El científico y divulgador, que presenta su nuevo libro en Santander, apela a nuestra relación con la naturaleza para revertir las dinámicas actuales: “El decrecimiento va a ocurrir: la única opción que tenemos es anticiparnos, planificarlo y tomar medidas de acompañamiento para suavizar los impactos en los sectores más afectados”
Tratar de reducir una conversación con Fernando Valladares es un reto difícil. Su libro, La recivilización. Desafíos, zancadillas y motivaciones para arreglar el mundo, que presenta este martes, a las 19.30 horas en librería La Vorágine, es un artefacto que primero otea el panorama, luego desciende para analizar un mundo desconchado, analiza los frenos que no permiten el cambio y más tarde sugiere soluciones. Valladares no esquiva su compromiso con los acontecimientos y datos que danzan por las páginas: un sistema alimentario perverso, una agricultura agónica, el derroche energético, los excesos del sistema financiero, el impulso altruista y el egoísmo, la fe en la tecnología para resolver los retos (y no hacer nada) o el cambio individual como condición de la transformación social.
Pero debajo de estas circunstancias, como una corriente subterránea, se encuentra nuestra relación con la naturaleza: la llave de todo. Sus párrafos, de hecho, extienden los tentáculos a todas las dimensiones habidas. Esta reflexión en voz alta que ya va por la cuarta edición es el grito de un científico que, después de tres décadas entre papers, clases y laboratorios, decidió romper las barreras de la ciencia para tratar llegar a la sociedad. Y en eso anda. Ahora se asombra al ver cómo los economistas han salido “estresaditos” del Foro de Davos al constatar que estamos inmersos en una policrisis. “Pues bienvenidos”, bromea Valladares, “porque mis estudiantes llevan años sabiendo que estamos en una policrisis”.
La ciencia no acostumbra a expresarse con activismo. Sin embargo, usted toma partido. ¿Por qué?
Para mí es una progresión muy natural. Yo empecé en la ciencia hace muchos años, donde el impacto es dentro del mundo científico, y me he ido cargando de argumentos al ver el lío en el que nos estábamos metiendo en materia ambiental. Al principio, uno dice: “Es cuestión de explicarlo bien”. Luego piensas: “Pero a quién se lo explico”. Y, así, te vas volviendo un poco más radical, intentando que alguien importante te escuche. Pero hace cuatro o cinco años decidí dar un salto más activo en la divulgación, y eso me llevó al activismo: la humanidad no se está atendiendo como uno cree que debe de estarlo. Durante el Gobierno de Trump, que empezó a tomar represalias directas contra los científicos que decían cosas inconvenientes para la economía, una llamada me acabó por impulsar. Fueron varias revistas, tipo Nature y Science, que nos pidieron a los científicos europeos que saliéramos de nuestro confort e hiciéramos lo que ellos no podían hacer por las represalias.
Tu voz como científico es una más en el mundo de las redes sociales, por muchos premios y reconocimientos que tengas. Un alocado de cualquier sitio puede tener más eco aunque esté perfectamente desinformado
Sin embargo, en un momento duda de la eficacia del mensaje desde el estrado científico…
Como científico entrenado, dudo un poco de todo. El lenguaje promediado, calculado y racional de la ciencia en debates tiene su utilidad, pero hay veces que me desespera: ya no sé qué más puedo decir. Yo, como divulgador, busco símiles, narrativas o metáforas para decir lo que está pasando, pero eso no termina de mover a la gente: tu voz como científico es una más en el mundo de las redes sociales, por muchos premios y reconocimientos que tengas. Un alocado de cualquier sitio puede tener más eco aunque esté perfectamente desinformado. En esos momentos, entonces, uno duda: ¿Se nos escucha? ¿Qué tenemos que hacer los científicos?
“Tenemos el diagnóstico y conocemos la solución”, escribe en el libro. ¿A partir de dónde se puede empezar a escuchar? Ya hemos sobrepasado el grado y medio de calentamiento con respecto a la era preindustrial, por ejemplo.
Ahí introduces factores como el arte o las emociones que trascienden a la ciencia, porque el dato del grado y medio se puede contar de muchas maneras a distintas audiencias. Lo he ido aprendiendo con los años: qué tono y acompañado de qué argumento puede tener más peso un dato que a los científicos especializados nos alarma. No sabes muy bien cómo contar algo que está pasando sobre la marcha o si debes hablar más bien de las implicaciones del aumento de temperatura, pero te puedes sentir incómodo porque, por otro lado, son cosas que no se saben muy bien. ¿Tenemos que entrar en esos detalles? ¿O el exceso de datos no nos permite entender el fondo de la cuestión? Depende a quién te dirijas pones el énfasis en los impactos económicos, en los sociales, en los sanitarios. Si me dirijo a las nuevas generaciones, por ejemplo, les digo que han usado su agua y su dinero sin consultarles: el agua del subsuelo es de las generaciones futuras. Yo intento enfatizar unos argumentos o consecuencias dependiendo de a quién me dirija, y lo que escribo en siete páginas como científico, como divulgador tengo que ocupar setenta. La densidad científica hay que esponjarla, narrarla, explicarla.
El decrecimiento, por ejemplo, va a ocurrir: la única opción que tenemos es anticiparnos, planificarlo y tomar medidas de acompañamiento para suavizar los impactos en los sectores más afectados
Una de las virtudes de La Recivilización es la aportación de soluciones integrales, pero eso implica ir a la raíz. Usted desmonta todo el entramado capitalista y propone la vía de decrecimiento en un mundo que habla de la ampliación del Aeropuerto de Barajas o del Puerto de Santander. ¿Tienen futuro esas propuestas por la vía de la conciencia y no del autoritarismo?
El cómo se implementen merecería otro libro. Pero yo propongo pasar del diagnóstico a todo lo que podemos ganar si hacemos algunas de las propuestas; también explico por qué no avanzamos. Es una reflexión interesante: las trampas que nos hacemos a nosotros mismos, cómo nos engañamos y cómo pretendemos pensar que todo va mejor de lo que realmente va. Y todo eso tiene una dimensión psicológica, una patológica, una económica, otra egoísta… El futuro se puede resumir en tres escenarios: autoritarismo, no hacer nada o transformarnos. El libro desarrolla la idea de transformarnos, pero las otras opciones están ahí y nosotros vamos por la vía de no hacer nada eficaz. Eso tiene sus consecuencias. La propuesta de la transformación, que implica un decrecimiento, es que no sea una cuestión de arriba a abajo solamente, sino que tiene que haber valentía de los gobiernos en sus estrategias y que la ciudadanía pidiera medidas más decididas. El decrecimiento, por ejemplo, va a ocurrir: la única opción que tenemos es anticiparnos, planificarlo y tomar medidas de acompañamiento para suavizar los impactos en los sectores más afectados. Es nuestro único margen de acción. Mis propuestas no son una solución mágica, perfecta y global, sino algo a lo que hay que aspirar. Pero creo que podemos evitar un colapso global, generalizado, contra todos los limites planetarios. De momento hemos reventado seis de los nueve limites planetarios: ahora podemos quedarnos cerca de esos límites o rebasarlos por mucho.
De hecho, maneja en el libro diferentes fases de colapso, pero ya estamos viendo colapsos a nivel local, como islas hundidas por la subida del nivel del mar o tierras empachadas de fertilizantes que ya no dan más de sí.
Y colapsos sociales y colapsos energéticos como los grandes apagones. El apagón de Francia del año pasado fue un pequeño ejemplo de colapso energético. Muchas veces no somos muy realistas con esas escenas de colapsos que estamos teniendo, como los fallos en la cadena de suministro de Reino Unido, que en momentos determinados han obligado a los supermercados a poner fotos de los productos para que parezca que no hay escasez. Ya estamos teniendo imágenes, no solo son los sistemas naturales los que colapsan, como el freático de Barcelona, que está por los suelos, además, contaminado. Hay muchas más piezas. Podemos ponernos una venda, podemos verlo y no reaccionar o lo que propongo yo: verlo, que no nos tiemblen demasiado las piernas, y evitar las consecuencias más tremendas.
Escuchándole, me viene a la mente que son más peligrosos quienes tratan de “emborronar” y “edulcorar” la realidad, como lo define, a quienes la niegan… ¿Lo cree así?
Los negacionistas, de hecho, se van reinventando hacia esas otras formas. Una de ellas son los retardistas, que no niegan el cambio climático pero no le dan tanta prioridad. Eso es muy peligroso, ya que es una versión refinada del negacionismo: cuando no puedes convencer a los otros de que esto no existe, dices que existe, pero no es tan grave. Y eso le encaja a mucha gente. Así vamos perdiendo tiempo.
Los economistas aferrados al PIB no abarcan muchas áreas de la vida que sí proponen los Objetivos de Desarrollo Interior (ODI), que incluyen dimensiones emocionales y sociales, y usted cita. Pienso en pueblos indígenas que viven en armonía…
Es muy triste cómo estamos exterminando a culturas que sí viven en equilibrio con el medio ambiente y que se entienden a sí mismos como parte de la naturaleza. Eso es lo que la ciencia de la ecología está intentando demostrar: que somos naturaleza. Nuestra cosmovisión nos ha puesto en una posición de “especie elegida” y la naturaleza ha sido un objeto para nuestro disfrute. Esa justificación para destruir la naturaleza es el origen de la insostenibilidad. Hay tres huidas del ser humano que nos hacen enfrentar la policrisis que vivimos más solos que nunca: primero huimos de ella, dándole la espalda y machacándola; luego hemos huido de los demás, y los individuos estamos muy laxamente conectados entre sí; y la tercera huida es la de abandonarnos a nosotros mismos. Estamos en guerra con nosotros mismos: somos individuos desequilibrados.
Se sabe que invirtiendo en la conservación de la naturaleza hay un ahorro incluso en términos puramente económicos. ¿Por qué existe, entonces, este cortoplacismo?
Los impactos económicos del cambio climático crecen más rápido que los propios eventos extremos, según la Organización Meteorológica Mundial. Prevenir la salud y evitar entrar al hospital cuesta mucho menos que tratar a una persona cuando ya está enferma. Pongo muchos ejemplos de este desfase temporal: buscamos el rendimiento en el corto plazo, y es paradójico porque la naturaleza es muy rentable, pero en el medio y largo plazo. En el corto plazo son más rentables los pelotazos o la sobreexplotación por un turismo no sostenible de un espacio natural. Muchos y muy diferentes trabajos sobre espacios protegidos y servicios ecosistémicos convergen en que la rentabilidad de la naturaleza es entre cien y mil veces. Por cada euro que pones, recibes entre cien y mil de ella. La cuestión es que todos los estudios, incluso algunos de agricultura generativa, también muestran resultados así, ya que se acaban ahorrando pesticidas y combustible, y se mantiene la producción. Entonces, ¿por qué eso no se hace?
Se va a eliminar la reducción de pesticidas para aliviar temporalmente las revueltas y se va a seguir permitiendo a los agricultores que envenenen. Pero ellos son los primeros en sufrir el veneno del glifosato
La agricultura, de hecho, es un elemento fundamental del libro debido al peso económico y ecológico. ¿Cómo ve este aspecto?
La agricultura lleva aparejada una serie de disparates, y estos días están saltando los remaches de los agricultores. Cuando la economía tiembla, saltan los remaches del medio ambiente y de las clases más pobres, y estamos viendo que van a saltar las dos. Se va a eliminar la reducción de pesticidas para aliviar temporalmente las revueltas y se va a seguir permitiendo a los agricultores que envenenen. Pero ellos son los primeros en sufrir el veneno del glifosato. Es el reflejo de no querer abordar el problema de fondo, y hay una tremenda paradoja: producimos el doble de la comida que necesitamos y generamos millones de muertos por inanición.
Por esa razón comentaba que es un libro activista: asegura que el negocio de la industria de la alimentación no es alimentar a la gente, sino enriquecer a empresas y crear monopolios.
Lo estamos viendo. En algunos programas con alta audiencia en los que participo me provocan, y me encanta porque digo cuáles son las soluciones: que alguien pare los beneficios obscenos de los intermediarios y los inversores deslocalizados, a quienes les da igual invertir en comida, en construcciones o en fórmula uno. Buscan la rentabilidad rápida de su dinero, y los intermediarios establecen unas reglas del juego duras para el sector, a quienes pagan sus productos a pérdidas. Y, de fondo, está la coartada de que producen comida y hay que seguir produciendo comida. Los agricultores están atrapados en mensajes muy contradictorios, porque hay veces que, cuando queremos protegerles, les suena todo lo contrario, como cuando afirmo que hay que producir la mitad de comida, pero hay que pagársela mejor; eso, junto con medidas fiscales y arancelarias que evitaran la asimetría. Si las naranjas que vienen de Sudáfrica son más baratas que las que vienen de Valencia es porque se producen en unas condiciones ambientales y sociales que se saltan todo.
Son “economía de escala”…
La economía de escala es de esas cosas que hay que entender para aplicarla justamente al revés: hay que hacer producir menos y más caro. Con el trigo y la invasión de Ucrania, se ha encarecido el precio del cereal. Y aquí en España producimos mucho cereal, pero las macrogranjas compran cereal de Ucrania y no de aquí porque, por economía de escala, sale más barato el granero global.
Usted señala que a la derecha se la identifica con libertad y felicidad frente a una izquierda prohibicionista y aguafiestas. ¿Por qué están politizados temas tan fundamentales?
Hay partes del libro que se han quedado en el cajón porque iba a parecer algo solo político, y como tendemos a politizarlo todo con una política de bajos vuelos… La izquierda nace perdedora en muchos aspectos en esta sociedad donde predomina la testosterona y la violencia. La izquierda es mucho más reflexiva y autocrítica, y de entrada la propia izquierda es su peor enemigo a la hora de conseguir un poco de peso político en el debate: según como se diga desde las izquierdas y según cómo la derecha simplifique ese mensaje, al final suena que las izquierdas son el “no, no, no”. Si queremos llegar a mucha gente con independencia del color político hay que entender cómo funcionan el cerebro, las emociones, cómo la gente se posiciona y entender que no todo el mundo tiene tiempo para leer a Nietzsche ni aspirar a que el cambio venga de una sociedad erudita.
El problema de la sociedad es que acaba normalizando muchas cosas porque cree que no hay alternativa, y lo que propongo es provocar alternativas. El capitalismo lo hemos decidido nosotros
¿Y cómo se combina esa “sociedad que rebosa sensatez”, como sostiene, con una sociedad que vota en contra de sus intereses objetivos, que es la conservación de la especie y de su casa, que es el planeta?
Ese es uno de los puntos de optimismo que desarrollo en primera persona: un triángulo entre conocimiento, sensatez y sabiduría. La sensatez es eso que emana cuando uno tiene tiempo: un pastor o una persona que vive despacio quizás no tenga mucho conocimiento o sabiduría, pero tiene sensatez. Para que se exprese la sensatez hacen falta ciertas condiciones, y uno de los ingredientes es el tiempo. Lo que yo intento en debates o conversaciones donde se piensa muy distinto es jugar al despiste y generar situaciones en que la persona se vea obligada a pensar y que ejerza su propia sensatez, solo que a veces no le damos la oportunidad a que emerja. El problema de la sociedad es que acaba normalizando muchas cosas porque cree que no hay alternativa, y lo que propongo en el libro es provocar alternativas. El capitalismo lo hemos decidido nosotros.
¿Hay vida más allá del sistema capitalista?
La arbitrariedad de muchas cosas con las que funciona la sociedad es algo que requeriría que miráramos en la distancia. Estamos tan metidos en la economía que no nos damos cuenta de que hay otras varas de medir.
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