«Cuando el mercado nos dice cómo jugar nos convierte en soldados»

Albert Lladó (Barcelona, 1980), filósofo de formación y profesor, dirige, junto a Marina Garcés, la Escuela de Pensamiento del Teatro Lliure y el programa de radio Interior Maconda. En su último ensayo, Contra la actualidad (Galaxia Gutenberg), reflexiona sobre la baratería de la actualidad, que a su juicio empobrece la narración común y propia y termina inoculándonos la indiferencia y la resignación. Su axioma final: no es que el mundo no pueda ser otro, es que ya lo está siendo en potencia. 


«El presente es el tiempo que mantiene abierta la herida que todo cordón umbilical provoca». ¿Nos falta pericia, nos aqueja la molicie a la hora de entender este presente, de establecer vínculos con los distintos asuntos que lo pueblan, así como con el pasado que lo explica?

Más que falta de pericia, diría que solemos dejarnos tentar por la inercia. Consumir la actualidad de una manera pasiva resulta, aparentemente, más fácil, requiere menos esfuerzo, que poner el presente en contexto, y ver cómo los acontecimientos están cargados de futuro, pero también de pasado, que es el tiempo más imprevisible de todos.

¿Por qué nos entusiasma la actualidad y nos cuesta tanto actualizar nuestras ideas, sentimientos, creencias?

Es cierto que algunos formatos, que han convertido la actualidad en un simple espectáculo, emulando la retórica deportiva, tienen un cierto componente adictivo. Se nutren del impacto, de la promesa de una «última hora», pero su lógica del scroll no deja huella. Podemos estar viendo la tele durante dos horas y, al cabo de pocos minutos, olvidar el sentido de lo que acabamos de consumir. Ni siquiera es placentero. Nos deja agotados. Actualizar el presente, ver qué emerge de cada urgencia, seguramente requiere más esfuerzo, pero convierte los datos y la información en experiencia. Y eso nos puede hacer sentir más vivos. Al menos, no nos sumerge en el estado de resignación o indiferencia al que tantas veces nos parece condenar la inmediatez.

«La mirada humanista nos invita a tomar conciencia de que no somos el ombligo del mundo»

Si dejamos que impere el adagio de que «no hay hechos, solo interpretaciones», ¿no derivaremos en un relativismo insostenible?

Cuando Nietzsche escribe esa frase, no está negando la realidad, ni invitándonos a un relativismo naif. No nos está diciendo que todas las opiniones –o todos los sucesos– tienen el mismo valor. Todo lo contrario. Nos advierte de que el hecho aislado no existe, de que pertenece a una narrativa, a una secuencia. Cuando alguien nos pregunta si podemos resumir nuestra vida en un minuto, rápidamente pensamos en siete u ocho acontecimientos. Los ordenamos, los jerarquizamos –dejando millones de «hechos» en el olvido–, y así dotamos de sentido nuestra narración de vida. Lo que hace Nietzsche es, pues, invitarnos a pasar del saber positivo –del que hoy bebe el algoritmo– al saber narrativo. Incluso una verdad compartida es un relato. No hace falta inventar la realidad, no hace falta mentir, para dotar de imaginación nuestra mirada sobre lo que nos ha pasado. La imaginación es seleccionar imágenes y dotarlas de un orden narrativo. La realidad no necesita realismo.

El momento en que sentimos que el mundo que conocimos se desmorona, ¿es cuando dejamos de ser contemporáneos?

Creo que siempre es fértil diferenciar lo coetáneo de lo contemporáneo. La coincidencia temporal no necesariamente significa compartir las mismas preguntas. Podemos ser contemporáneos de alguien que ha vivido hace 100 años. Ha dejado pistas, imaginarios, huellas para que nosotros las actualicemos. Todos hemos sentido alguna vez la sensación de no pertenecer al tiempo que nos ha tocado vivir. Eso, que puede verse como un anacronismo, en realidad es una oportunidad para darnos cuenta de que no somos una isla. Supongo que la mirada humanista nos invita a eso, a tomar conciencia de que no somos el ombligo del mundo, pero que existe un cordón umbilical que nos conecta con el mundo más allá de la última polémica en Twitter.

En una de sus preguntas analiza la película Time, de Kim Ki-duk, que trata de una mujer que cambia su rostro mediante cirugía para mantener el amor de su pareja. ¿Hasta qué punto nos esclaviza el sistema con la novedad? ¿Hemos perdido la capacidad de profundizar, de amar lo conocido?

Lo profundo no siempre quiere decir lo que está oculto. José Bergamín decía, con sorna, que «buscar las raíces es una forma de irse por las ramas». Creo que las cosas más importantes están a la vista. El problema es si hemos aprendido a mirar para detectarlas.

«Una razón meramente instrumental nos lleva a actuar como autómatas»

Pienso en el capítulo que le dedica a Edith Aron, la mujer que inspiró el personaje de La Maga de Cortázar. ¿Cuánto de azar tiene la vida?

No sé si, como creía Goya, «el sueño de la razón produce monstruos». Pero una razón sin poética, una razón meramente instrumental, nos lleva a actuar como autómatas. Y el azar no siempre es sinónimo de caos. Tiene su propio orden. A veces, es un buen instrumento para escapar de la mecanización de la vida.

¿Es el azar el gran enemigo del capitalismo?

Si nos sirve como sabotaje ante la mecanización de la vida, puede llegar a serlo. Es una herramienta para no ser capturados por el algoritmo, por la estadística, para experimentar más allá de lo probable. Pero también tiene su parte patológica, la que quiere convertir el juego en ludopatía. Ahí el capitalismo se frota las manos. Es su manera de domesticar lo imprevisible.

¿Qué perdemos si dejamos que el sistema se apropie también del juego y lo rentabilice, utilizando los gamers y la gamificación?

Más que homo sapiens, u homo faber, somos homo ludens. Pero no hay juego sin la libertad de entrar y salir de él. El juego constituye nuestra forma de vida, nuestros vínculos como comunidad y, al mismo tiempo, nos permite revisar las reglas de manera crítica y, si es necesario, cambiarlas todas las veces que haga falta. Si el juego es un producto más, pierde su capacidad imaginar mundos posibles. El juego es, a la vez, crítica y utopía. Cuando el mercado nos dice cómo jugar, nos convierte en soldados.

¿Cómo saber dónde y cómo echar raíces, «la necesidad más importante e ignorada del alma humana», en el decir de Simon Weill?

Weil habla del pasado como inspiración, no como el recurso mítico que el nacionalismo suele utilizar para hablar de un ayer esplendoroso al que hay que volver. «Make America Great Again» es un buen ejemplo de ello. Seguramente, echar raíces quiere decir escuchar la voz de los sinvoz, de aquellos que siguen hablándonos desde el anonimato. Hacer de la tradición una conquista, no una herencia, como defendía Malraux.

«El juego es, a la vez, crítica y utopía»

Que, según los últimos estudios y encuestas, desciendan las prácticas sexuales (¡hasta en Francia, el país del amor!), ¿es un síntoma más de cómo las redes sociales nos hurtan los cuerpos?

Spinoza decía aquello de que «nadie sabe qué puede un cuerpo». Más que el cuerpo, la pregunta radical es quién quiere controlar nuestros deseos. El deseo ocupa un lugar distinto al de la voluntad, y no podemos juzgar igual la imaginación que lo factual. Demasiadas veces hemos confundido el deseo –la pulsión o el anhelo lo que nos mueve– con la consumición del propio deseo. Una sociedad sin deseo es una sociedad secuestrada por la cárcel de la literalidad.

Teniendo en cuenta los implantes cerebrales, los biónicos, la inteligencia artificial… ¿Estamos a punto de dejar de ser la especie (humana) que conocemos para transformarnos en otra nueva?

Sabemos que la tecnofilia no nos ha traído democracias más abiertas, ni ha acabado –al contrario– con los grandes monopolios. Lo que ahora no podemos hacer es caer en el lado opuesto, en la tecnofobia. La inteligencia artificial supone ya grandes retos, desafíos que habrá que analizar desde la mirada crítica, y poner límites a aquello que vaya más allá de lo que consideremos una vida digna. Pero también puede ser una oportunidad para darnos cuenta de aquello que puede copiar la máquina, y de aquello que no puede imitar. ¿Qué nos hace realmente humanos? ¿En qué nos hemos comportado como robots hasta ahora? Esas preguntas son muy antiguas, y contemporáneas al mismo tiempo.

«Cuando el mercado nos dice cómo jugar, nos convierte en soldados»

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