Un día, un ratón vio por el agujero de la pared donde tenía su madriguera al granjero y su esposa abriendo un paquete. Se emociono imaginando todas las cosas deliciosas que podría contener, pero muy pronto quedó horrorizado al descubrir que se trataba de ¡una ratonera!
Asustado, fue corriendo al patio de la granja para advertir a todos los animales:
– Hay una ratonera en la casa, ¡¡¡una ratonera en la casa!!!
La gallina, que estaba cerca, levanto la cabeza y le dijo:
– Discúlpeme Sr. Ratón. Entiendo que representa un gran problema para usted, pero a mí no me perjudica en lo más mínimo – y siguió escarbando la tierra.
El ratón corrió entonces hasta el cordero y le dijo:
– ¡¡¡Hay una ratonera en la casa, una ratonera!!!
– Veo que está muy alarmado, pero no hay nada que yo pueda hacer, solo orar por usted. Quédese tranquilo, le recordaré en mis oraciones – le respondió este impertérrito.
El ratón, ya desalentado, se dirigió a la vaca con sus últimas esperanzas puestas en ella, pero esta le dijo:
– ¿Acaso yo estoy en peligro? Creo que no…. Es más … Estoy segura que no. Lo siento por ti.
El ratón volvió a su madriguera preocupado y abatido, pensando en cómo afrontar solo aquella nueva amenaza.
Aquella misma noche se escuchó un rumor en la granja, como el de una ratonera atrapando a su víctima. La mujer del granjero corrió para ver lo que había atrapado. En medio de la oscuridad, no pudo ver que la ratonera había atrapado la cola de una cobra venenosa, que mordió a la mujer.
El granjero llamó inmediatamente al médico, que le recomendó que le preparara una sopa para la fiebre y el malestar.
El granjero, sin pensárselo dos veces, agarró su hacha y fue a buscar el ingrediente principal de la sopa: la gallina.
Sin embargo, la mujer no mejoraba. Su familia fue a visitarla y, para alimentarlos, el granjero tuvo que matar el cordero.
Finalmente, la mujer no sobrevivió al veneno y acabó muriendo. El granjero, para cubrir los gastos del funeral, tuvo que vender la vaca al matadero.
¿Empatía? Sí, pero selectiva
Dicen que la empatía está escrita en nuestros genes. Pero no cabe duda de que últimamente estamos desarrollando una empatía muy selectiva. Nos resulta más fácil empatizar con quienes se parecen a nosotros. Ponernos en la piel de quien percibimos como demasiado diferente exige un esfuerzo que cada vez menos personas están dispuestas a hacer.
Los medios de comunicación tampoco ayudan. Un estudio realizado en la Universidad George Washington sobre la cobertura de las noticias de desastres naturales a lo largo de los años 70 y 80 reveló que la gravedad o la letalidad de la catástrofe no es el factor principal que impulsa la empatía de la gente. La prensa estadounidense dedicó tres veces más noticias a un terremoto en Italia que se cobró 1.000 vidas que a uno en Guatemala más devastador que mató a 4.000 personas.
Obviamente, el público estadounidense se sintió más identificado con el sufrimiento del primero (a pesar de que el segundo era más cercano geográficamente), lo cual parece indicar que existen algunos grupos que son más “merecedores” de nuestra atención que otros (aunque no nos guste reconocerlo).
En 2019, el investigador especializado en empatía, Fritz Breithaupt, explicaba que, en medio de un conflicto, no somos capaces de empatizar total y efectivamente con los grupos históricamente marginados. Elegimos el bando con el que nos sentimos más identificados y el que creemos (o al menos esperamos) que defienda nuestros privilegios. Y una vez que tomamos partido se desarrolla una polarización tan fuerte que nos impide comprender las razones del otro o incluso ver su sufrimiento.
En otras palabras, demasiado a menudo nos comportamos como los animales de la granja de la fábula. Demasiado a menudo cerramos los ojos ante los problemas de los demás porque creemos que no nos atañen. Demasiado a menudo nos escondemos en nuestra “burbuja feliz” pensando que nadie podrá arrebatarnos esos privilegios.
Demasiado a menudo nos encerramos tras un muro de protección, inundando los accesos a nuestros domicilios con cámaras de seguridad, como escribiera Zygmunt Bauman. Pero cada cerradura adicional que colocamos en la puerta de entrada añade solo más miedo y desidia.
Mientras desarrollamos esa empatía selectiva y protegemos nuestra pequeña parcela de privilegio, perdemos algo mucho más importante: la humanidad. Cada vez que un niño es asesinado o explotado sexualmente, cada vez que una mujer es mercantilizada, mutilada o lapidada, cada vez que un anciano muere en la más absoluta soledad, cada vez que un padre no logra alimentar a su familia, cada vez que se pronuncia un discurso de odio sin que hagamos nada, muere un poco más nuestra humanidad.
La empatía no es una forma de ayudar a alguien, sino de ayudarnos a nosotros mismos. La empatía no es un favor que otorgamos a los menos privilegiados, sino una manera de abrirnos a las diferencias para comprender otras experiencias y crecer como personas. La empatía es la vía para conservar nuestra humanidad. Y si miramos para otro lado, perderemos tanto una como la otra.