencia, incluso una comunidad espiritual bien intencionada desciende al materialismo espiritual.
Una corporación financiera, cuando se desliga de los principios que están implícitos en la verdad absoluta, se vuelve pervertida por la codicia y la corrupción. Y un gobierno que ha perdido contacto con la integridad que está implícita en la verdad absoluta, desciende a la tiranía o a la anarquía. Si nuestros líderes políticos no defienden, ante todo, estas cualidades, es decir, si los líderes no representan la verdad absoluta y adaptan esa verdad a los requisitos de las situaciones a medida que se presentan, entonces su comportamiento allana el camino para la desintegración de la sociedad. Tal sociedad está privada de los principios rectores de la democracia. De hecho, los cimientos mismos de la civilización tal como la conocemos están amenazados.
Es por esta razón que nosotros, como individuos y líderes de nuestras comunidades, tenemos el deber sagrado de investigar, ante todo, la realidad esencial de nuestra experiencia, y seguir explorándola hasta llegar a algo que sea verdadero, no solo para nosotros en cada momento de experiencia, sino para todas las personas en todo momento, en todas las situaciones y bajo todas las circunstancias. Sólo ese conocimiento puede decirse que es absolutamente verdadero, y ese conocimiento debe ser el conocimiento sobre el cual deben basarse todos nuestros pensamientos y sentimientos, y su subsiguiente expresión en nuestras actividades y relaciones, si hemos de considerarnos verdaderamente humanos. De hecho, sugeriría que ese conocimiento es la fuente de la paz y el amor y la realización que todas las personas anhelan y, siendo lo único que todas las personas tienen en común, debe ser el fundamento de cualquier sociedad que desee vivir en paz y armonía entre sí y con su entorno.
De hecho, este conocimiento ―el conocimiento absoluto de nuestro propio ser, su conocimiento de nosotros mismos en nosotros― es el único conocimiento que puede servir como base para la paz mundial, porque es el único conocimiento que es el mismo para todas las personas, en todo momento, en todas las circunstancias y en todas las condiciones. Entonces, vuelvo a donde comencé. Para realizar y vivir plenamente nuestra humanidad, primero es necesario reconocer nuestra divinidad.
Gracias.