La calidad no es un acto, es un hábito – y la mediocridad le está ganando la partida

El habito de la calidad

La calidad no es un acto, es un hábito”, esta cita, que se le atribuye al antiguo filósofo griego Aristóteles, hace referencia a la naturaleza de la excelencia. De hecho, la palabra calidad proviene del latín qualitas, que se deriva a su vez de qualis, que se utilizaba para indicar una cualidad o modo de ser.

Aristóteles, al igual que Hegel más tarde, abogaba por la primacía de la calidad ante la cantidad, pero con el paso del tiempo esta palabra se fue alejando de la esfera personal para transformarse en un concepto más vinculado al mundo empresarial que comenzamos a aplicar fundamentalmente a los productos y servicios.

Sin embargo, la calidad se pierde cuando comenzamos a verla como un resultado, más que como un proceso o una cualidad intrínseca a la persona. Así terminamos haciendo lo justo para salir del paso. Nos contentamos con poco cuando podemos hacer más. Imbuidos en la cultura de la mediocridad, vamos normalizando la dejadez.

Una nueva pandemia: la implacable ola de mediocridad

¿Quién, en los últimos tiempos, no ha sospechado que la mediocridad gobierna el mundo? Según el filósofo Alain Deneault, hoy no existe ámbito que se libre de mediocridad: académico, político, jurídico, económico, mediático, cultural… Todos tienen a una persona mediocre como abanderada.

De hecho, la mediocridad se está deshaciendo del halo negativo que normalmente la acompañaba, hasta el punto que algunas voces afirman que el acto más radical y valiente que podemos realizar en nuestras vidas es aceptar la mediocridad. Sin duda, muy lejos estamos de aquellos tiempos en los que el poeta Walt Whitman escribía «vive intensamente, sin mediocridad. Piensa que en ti está el futuro y encara la tarea con orgullo y sin miedo«.

¿Cómo es posible pasar de buscar la excelencia a resignarse a la mediocridad?

Deneault explicaba que llega un momento en el cual una gran mayoría acata las normas imperantes, sin cuestionarlas, con el único propósito de mantener una posición relativamente cómoda. La gente suele inclinarse por la mediocridad porque ofrece seguridad y previsibilidad. Es el camino de menor resistencia, donde uno puede integrarse a la multitud.

El objetivo en esa sociedad consiste en no destacar demasiado porque, como escribía Somerset Maugham: “solo una persona mediocre está siempre en su mejor momento”. Como no se atreve a ir más allá, no se equivoca. Como no contradice, no tiene que enfrentarse a nada ni a nadie. Como no piensa, obedece.

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De hecho, la sociedad suele fomentar la mediocridad porque le resulta útil promover ese enfoque de “talla única”. Sin embargo, si todos abrazamos la mediocridad, desde el trabajador que limpia las calles por donde caminamos hasta el cirujano que podría operarnos, el informático que escribe el código de la aplicación móvil que usamos o el periodista que no contrasta las fuentes de sus noticias, es fácil comprender qué deriva está tomando la sociedad.

Alentar la mediocridad – entendida como darse por satisfechos con mucho menos de lo que podemos hacer – va en contra de la necesidad humana de actualizarse y crecer. Cuando permitimos que la mediocridad lo infiltre todo, termina siendo perjudicial para el desarrollo social porque las personas que nos rodean (incluidos quienes nos lideran) carecen de la visión, el pensamiento innovador y la proactividad necesarias para seguir evolucionando. La mediocridad suele plantear una contundente resistencia al cambio, aferrándose al statu quo, por lo que a menudo impide que otras personas alcancen su máximo potencial.

Construir el hábito de la calidad y la excelencia personal

Vivimos en tiempos en los que cuenta la cantidad más que la calidad. Cuentan más los “me gusta” en las redes y el número de seguidores que la calidad del contenido que se comparte. Cuenta más el número de ciudades o países que has visitado que las experiencias que has tenido en el viaje. Cuenta más el precio de algo que su valor.

En gran parte, ello se debe a nuestra obsesión con los números. Como escribiera Saint-Exupery: “a los adultos les gustan los números. Cuando uno les habla de un nuevo amigo, nunca preguntan sobre lo esencial. Nunca te dicen: ‘¿Cómo es el sonido de su voz? O ¿Qué juegos prefiere?’ Te preguntan: ‘¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? o ¿Cuánto gana su padre?”.

La calidad es un concepto mucho más escurridizo porque hace referencia al tesón y el esfuerzo por alcanzar la excelencia. Es más difícil de medir y evaluar. También más difícil de alcanzar y mantener.

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El escritor Malcolm Gladwell decía que “la práctica no es lo que haces cuando eres bueno. Es lo que te hace bueno”. Este enfoque se alinea con el marco ético que proponía Aristóteles, según el cual la calidad se logra a través de la práctica, día tras día.

En cambio, detrás de la mediocridad a menudo se esconde la desidia. La persona mediocre es aquella que no se esfuerza y se da por satisfecha con un rendimiento promedio cuando podría alcanzar la excelencia. Es la persona que no quiere seguir creciendo porque se siente a gusto en su zona de confort, un espacio en el que puede desenvolverse con lo mínimo indispensable, sin ponerse nuevos retos, sin desarrollar nuevas habilidades, sin pensar mucho.

Alcanzar la excelencia no es perseguir el éxito en el sistema, sino comprometerse cada día con mejorar un poco. Implica aprender algo nuevo. Esforzarse un poco más. Desarrollar el hábito de la calidad no es, ni más ni menos, que esforzarnos por seguir creciendo.

El hábito de la calidad no significa ser ambiciosos o competir con los demás, sino construir la excelencia personal, comprometiéndonos con nuestro crecimiento y con lo que hacemos. Significa dar lo mejor de nosotros cada vez que nos implicamos en algo para poder obtener el mejor resultado posible.

Lo contrario es sumirnos en una mediocridad que nos irá royendo lentamente. Cada vez que nos damos por satisfechos con menos de lo que podemos alcanzar, perdemos una oportunidad para ponernos a prueba. Cada vez que elegimos el camino más cómodo y fácil, perdemos una oportunidad para crecer.

Por supuesto, para liberarnos de la mediocridad se necesita coraje, esfuerzo y disposición a asumir riesgos. Implica salir de la zona de confort y perseguir la excelencia. Pero es importante no olvidar que aunque la mediocridad puede ser cómoda a corto plazo, suele pasar una factura muy elevada.

Referencias:

Peñas, E. (2021) Cuando la mediocridad es el triunfo. En: Ethic.

Hermanowicz, J. C. (2013) The Culture of Mediocrity. Minerva; 51(3): 363-387.

Bondarenko, N. (2007) Acerca de las definiciones de la calidad de la educación. Educere; 11(39): 613-621.

La calidad no es un acto, es un hábito – y la mediocridad le está ganando la partida

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