Es probable que el halo místico de los druidas que ha llegado hasta nuestros días provenga del ocultismo con el que rodearon sus creencias y prácticas, de esa vida ascética que tanto les caracterizó y que llevó a muchos de ellos a vivir separados del mundo en cuevas y montañas, como auténticos ermitaños. Era tal su secretismo que incluso la entradas en sus Escuelas de Misterios Druídicos estaban basadas en la firme promesa de no revelación de sus técnicas ni conocimientos profundos. Esa es la razón, probablemente, de que apenas hayan llegado textos escritos hasta nuestros tiempos.
Prácticas y creencias de los druidas
La abstinencia e incluso el celibato eran algunas de sus características más comunes de los druidas. La congregación se suponía tan cerrada que incluso se reunían en grupos como los antiguos ascetas a la vez que duras pruebas de entradas sometían a quienes habían de pertenecer a ella.
Sus enseñanzas, básicamente, se dividían en dos conocimientos: el del código moral transmitible a todo el mundo, y el de los códigos y conocimientos esotéricos, reservados solo a algunos privilegiados; privilegios que pasaban por pertenecer a familias de reputación intachable, de moral reconocida y de caracteres fuertes. Por ello, las pruebas iniciales a las que eran sometidos buscaban comprobar esos puntos. Con esas pruebas, el iniciado, sometido como digo al juramento de secreto total, iba avanzando en los tres grados de los misterios druídicos. Sin embargo, pocos eran los que superaban los tres niveles debido a la dureza de esas pruebas y se convertían finalmente en druidas.
La última de las pruebas de los futuros druidas era la más dura de toda («Celtic Druids» de Higgins) pues en esa prueba suprema se echaba al iniciado en una barca descubierta al mar, sin nada más que sus propios recursos. Pocos volvieron de su particular peripecia en alta mar, pero los que lo hicieron se ganaron el derecho a instruirse acerca de la creación del universo, de los dioses, de las leyes naturales, de los secretos de la medicina, de los movimientos de los cuerpos celestes y, sobre todo, de la magia o lo que podríamos llamar la hechicería.
Todos estos actos de iniciación solían celebrarse en los dos solsticios y en los dos equinoccios, siendo considerados sagrados los días de luna nueva y luna llena. El amanecer del 25 de diciembre, al igual que en la cristiandad, era considerado el del nacimiento de la divinidad solar a la que veneraban, coincidiendo por tanto con la Pascua cristiana. Pero, además del Sol, veneraban a la luna y a las estrellas así como a las espíritus de la Naturaleza, hadas, gnomos y ondinas.
Los druidas creían en la transmigración. Pensaban que existían tres mundos: uno superior donde imperaba la felicidad, el inferior pleno de desdichas, y el intermedio relacionado con el actual donde se vive. La transmigración permitía pasar de uno a otro en función de los actos. Todo tenía su propio equilibrio, de modo que era el hombre el que con su libertad elegía moverse hacia uno u otro lado.
El objetivo humano debía ser, por tanto, adquirir el conocimiento pleno para así poder vencer el mal y avanzar, pues al fin, la vida siempre era eso, avanzar. Todo crece: la luz, la vida y la verdad, y hacia ella intentaban dirigir las escuelas druídicas. En ese mundo inferior los que no habían avanzado expiaban sus pecados para volver a la Tierra las veces que hiciera falta hasta aprender el sentido y así subir al mundo superior.
Doctrinas profundas y personales, profundamente enraizadas con la Naturaleza, desde el Astro Rey, hasta el último de los árboles del bosque. Doctrinas místicas que nos aclaran el por qué del misterio de los druidas.