Zhao Jianzi, un alto funcionario, organizó una gran cacería en la montaña. Al divisar a un lobo, lanzó su carro en su persecución.
Ahora bien, el maestro Dongguo, viejo letrado conocido por su buen corazón, venía en camino para abrir una escuela en Zhongshan y se extravió en esa misma montaña. En camino desde el alba, seguía a pie al asno cojo que cargaba su saco lleno de libros, cuando vio llegar al lobo que huía aterrorizado y que le dijo:
—Buen maestro, ¿no está usted siempre dispuesto para socorrer a su prójimo? Escóndame en su saco y me salvará la vida. Si me saca de este mal paso, yo le quedaré eternamente agradecido.
El maestro Dongguo sacó sus libros del saco y ayudó al lobo a meterse en él. Cuando Zhao Jianzi llegó y no encontró al animal, volvió sobre sus pasos. Al notar el lobo que el cazador estaba lo suficientemente lejos, gritó a través del saco.
—¡Buen maestro, sáqueme de aquí!
Apenas estuvo en libertad, el lobo empezó a chillar:
—Maestro, usted me salvó hace un rato cuando los hombres del Reino de Yu me perseguían y yo se lo agradezco, pero, ahora, casi estoy muriéndome de hambre. ¿Si su vida puede salvar la mía, no la sacrificaría usted por mí?
Se abalanzó con el hocico abierto y las garras afuera sobre el maestro Dongguo. Este, trastornado, se estaba defendiendo lo mejor que podía cuando, de repente, divisó a un anciano que avanzaba apoyándose en un bastón. Precipitándose hacia el recién llegado, el maestro Dongguo se arrodilló ante él y le dijo llorando:
—Anciano padre, ¡una palabra de su boca puede salvar mi vida!
El anciano quiso saber de qué se trataba.
—Este lobo era perseguido por cazadores y me pidió que lo socorriera. Le salvé la vida y ahora quiere devorarme. Le suplico que interceda en mi favor y le explique su error.
El lobo dijo:
—Hace un rato, cuando le pedí socorro, él me amarró las patas y me metió en su saco, poniendo encima de mí sus libros. Aplastado bajo todo ese peso, apenas podía respirar. Después, cuando llegó el cazador, habló largo rato con él, pues deseaba que yo muriera asfixiado dentro del saco y de, esa manera, habría sacado provecho de mi piel. ¿Un traidor semejante no merece acaso que lo devoren?
—¡No creo nada! —contestó el anciano—. ¡Vuelva a meterse en el saco, para que yo vea con mis propios ojos si usted estaba tan incómodo como dice!
El lobo aceptó con alegría y se metió de nuevo dentro del saco.
—¿Tiene usted un puñal? —preguntó el anciano al oído del maestro.
— Sí —contestó mostrando el objeto pedido.
Inmediatamente el anciano le hizo señas para que lo clavara en el saco. El maestro Dongguo exclamó:
—¡Pero le voy a hacer daño!
El anciano se echó a reír:
—¿Usted vacila en matar a una bestia feroz que acaba de demostrarle tanta ingratitud? ¡Usted es bueno, maestro, pero también es muy tonto!
Entonces le ayudó al maestro Dongguo a degollar al lobo y, dejando el cadáver a la orilla de la senda, los dos hombres siguieron su camino.
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