John Whiteside Parsons fue un angelino que ayudó a los estadounidenses a acortar la distancia y rebasar a los soviéticos en el final de fotografía que tuvo la carrera espacial. Hacer estallar la consciencia para la pólvora fue la constante de una vida basada en el deseo de conocimiento. Jack escribió una narrativa para que la ciencia saliera de la ficción, pero también se dejó retorcer por ese desocultamiento de la magia negra y la poesía.
Hijo de un matrimonio disfuncional, nació un dos de octubre de 1914 en esa costa oeste de la América del reavivamiento protestante y de las películas de Hollywood. Un angelino que llegó a codearse con el coro más elevado de la ciencia, pero que aceptó caer a la profundidad más desconcertante como un querubín revolucionario. Prefirió regresar a lo que había antes de esa racionalidad que le permitió ser parte de logros antes impensados.
Jack Parsons fue como la noche y el día. Un genio de la ingeniería aeroespacial que amanecía con una inteligencia solar perturbada, a pesar de haber contribuido de manera decisiva a la fundación del Laboratorio de Propulsión a Chorro. Un monstruo para sí mismo, pero que parecía estabilizarse en la locura de la noche y hasta legó a hacerse llamar el Anticristo.
Durante su educación media, los profesores de aquel chico de pobre nivel académico se asombraban por sus magníficos conocimientos y aptitudes para la química. Un talento casi sin esfuerzo que lo condicionó para confiar en su narcisismo. Parsons tenía una madre posesiva y un padre adúltero, y probablemente lo familiarizaron con el odio; un destino para su personalidad que canalizó contra toda forma de poder institucionalizado. Como Satanás, Jack no podía aprender de Dios o de su padre, sino seguir un camino errático y sumamente ambicioso como autodidacta.
La muerte de su progenitor lo forzó a buscar trabajos de medio tiempo, por ejemplo, en la empresa de productos químicos y municiones Hercules Powder Company de Pasadena, California, perfecta para que un tema como los explosivos y sus conocimientos jamás dejara de crecer en Jack. Solo con un título de la pequeña academia privada University School, intentaría completar sus estudios en la Universidad del Sur de California, junto a su amigo Eduard Forman. Sin éxito, solo los experimentos caseros lograrían llenarlo desde entonces.
Las contradicciones de la vida permitieron que su trabajo como autodidacta consiguiera un éxito y una confianza improbables de las instituciones, al grado de apoyarlo con fondos para que materializara un objetivo clásico de la ciencia ficción como armar una nave para lanzar al espacio. Antes de cumplir los treinta, Jack lograría, de manera directa o indirecta, estar detrás de muchos de los avances que permitieron en pocos años hacer caminatas sobre la superficie de la Luna. ¿Por qué sería extraño que uno de sus cráteres lleve su nombre?
¿Es de extrañar entonces que uno de los grandes nombres de la ingeniería aeroespacial prefiriera recorrer un abismo sin superficie? No para un ángel extraño ni para un narcisista como Jack. Tampoco para un discípulo del famoso Aleister Crowley, una de las figuras más controvertidas del siglo XX. El pionero de los cohetes de Pasadena prefería volar gracias a las filosofías ocultistas y bajo la influencia de un mago que se refería a sí mismo “la Bestia 666”, considerado el hombre más malvado que haya existido por los tabloides británicos.
Crowley también fue un autodidacta versátil que sabía de alpinismo, poesía, ajedrez, literatura y misticismo. La religión que fundó, “Thelema” se basaba en un espíritu libertario que emparentaba la magia antirracionalista con rituales del amor antisociales, la búsqueda éxtasis sexual que podría elevar a las futuras generaciones a un plano distinto de conciencia. Una empresa con parámetros tan distintos a los de la ciencia, pero que se ajustaba bien a Jack, llegando a ingresar a la “Ordo Templi Orientis”, una de las organizaciones esotéricas lideradas por esta figura enigmática, acusada por algunos de hacer cultos donde se bebía sangre de gato.
Su amistad con el fundador de la Iglesia de la Cienciología, Ron Hubbard. El uso de esa magia sexual para tratar de concebir con su primera y con segunda esposa una “niña de la Luna”, un Mesías para la nueva era. Y sobre todo el haber encabezado una de las logias de Crowley, llevaron a Jack a una sobreabundancia de pensamientos acelerados y persistentes que le pasarían factura. La visión siempre voló más rápido que el visionario hacia el estallido de una divinidad oculta, del dios que puede adoptar como línea de ascenso “haz lo que quieras”.
Mirar a la oscuridad o conocer lo que no conciben ni la moral ni la ciencia ni el sentido común. Quizá esta falta de juicio o un episodio maníaco llevaron a uno de los más grandes innovadores de todos los tiempos a una muerte igual de exagerada y misteriosa. ¿Suicidio, asesinato o un torpe accidente? Jack voló por los aires junto al laboratorio de su casa en Millionaire’s Row, sacudiendo a toda la ciudad como el único ángel verdadero de Los Ángeles.
Todo en su vida fue más allá de lo recomendable. Posiblemente solo alguien tan imprudente pudiera haber compensado su escasa formación académica y confiar a tal punto en su propia inteligencia, conocimientos y creatividad extraordinarios. Jack Parsons consiguió contribuir en el Laboratorio Aeronáutico Guggenheim y en el desarrollo de la NASA, sin olvidar que creó un combustible sólido para cohetes que facilitó a los Aliados a ganar la Segunda Guerra Mundial y los futuros viajes a la Luna, escenarios que antes eran solo parte de los sueños.
El angelino nunca se desdijo sobre que sus prácticas ocultistas no interferían con su labor científica. Su trágica muerte hace más de setenta años, un mal día de junio de 1952, parece desmentirlo. Pero quizá solo el esoterismo permite convertir la ignorancia en un enigma, la tragedia del ángel maldito que descubre la naturaleza de Dios y el otro lado del conocimiento.
Imagen: Dark Angel, Marjorie Cameron.
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