Hay pocas personas que no hayan oído mencionar o incluso empleado, con ínfulas de sabelotodo y en una conversación trivial, las palabras: partícula de Dios y bosón de Higgs.
Se trata de algo efectivamente presente en cada rincón de la vida y que posibilita algo tan simple como conversar a los gritos o elocuentemente sobre la ciencia en un café. Su importancia para la física suena, solo suena muy concisa: como deducción teórica explica y como partícula elemental es clave en el proceso que da origen a la masa en el universo.
El denominado modelo estándar de la física de partículas carecía de una pieza del rompecabezas invisible detrás de cada forma de vida, cada planeta y cada estrella. En los años sesenta, el físico británico Peter Higgs y el belga François Englert establecieron las características hipotéticas de un mecanismo por el que las cosas son como son y no de otra forma. En 2013, tras ser confirmado su trabajo, se les concedería conjuntamente el Premio Nobel.
Nombrado con el apellido del primero, la idea del “campo de Higgs” era la de una especie de “continuo” extendido por el espacio y formado por un número incontable de “bosones”, también con el mismo apellido, que darían masa al resto de partículas elementales, así como, en su caso, los “fotones” componen el campo electromagnético y de la luz:
El modelo que ideé en 1964 es simplemente la invención de un tipo de medio bastante extraño que parece igual en todas las direcciones y produce un tipo de refracción un poco más complicada que la de la luz en el vidrio o el agua.
Las partículas subatómicas se dividen en “fermiones” y “bosones”. Los primeros componen la materia, es decir, el átomo. Hablamos de electrones, protones y neutrones. Los segundos, en cambio, portan interacciones. Por ejemplo, fotones, gluones y los bosones W y Z son responsables de las fuerzas electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil. Higgs y Englert propusieron que la fricción con aquel campo hipotético causaría la masa de las partículas. En conclusión, aquellas que sufren una fricción mayor adquieren una mayor cantidad de masa.
Por, de alguna manera, dar la forma que tienen a todas las cosas, el bosón de Higgs fue denominado la partícula de Dios, apodo que hace imaginar al público que se está hablando de la facultad de la omnipotencia, un título muy seductor utilizado por primera vez por el también Premio Nobel de física Leon Lederman, en su libro de 1993 La partícula de Dios: si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta? No obstante, según el propio Higgs, este sobrenombre solo ha provocado enfado o confusión en quienes creen de corazón en el Dios monoteísta.
Pasarían décadas para que, por fin, el de julio del año 2012 se corroborara su existencia. Una hazaña científica que fue posible gracias al Gran Colisionador de Hadrones o “LHC”, financiado por veintiún Estados europeos e Israel, y a una dinámica de “competición colaborativa” entre los investigadores del Centro Europeo de Física de Partículas, ubicado en la comuna de Meyrin, Suiza. Aquella larga espera explica por qué el primer apodo del bosón de Higgs fue “the goddamn particle”, esa maldita partícula que tiene perfecto sentido, pero que no podemos hallar.
La importancia de este descubrimiento para el modelo estándar de la física de partículas no es otra que permitirnos describir casi perfectamente las partículas elementales y sus interacciones. Entender la masa permite entender todo lo demás. Sin esto no habría átomos, con lo cual no existiría ni química ni biología ni una conversación de café sobre ciencia o sobre Dios.
El problema para detectar el bosón de Higgs fue por mucho tiempo que esto es imposible de manera directa, ya que, una vez que este se produce, se desintegra casi instantáneamente, lo que da lugar a otras de las partículas elementales que, afortunadamente, han servido como una huella de la partícula de Dios, verificable gracias al gran colisionador de Meyrin.
¿Cómo se lleva a cabo esta demostración? En el interior del anillo del acelerador colisionan protones a una velocidad cercana a la de la luz. Esto se produce en puntos estratégicos donde están situados grandes detectores. La energía del movimiento se libera y queda disponible para que se generen otras partículas. Cuanto mayor sea la energía de las chocan más masa tendrán las resultantes, esto en conformidad con la famosísima ecuación de Einstein: E=mc².
Corroborar la existencia del bosón de Higgs ha trazado el camino de las futuras investigaciones sobre diversos fenómenos físicos, por ejemplo, la naturaleza de la materia oscura que compone un veintitrés por ciento del universo y cuyas propiedades siguen siendo completamente desconocidas. Estamos completando un rompecabezas oculto que, aunque no lo notamos, es más fundamental que nuestros encantadores e ilusorios debates de café. Esto tiene algo de fascinante y aterrador, tal y como está escrito en el libro de 2002 El salmón de la duda: haciendo autostop por la galaxia una última vez, del guionista radiofónico inglés Douglas Adams:
El hecho de que vivamos en el fondo de un profundo pozo gravitatorio, en la superficie de un planeta cubierto de gas que gira alrededor de una bola de fuego nuclear a 90 millones de millas de distancia y pensemos que esto es normal es, obviamente, un indicio de lo sesgada que tiende a ser nuestra perspectiva.
Imagen de portada: bosón de Higgs, la partícula de Dios, DW.
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