En más de una ocasión he comentado que la diferencia entre el hombre y el animal (es una forma de hablar, obviamente, el hombre es un animal también) es cuantitativa y no cualitativa. Normalmente, los científicos defienden (defendemos, si me permitís) la primera postura, mientras que los que se creen la obra culminante de la creación defienden la segunda. Sucede que no es tan fácil definir diferencia cuantitativa y cualitativa. Son conceptos un tanto vagos, pero la diferencia conceptual es muy grande. Lo que pasa es que cuando la diferencia cuantitativa es suficientemente grande puede llegar a parecer (o ser, ¿por qué no?) cualitativa. En su libro Las fronteras de la ciencia, su autor, Michael Shermer, nos explica dos ejemplos.
El primer ejemplo trata sobre las diferencias de nivel entre jugadores de ajedrez. Pero también podría decirse de cualquier otro deporte o especialidad.
Intuitivamente damos por sentado que los maestros del ajedrez anticipan más movimientos que los demás jugadores, pero el psicólogo Adriaan DeGroot ha descubierto que ocurre precisamente lo contrario: los maestros estudian menos movimientos; no obstante los que estudian son más relevantes. Pero ¿cómo los seleccionan? Al término de una partida y después de un movimiento clave que confundió a los expertos que predijeron su derrota, al gran maestro Bobby Fisher le preguntaron: “¿Cómo pudo prever que ese movimiento en apariencia desastroso le daría la victoria? ¿Qué pensó?”. Fisher repuso: “No lo sé. Simplemente intuí que estaba bien.”
La anécdota de Fisher constituye un ejemplo magnífico del carácter misterioso del proceso cognitivo del genio, que es lo que da pie al mito de Amadeus. La realidad es mucho más prosaica. Los psicólogos William Chase y Herbertt Simon calculan que los grandes jugadores de ajedrez llegan a familiarizarse con unas cincuenta mil posiciones en las que intervienen cuatro o cinco piezas y que a partir de ellas meditan qué jugadas tienen que realizar en la mayoría de las partidas.
A primera vista, estas cifras parecen milagrosamente elevadas, pero resulta más fácil entender qué ocurre si tenemos en cuenta que en el curso de diez años de intensa dedicación, un jugador puede llegar a acumular unas veinticinco mil horas de juego. A dos jugadas por hora, una persona puede adquirir los conocimientos y la habilidad necesaria para convertirse en maestro del ajedrez. No tiene nada de milagroso. Tras diez años de práctica cualquier persona puede alcanzar de forma natural y en cualquier campo tantas horas de práctica.
Cuando era muy joven formé parte de un club de ajedrez y, al menos durante algunos meses, jugaba de cuatro a cinco horas diarias. Un día visitó el club un maestro y jugó contra quince de nosotros en partidas simultáneas: las ganó todas. No estaba con cada uno más de dos segundos por jugada, era como si ya conociera todas las posiciones de antemano. Entonces me pareció una especie de genio, ahora sé cómo lo hacía.
Por supuesto, la diferencia entre un jugador mediano y un maestro, y un maestro y un campeón, estriba en el punto en que la diferencia cuantitativa llega a ser tan amplia que, de facto, se convierte en diferencia cualitativa: Bobby Fisher es totalmente distinto a los demás.
El segundo ejemplo trata sobre un hombre con una gran habilidad para el cálculo mental.
Cuando se observa a Art [se refiere a su amigo Arthur Benjamin] practicar su magia matemática parece un genio dotado de un don especial, un doble de Rainman a quien los números le caen del cielo. Pero Art no nació con ese don: lo aprendió a lo largo de muchos años de práctica, porque se divierte haciendo cálculos mentales desde que era muy pequeño. Cuando resuelve una multiplicación de dos números de cinco cifras, la respuesta aparece como por encanto.
Pero cuando explica cómo lo hace te das cuenta de que no hace nada que la mayoría no pudiéramos hacer si le dedicáramos bastante práctica. Es decir, si sabemos la tabla de multiplicar y practicamos (y practicamos y practicamos) las técnicas del libro de Art [Cómo parecer un genio sin proponérselo siquiera; el título es una traducción, no lo he visto en castellano], podríamos llegar a dominar su arte. Art se ha convertido en un Otro matemático —lo llaman “matemágico”— por la rapidez y adaptabilidad que ha ido adquiriendo con los años.
Prácticamente ningún problema que se le pueda plantear encierra para él sorpresa alguna. Puede elegir cualquier número de tres, cuatro o cinco cifras y reducirlo a una simple multiplicación. Aplica un sistema mnemotécnico que convierte números en palabras, lo cual le permite almacenarlos en su memoria mientras resuelve un nuevo problema; luego, en un nuevo paso del problema anterior, vuelve a convertir las palabras en números.
Es algo que ha hecho con tanta frecuencia que el proceso de conversión se ha convertido en una segunda naturaleza.
Por tanto, recordad que una diferencia cuantitativa muy grande puede ser vista también como diferencia cualitativa.
Fuente:
Michael Shermer, Las fronteras de la ciencia.
http://www.historiasdelaciencia.com/?p=1199