Tú te quejas. Yo me quejo. Todos nos quejamos. En algún momento, todo el mundo se ha quejado por algo. Desde el tiempo hasta la política, el trabajo o la familia, quejarse es una manera para desahogar nuestras frustraciones y ventilar nuestros miedos.
De hecho, ¿sabías que pasamos una media de 8 minutos y 45 segundos cada día quejándonos? Eso se traduce en unas 1.300 quejas al año – siempre que todo vaya bien.
Sin embargo, si no hacemos nada para cambiar lo que nos hace infelices, las quejas empiezan a ser repetitivas y, lejos de convertirse en una catarsis emocional liberadora, tejen a nuestro alrededor una telaraña que nos atrapa – y de paso, drena a quienes nos escuchan.
¿Cuándo quejarse puede ser realmente productivo?
Quejarse tiene mala reputación. En la dictadura de la Psicología Positiva, pensamos que la queja hace daño y consideramos que es demasiado negativa. Sin embargo, siempre es conveniente poder expresar lo que nos preocupa, molesta o deprime. Fingir que no pasa nada abrazando un optimismo tóxico tampoco ayuda.
En la mayoría de las ocasiones las quejas son tan solo una búsqueda de validación externa. O sea, a veces necesitamos apoyo emocional, no soluciones. A veces necesitamos un oído atento y un hombro amigo, nada más.
Desahogarnos sobre el trabajo o sobre nuestro jefe irritante puede ser útil si la persona que nos escucha comparte nuestro malestar. Sentirnos escuchados y comprendidos nos ayuda a tranquilizarnos.
Quejarnos puede brindarnos la afirmación y validación que necesitamos de los demás para constatar que nuestras preocupaciones, enfado o frustración son razonables. De hecho, sentirnos molestos por las circunstancias puede ser un gran aliciente para el cambio.
Tomarnos un tiempo para pensar en esas veces en las que el mundo nos jugó una mala pasada tiene una función psicológica: nos ayuda a tomar nota de lo que está ocurriendo y nos permite compadecernos en un momento en el que probablemente nos sentimos maltrechos.
Sin embargo, esas “fiestas de lástima” deben durar un tiempo limitado. No podemos quejarnos eternamente. No deberíamos hacer de la queja nuestro leitmotiv (bueno, en realidad podríamos, pero no es conveniente porque terminaríamos convirtiéndonos en una víctima pasiva, compadeciéndonos y sintiéndonos miserables.
El punto de inflexión para dejar de quejarse
Así como la queja tiene una razón de ser, convertirnos en quejicas crónicos resulta contraproducente. Las quejas constantes terminan intoxicando nuestra vida y la de las personas en quienes las depositamos.
De hecho, diferentes estudios han revelado que las quejas no solo nos restan energía y son una carga emocional añadida, sino que quedarnos atrapados en ellas genera un nivel elevado de estrés y negatividad que termina reduciendo el hipocampo, una zona del cerebro responsable de la memoria, el aprendizaje y las emociones.
No cabe dudas de que las quejas son un veneno para el cerebro cuando se vuelven crónicas: alteran nuestras redes neuronales y afectan la capacidad de las neuronas para transmitir los mensajes.
El punto de inflexión se produce cuando has buscado la validación y la compasión de los demás, pero sigues quejándote por las mismas cosas. Obviamente, no siempre es fácil detectar ese momento porque a menudo estamos demasiado absortos en la queja.
A veces, necesitamos dar un paso atrás para determinar en qué punto del camino nos encontramos. No te fijes en las quejas aisladas, intenta encontrar un patrón. ¿Te quejas de tu trabajo o de tu pareja? ¿Te quejas de tu entorno o de tus hijos?
Descubrir ese patrón te permitirá identificar el área problemática. A partir de ese momento, pregúntate qué te retiene en una situación que te hace tan infeliz. ¿Quizá estás exagerando? Y si no es así, ¿qué puedes hacer para cambiar?
No tienes que lanzarte al vacío sin paracaídas, pero asegúrate de ir dando pequeños pasos que te vayan alejando de la zona donde te sientes mal. Solo así podrás romper el bucle de las quejas y recuperar el control de tu vida.
Referencias Bibliográficas:
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