Casi todas mis fotos de pequeña fueron tomadas por un fotógrafo. En aquel entonces, las cámaras todavía requerían cierta dosis de destreza profesional y ojo experto. Décadas después, prácticamente todo el mundo tiene un móvil con una cámara de alta resolución con la que pueden tomar fotos y vídeos en todo momento y en cualquier lugar. Y no es algo malo – al menos mientras no se convierta en una obsesión
Alerta de spoiler: ya se ha convertido en una obsesión.
Mientras más grabas, menos vives
Hoy parece que nada logra escapar al ojo atento de la cámara: un atardecer precioso, una vista arquitectónica original, un paisaje natural, un espectáculo, un concierto, la preparación de una receta o incluso aplicarse una mascarilla facial – todo aderezado con un sinfín de selfies, obviamente. De hecho, cada vez hay más personas en los museos que ya ni siquiera se detienen a contemplar las obras de arte, simplemente se colocan de espaldas al cuadro, se sacan un selfie y van a por la siguiente obra.
El problema es que mientras tomamos diez mil fotos para elegir la más instagrameable o grabamos un vídeo más largo que “Guerra y Paz” (que probablemente nunca más volvamos a ver o del que compartamos apenas 10 segundos en las redes), nos olvidamos de vivir el momento. En vez de disfrutar lo que tenemos delante de nuestros ojos, vemos la realidad a través de la pantalla.
Y no lo digo solo yo. Tomar fotos con el móvil está destruyendo nuestros recuerdos. Psicólogos de las universidades de Princeton, Austin y Stanford descubrieron que olvidamos los detalles con más facilidad si tomamos fotos que cuando simplemente prestamos atención al aquí y ahora.
“Mientras usamos estos dispositivos, nos distraemos de la experiencia. Esa distracción nos impide recordar los detalles a los que deberíamos prestar atención”, explicaron estos investigadores. La clave consiste en que al vivir la experiencia a través de una pantalla nos desvinculamos emocionalmente.
De hecho, otro estudio realizado en la Universidad de Yale comprobó que tomar fotos para compartir en las redes sociales cambia nuestra perspectiva a nivel cerebral; o sea, recordamos el momento como si fuésemos un observador externo. Eso significa que dejamos de ser los protagonistas de nuestras experiencias, lo cual nos impide sentir emociones más intensas, que son precisamente el pegamento de nuestra memoria.
Y, sin embargo, a pesar de todo eso la gente sigue tomando fotos y grabando vídeos como si no hubiera un mañana. ¿Por qué?
Vivir a través de los ojos de los demás
Antes la máxima era “vive y deja vivir”. Ahora parece que todos necesitan vivir a través de los ojos de los demás.
No se trata simplemente de que llevemos la cámara en el bolsillo y se encuentre a mano cuando algo nos deslumbre, sino de que las redes sociales han cambiado drásticamente nuestra manera de relacionarnos, comportarnos e incluso percibirnos – para bien o para mal.
Por ese motivo, cada vez hay más personas obsesionadas con compartir sus vidas en la web (basta pensar que cada día se suben a Instagram unos 86 millones de imágenes). Queremos mostrarles a los demás lo que estamos haciendo. Queremos conectar para sentirnos menos solos. Por supuesto. Pero también queremos que nos vean. Si no obtenemos esos “me gusta” nos sentimos invisibles.
En los tiempos que corren, si hacemos algo y no lo inmortalizamos para compartirlo, es como si no lo hubiésemos hecho. Si no hay ninguna foto ni vídeo que respalde la experiencia, no recibimos la validación que tanto ansiamos, de manera que nos vemos empujados a grabar cada cosa, llevando esa búsqueda de aceptación al extremo.
En muchas ocasiones, esa pulsión exhibicionista incluso puede convertirse en el motivo principal para ir a un sitio o hacer algo. Es decir, llegamos al punto en el que no grabamos lo que hacemos, sino que el acto de grabar en sí se convierte en el leitmotiv de la experiencia. En esos casos, es probable que exista una adicción a las redes sociales en la base, de manera que grabar se convierte en una anticipación de la recompensa que proporcionarán los me gusta y los comentarios.
De hecho, exponer lo que vivimos también hace que esas vivencias sean más satisfactorias. Incluso podemos sentir que somos más especiales cuando tenemos un público de seguidores que nos observa y valida. Cometemos el error de pensar que somos porque los demás nos ven y siguen.
Por tanto, inmortalizar esos momentos, sobre todo con el deseo de compartirlos, se convierte en una manera de vivir a través de los demás, buscando satisfacer unas necesidades básicas de aceptación y validación cuando creemos que no somos suficiente.
No es posible tenerlo todo
El principal problema de usar las cámaras para preservar el presente es que no sabemos quiénes seremos en el futuro. Como explica el psicólogo Daniel Kahneman, todos tenemos dos “yo”: uno vive fundamentalmente en el presente mientras que el otro actúa como guardián de esas experiencias, tomando nota de lo que hacemos para mantener la coherencia de nuestra historia vital.
Cuando llegue el momento de examinar quiénes fuimos en el pasado o qué hicimos, podemos volver a ver esas imágenes, pero es probable que no nos transmitan nada porque no las hemos asociado en nuestra memoria con ninguna emoción que valga la pena. No vivimos la experiencia, simplemente la documentamos.
Eso nos conduce a una idea que las nuevas generaciones suelen rechazar: no se puede tener todo. O vives plenamente la experiencia o la capturas para guardarla o compartirla en las redes sociales. Tienes la opción de sacrificar el disfrute de los momentos a cambio de recibir validación. Cada uno tendrá que decidir qué pierde y qué gana.
Referencias Bibliográficas:
Tamir, D. I. et. Al. (2018) Media usage diminishes memory for experiences. Journal of Experimental Social Psychology; 76: 161-168.
Barasch, A. et. Al. (2018) How the Intention to Share Can Undermine Enjoyment: Photo-Taking Goals and Evaluation of Experiences. Journal of Consumer Research; 44(6): 1220–1237.