A mitad del siglo XVII Francia todavía estaba envuelta en la Guerra de los Treinta Años. Para sufragarla, la monarquía aumentó la presión fiscal sobre los nobles y el pueblo. La gente esperaba que la llegada de la regencia de Ana de Austria los dejará respirar, pero no fue así. Incluso los parisinos, que hasta aquel momento habían estado exentos, fueron obligados a pagar nuevos impuestos.
Así nació La Fronda, una serie de revueltas e insurrecciones que plantó cara a la creciente autoridad de la monarquía, el descontento general y la crisis económica en la que estaba sumida el país. El nombre de fronde se refería a las hondas o tirachinas que llevaban los sublevados del primer levantamiento en París. Y es que cuando las condiciones de vida se vuelven insoportables, cualquier cosa se convierte en un medio de defensa.
El cardenal de Retz se unió a la sublevación popular, aunque por motivos mucho más mundanales que elevados, y dijo: “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”. El eco de sus palabras aún resuena en la sociedad contemporánea: cuando los gobernantes pierden el contacto con la realidad, los que más sufren pierden el respeto. Y de ahí a la barbarie podría haber solo un paso.
La decadencia de las convicciones erosiona el respeto
Vivimos en tiempos globales extremadamente convulsos. Y asistimos a espectáculos políticos que son más propios de un patio de recreo infantil que de adultos civilizados. Hay mentiras y encubrimientos. Gritos en lugar de soluciones. Fuego cruzado de acusaciones. Corrupción y abuso de poder. Incongruencias, falta de ética y ausencia de moral…
Sin embargo, la autoridad, en su forma ideal, es un mecanismo destinado a garantizar la organización y el funcionamiento de la sociedad. Como un viejo reloj que marca el tiempo en el universo de las relaciones humanas, la autoridad refleja una dinámica dialéctica entre quienes dictan las leyes y aquellos que las obedecen.
Cuando la autoridad se ejerce con integridad y responsabilidad, sirve para fortalecer el vínculo de respeto mutuo entre ambas partes. En cambio, su ejercicio desmedido, corrupto o totalmente desvinculado de la realidad, termina socavando la confianza que la propia sociedad ha depositado en los organismos y personas que la ejercen.
Cuando las certezas se desvanecen como sombras fugaces en la noche y dejan paso a la difidencia y el hastío, los pilares de la autoridad se tambalean ante el embate de la duda y la inestabilidad. Entonces todo puede pasar, incluso lo impensable.
En esos casos, “los supuestos tácitos se desafianzan de golpe. Las secuencias acostumbradas de ‘causa y efecto’ se quiebran. Lo que llamamos ‘normalidad’ durante los días laborables o ‘civilización’ durante las ocasiones festivas demuestra ser, literalmente, frágil como el papel”, como escribiera Zygmunt Bauman.
La desobediencia razonable y la teoría del contrato social
La autoridad no es algo que se pueda dar por descontado. Como escribió Antoine de Saint-Exupéry: “la autoridad reposa, ante todo, sobre la razón. Si ordenas a tu pueblo tirarse al mar, hará la revolución”. Solo tiene derecho a exigir cierta obediencia quien emita órdenes razonables.
La verdadera autoridad no es una imposición arbitraria de voluntades, sino una emanación natural de la sensatez y la lógica. La legitimidad de las normas está dada por el consentimiento – implícito o explícito – de una mayoría. Cuando se rompe ese equilibrio o se desatienden las necesidades de esa mayoría, nos colocamos al borde del precipicio de la desobediencia razonable.
Según la teoría del contrato social que defendieron filósofos como Thomas Hobbes, John Locke o Jean-Jacques Rousseau, la obediencia a la autoridad descansa en un contrato implícito entre los individuos y el Estado. Renunciamos a ciertas libertades a cambio de orden y bienestar social. Decidimos acatar las normas por el bien de la convivencia que, en última instancia, también es el bien propio.
Sin embargo, ese contrato no es inmutable, de manera que podemos decidir cambiar sus términos y condiciones si la otra parte no actúa razonablemente y antepone las necesidades de unos pocos al bien común. Y son precisamente las personas más independientes, pacíficas, sensibles a los demás y con un pensamiento fuera de la norma quienes tienden a condenar el abuso de poder y enfrentarse al ejercicio injusto de la autoridad, según un estudio realizado por Philip Zimbardo.
La historia nos enseña que, a la larga, el verdadero poder radica en las masas, en ese colectivo que no puede darse el lujo de perder el contacto con la realidad. En esas personas que han dado su voto de confianza por el bien común pero que también pueden retirarlo cuando ese bien común se erosiona hasta el punto de convertirse en un malestar generalizado.
Hay poco más que añadir.
Referencias Bibliográficas:
Zimbardo, P. & Bocchiaro, P. (2017) On the dynamics of disobedience: experimental investigations of defying unjust authority. Psychol Res Behav Manag; 10: 219–229.
Giorgini, G. & Irrera, E. (2017) The Roots of Respect. Boston: De Gruyter.
Bauman, Z. (2007) Miedo líquido. Barcelona: Ediciones Paidós.
Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto