Cultura de la complacencia: el enorme costo de negar lo que te incomoda

Cultura de la complacencia

Una pareja se enzarza en una discusión debido a un desencuentro en la forma de afrontar un problema. La escena es habitual, si no fuera porque mientras él le reprocha que está siendo egoísta, ella lo bloquea. Deja de oírlo y verlo. Convierte a su pareja en una figura negra y difusa a la que abandona al día siguiente.

Esta escena del capítulo “Blanca Navidad” de Black Mirror juega con la posibilidad de bloquear a las personas en la vida real, convirtiéndolas en una silueta oscura incapaz de comunicarse con quienes las han bloqueado. Los bloqueos virtuales trascienden a la vida real como sumo ejemplo distópico de la cultura de la complacencia que hemos creado en las últimas décadas.

La comodidad y la alergia a lo distinto

Una de las características de la cultura contemporánea es que nos ha acostumbrado a que casi todo tenga un botón que nos permite apagar, encender o comprar. De hecho, la cultura de la complacencia se deriva directamente de la sociedad consumista en la que todo debe estar al alcance de la mano para satisfacer inmediatamente las necesidades – reales o inventadas – del consumidor – previo pago de este, obviamente.

Y como a menudo el precio a pagar es el agotamiento, queremos que nos suministren cosas y experiencias positivas porque pensamos que la vida ya viene, por defecto, con un fardo muy negativo. Ese deseo de anestesiarse nos lanza a los brazos de la complacencia mientras nos aleja de la vida auténtica.

Por desgracia, esa actitud también se extiende al pensamiento. No solo deseamos evitar las emociones que catalogamos como negativas, cayendo en lo que se conoce como evitación experiencial, sino además las ideas que nos hacen sentir incómodos. Por ese motivo nos encerramos cada vez más en las cámaras de eco de las redes sociales donde nos retroalimentamos de ideas similares y atacamos sin piedad la disidencia.

De hecho, gran parte de la polarización actual no se debe únicamente a las diferencias de opiniones y valores – algo que siempre ha existido – sino al profundo rechazo a aquello que nos intenta sacar de nuestra zona de confort. Asentados en la complacencia, lo que nos genere la más mínima incomodidad y chirríe en nuestro mundo, intentamos expulsarlo, cancelarlo o bloquearlo.

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Tomamos el camino más fácil, y eso también vale para las personas que piensan y actúan de manera diferente, hasta el punto que estamos desarrollando – como individuos y como sociedad – una auténtica alergia a lo distinto.

Cómo la cultura de la complacencia nos está destruyendo

Cuéntame qué es para ti el dolor y te diré quién eres”, decía Ernst Jünger. Tenemos miedo a lo que pueda doler e intentamos evitarlo a toda costa, muchas veces narcotizándonos con “una estimulación violenta y compleja de los sentidos, que nos hace progresivamente menos sensibles y, así, más necesitados de una estimulación aún más violenta. Anhelamos la distracción, un panorama de visiones, sonidos, emociones y excitaciones en el que debe amontonarse la mayor cantidad de cosas posible en el tiempo más breve posible”, como explicara Alan Watts.

Por supuesto, no se trata de ser masoquistas, sino de desarrollar una perspectiva más equilibrada que destierre esa obligación irracional de ser feliz a toda costa y el exceso de positividad. La cultura de la complacencia genera una mecánica que enzarza lo agradable, consumible y placentero, pero únicamente en términos sedantes y como mero placebo.

Solo permitimos que entre a nuestra burbuja aquello que encaja en nuestra visión del mundo, nos agrada y nos da palmaditas en la espalda. Lo diferente se convierte en un factor disruptor que no sabemos gestionar, de manera que intentamos silenciarlo y, de ser posible, incluso aniquilarlo.

De esta forma, sin embargo, acabamos alimentando una enorme rigidez mental. Nos cerramos al cambio, que proviene precisamente de esa lucha entre las creencias establecidas y las perspectivas diferentes que las cuestionan. Cuando no queremos oír al que disiente, también nos hacemos daño a nosotros mismos porque nos arrebatamos la posibilidad de crecer y ampliar nuestra perspectiva del mundo.

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¿Cuál es el antídoto?

La solución es precisamente aquello de lo que pretendemos escapar: el pensamiento crítico y la incomodidad que genera. Todos tenemos miedo a aquello que pueda doler, pero necesitamos aceptar que el pensamiento comienza, irremediablemente, doliendo porque nos coloca directamente ante el espejo y nos muestra una imagen que no siempre nos gustará.

Lo cierto es que todo lo que ha cambiado el mundo ha sido – de entrada – incómodo y hasta cierto punto perturbador. Todo lo que provoca un salto cualitativo en el desarrollo personal también es incómodo, al menos al inicio. Es la base de la transformación y el crecimiento.

La cultura de la complacencia nos empuja a apretar el botón de cancelar y bloquear, creando la ilusión de que podemos escapar fácilmente del dolor y de lo que nos perturba. Pero la vida sigue su curso. Las personas, ideas y movimientos que “cancelamos” siguen su curso. Y más temprano que tarde volverán a llamar a nuestra puerta. Esta vez con más fuerza e insistencia. Y no estaremos preparados para lidiar con ello porque estábamos demasiado ocupados negando e ignorando su existencia.

Si nos asentamos en la cultura de la complacencia, entramos en una especie de inercia automática en la que solo nos preocupamos por ocupar nuestros días mientras escapamos – infructuosamente – del dolor y de aquello que nos desagrada. La toma de conciencia de que no podemos escapar eternamente de lo diferente, lo que nos incomoda e incluso de aquello que nos hace sufrir puede ser dolorosa, pero es crucial para llevar una vida con sentido que lata al ritmo del mundo que nos rodea.

Fuente:

Atienza, J. (2022) Hay una precariedad laboral que se camufla con motivación y entusiasmo. En: Ethic.

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