Luis Alfonso Iglesias Huelga escribe «El país era una fiesta», un libro publicado por Libros de FILOSOFÍA&CO en el que analiza el concepto de fiesta en nuestra sociedad contemporánea, especialmente desde la pandemia de coronavirus. La visión de la fiesta hoy, sostiene, está sesgada y plagada de concepciones cortoplacistas e individualistas. Es necesario ampliar este concepto y llevarlo fuera de las lógicas del consumo, para que pueda ser una herramienta para la colectividad.
Luis Alfonso Iglesias Huelga es licenciado en Geografía e Historia y profesor de Filosofía en Logroño (España). Es autor de numerosos libros, como el ensayo Pensar en voz alta (Herder Editorial), junto con el filósofo Manuel Cruz, La ética del paseante. Y otras razones para la esperanza (Alfabeto) y España, la Ilustración pendiente: la educación que sueña un país (Ápeiron Ediciones), galardonado con el Primer Premio Internacional de Ensayo «Diderot». Además, es escritor de poesía, ámbito en el que también ha recibido numerosos reconocimientos.
El país era una fiesta (Libros de FILOSOFÍA&CO), la obra más reciente de Luis Alfonso Iglesias Huelga, nos lleva a preguntarnos por nuestra manera de entender las fiestas y apuesta por una visión de ellas que sea más completa y menos unilateral que la que manejamos habitualmente. La fiesta no es solo desenfreno, extremo individualismo y consumo desenfrenado, sino que también es una ventana de oportunidad para encontrarse y construir comunidad. Una ventana que nos invita a abrir con esta entrevista.
En su libro El país era una fiesta lo primero que propone es una vuelta a este concepto de fiesta destacando su relevancia en el mundo actual. ¿Por qué este tema es tan relevante hoy y qué tiene que decir sobre él la filosofía?
Este libro nace de la incomodidad y de la perplejidad ante la ligereza con la que, en tiempos de pandemia, pasamos de aplaudir a los servicios sanitarios para acercarnos a los sanitarios de los servicios de los bares. Es decir, de la solidaridad absoluta a la absoluta autocomplacencia.
Y debo aclarar que este no es un libro contra la fiesta; es un libro que pretende ampliar un concepto de fiesta sesgado, cortoplacista, interesado, disminuido y, sobre todo, falso. Y, por supuesto, refutar la idea de que no puede haber fiesta sin la voracidad del consumo, la exacerbación de las peores emociones, el exhibicionismo, el narcisismo o el ruido vanidoso e insolidario propio de un modelo consumista.
Urge recuperar un concepto de fiesta más ajustado al significado del polisémico término. Y en ese aspecto, el fenómeno de la fiesta es muy relevante porque forma parte de nuestra actividad y de nuestro ser cultural. Desde ese punto de vista, la filosofía, como razón crítica, tiene mucho que decir.
Lo más importante sería no identificar la fiesta tan solo como descanso laboral, sino que también debe formar parte de cosas más sencillas como el tiempo dedicado a alguien, una sobremesa apasionada o un paseo agradable. Asimismo, romper con esa dicotomía en la que de lunes a viernes nos sentimos explotados y de viernes a domingo nos explotamos a nosotros mismos.
«El fenómeno de la fiesta es muy relevante porque forma parte de nuestra actividad y de nuestro ser cultural. Desde ese punto de vista, la filosofía, como razón crítica, tiene mucho que decir»
También sostiene que es necesario «replantear la idea de fiesta», porque la actual tiene límites y problemas. ¿De qué manera hay que replantear esta idea, en su opinión?
Para cambiar la vida es necesario cambiar de vida. Por eso en el libro se propone sacar la fiesta de su deriva infantilizadora, consumista y alienante, que es, en última instancia, repensar nuestro modo de convivencia, nuestro estilo de vida.
La propuesta de este libro pasa por otras fiestas tan necesarias como dedicar tiempo a los otros, contemplar, callar, escuchar, curiosear, imaginar. Hacer de la vida una fiesta abrazando la utilidad de aquello que permanece en el injusto cajón de lo inútil, por decirlo en los términos del añorado Nuccio Ordine.
Uno de los problemas de nuestra forma de vivir la fiesta en la actualidad es que compromete campos vitales tan importantes como el de la responsabilidad y el de la libertad. No solo estamos desvirtuando el concepto del deber amparándonos en el manto de la celebración. Creo que lo estamos banalizando. Y el tema de la libertad tiene muchos matices.
Como afirma, tan lúcidamente, Emilio Lledó, no es lo mismo libertad de expresión que libertad de pensamiento. La libertad de expresión puede darse en un contexto gritón y vociferante (creo que tenemos experiencias muy recientes), pero la libertad de pensamiento exige autonomía, reflexión, sosiego, cooperación. Y responsabilidad. Sin esa responsabilidad no asumimos nuestra cuota de deberes y nos comportamos como niños que quieren que alguien se lo solucione todo y, además, rápidamente.
Y, mucho cuidado, porque esto tiene una derivada política muy peligrosa que ya estamos viendo. Tenemos que ser nosotros los que vayamos a por la fiesta y no dejar que la fiesta venga a por nosotros. Hay una insaciabilidad festiva que impregna todos los ámbitos de la vida creando una idea de falsa libertad personal al ofrecernos esta forma de vida como única forma de vida.
«Uno de los problemas de nuestra forma de vivir la fiesta en la actualidad es que compromete campos vitales tan importantes como el de la responsabilidad y el de la libertad»
Aunque parezca paradójico, en los momentos de mayor bullicio político y enfrentamientos bélicos es también cuando más se instala una concepción de la fiesta desmedida y exagerada, como señala en su libro a propósito del reinado de Felipe IV en España. Un concepto de fiesta que hemos heredado y que en gran medida responde a una necesidad de rentabilizar nuestro malestar. ¿Por qué triunfa hoy la fiesta desenfrenada?
«Ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado». Así lo resume el filósofo Byung-Chul Han. Ese trabajador quemado se disuelve en un modelo de fiesta compulsivo, que también quema.
La brevedad de la fiesta y su malinterpretada intensidad la convierten en un poderoso artefacto (otro más) de individualización desde un aspecto comunitario. «Producir rápido, para consumir más rápido aún» podría ser la inscripción que figurase en el frontispicio de la entrada del castillo en el que habita el fantasma de la fiesta al que pretendemos revestir de otros hábitos que no por utópicos resultan necesarios.
Hay un interesante tránsito entre los vasos comunicantes de la libertad y de la fiesta. Sin embargo, partiendo de un concepto tan simplificado como ruidoso de la fiesta, es la fiesta la que viene a por nosotros y no nosotros a por la fiesta. Como decía, es la libertad la que se modela con el arquetipo de la fiesta y no al contrario. Y debe ser la libertad la que hace la fiesta y no la fiesta la que conforme la libertad.
Las fiestas, además de tener un significado económico, tienen que ser un elemento básico de cohesión social. Pero la fiesta se ha constituido en un fin en sí misma y no con el sentido de instrumento aglutinador. A la fiesta se va para consumirla compulsivamente, como hacemos con cualquier otro elemento de consumo de la economía de mercado. Y eso es la antítesis de la libertad. No puede haber libertad en el descontrol, el griterío, el exhibicionismo infantil, como ejemplifican, por poner un caso, las despedidas de solteros.
Adela Cortina afirma que estamos construyendo una sociedad de «tontos polarizados» merced a un tribalismo emotivista. Pues bien, ese tribalismo presente en la fiesta alienta el seguidismo y desactiva el ejercicio del criterio. Al igual que se dice que no vivimos tanto en una democracia como en una «emocracia» en la que las emociones cuentan más que la razón, creo que también vivimos un tanto en una especie de «emofiesta».
«La brevedad de la fiesta y su malinterpretada intensidad la convierten en otro artefacto de individualización desde un aspecto comunitario»
La fiesta no es solo un síntoma de la salud de una sociedad, sino también, como sostiene en el libro, puede ser un lugar de libertad, de responsabilidad y de comunidad. ¿Lo es hoy? ¿Cómo puede convertirse la fiesta en un elemento de cohesión social?
Si tratamos la fiesta como un acto de construcción colectiva y de solidaridad hedonista, como un acontecimiento que en vez de arrojar acoge, que disfruta de la relación coherente entre las diferentes dimensiones de la alegría y la consciencia de estar en ellas, entonces el espacio de la privacidad estruendosa se ensancha y la intimidad nos concede la posibilidad de obtener nuevos registros en el arte de gozar y en el oficio de seducir.
Pero eso exige cambiar los verbos que conjugamos: deglutir por degustar, consumir por consumar y competir por cooperar. Y también la exhibición por la intimidad, el ruido por la conversación y la exageración por la calma y la paciencia, otra fiesta en forma de serena rebeldía que nos puede conformar como individuos menos agresivos y doctrinarios, capaces de dejar a un lado nuestros dañinos apriorismos.
En numerosos países del mundo, la pandemia supuso un alejamiento físico entre las personas y una interrupción de determinados tipos de fiesta. ¿Volvemos a estar como antes de ese momento? ¿Qué impacto cree que ha tenido la pandemia en nuestra forma de entender la fiesta?
Creo que se ha recuperado el aspecto positivo de la cercanía, pero que no hemos logrado ampliar el concepto de fiesta. Seguimos en el mismo estado de compulsividad consumista que aniquila el ritual, y sin ritual la fiesta no tiene alma porque consigue hacer desaparecer la atención, el entrelazamiento comunal, el reconocimiento mutuo, la armonía del instante o cualquier atisbo cultural que permita sacar todas las reservas de solidaridad que esta sociedad ha demostrado poseer.
Por eso el libro propone ampliar el concepto de fiesta añadiendo algunas de sus formas que están a nuestro alcance: mirar, la fiesta de la contemplación; buscar, la fiesta de la curiosidad; sentir, la fiesta de la sensibilidad; amar, la fiesta de los otros; leer, la fiesta de la palabra; tener, la fiesta del silencio; ser, la fiesta de la intimidad; escuchar, la fiesta sin esta fiesta; vivir, la fiesta de la existencia; esperar, la fiesta de la paciencia; seducir, la fiesta de la belleza; conocer, la fiesta de lo sublime; crear, la fiesta de la imaginación, etc.
Al final, las enseñanzas que podemos extraer de la pandemia es que necesitamos vivir de una forma más solidaria y menos volátil, en la que reconocer al otro y reconocernos en el otro sea la verdadera fiesta. Existe alternativa a cómo vivimos porque nuestra capacidad para hacer la realidad más apacible y sosegada, más justa y equitativa, permanece intacta. La posibilidad de hacer una vida mejor, esa sí es una fiesta a la que debemos acudir sin demora.
Puedes leer aquí las primeras páginas de El país era una fiesta, de Luis Alfonso Iglesias Huelga.