Una mujer cerca de la mina de Lonmin. | Reuters
Maputo
Bautizaba el escritor Dominque Lapierre en su libro, ‘Un arco iris en la noche’, que trata sobre la historia de Sudáfrica, este lugar como «el país de los plantadores de lechugas«.
Hacía referencia al inicio de esta nación por parte de los primeros pioneros holandeses que llegaron a Ciudad del Cabo y que plantaban verduras para que los marineros que iban o venían de la Ruta de las Indias no murieran por escorbuto.
Sin embargo, la historia de Sudáfrica donde realmente se ha jugado no ha sido a cielo abierto, sino a varios centenares de metros bajo tierra. Una especie de condena que ha enterrado millares de vidas, ha producido cientos de miles de millones de dólares y que fue el germen más importante del terrorífico apartheid.
Un futuro de oro enterrado bajo tierra
Hace algo más de un siglo, Sudáfrica descubrió que su futuro estaba enterrado en el suelo. La fiebre del oro desató una tormenta de buscadores de fortuna que llegaban de toda Europa en busca del auténtico Dorado.
Los propios Boers y colonos ingleses, entonces envueltos en una sangrienta guerra, unos para preservar «su tierra» y otros para explotar la inmensa riqueza del país, veían con preocupación esa llegada masiva de mano de obra europea y el ascenso de los mineros negros que eran promocionados en algunas compañías a puestos de responsabilidad.
De hecho, la primera gran revuelta de los mineros sudafricanos, en 1922, fue protagonizada por hombres blancos y liderada por el Partido Laboralista. La refriega, que duró tres meses, provocó que el entonces presidente, Jan Smuts, ordenara bombardeos indiscriminados que dejaron 214 muertos.
Sin embargo, el objetivo que buscaban los líderes sindicales se consiguió y la minería en los próximos años se blindó para que los negros fueran obligados a trabajar sin más futuro que el de sobrevivir a unas explotaciones en las que costaba dilucidar dónde se vivía en mejores condiciones: en las profundidades de la tierra o en sus casas-establos.
El teror pasado se conjuga
Hoy, la masacre de Lonmin, ha vuelto a destapar el submundo de la minería sudafricana. Los tours turísticos que se hacen por Soweto, Johannesburgo, la barriada negra más poblada del país, pasan siempre por los viejos barracones mineros en los que estaban forzados a vivir los mineros negros sudafricanos.
El turista escucha entonces historias atroces de miles de personas hacinadas en casas endebles, sin poder ver a sus familias durante meses, donde estaba prohibido la visita de sus mujeres, y en el que la muerte formaba parte del inexistente contrato. Hoy, más de 100 años después del inicio de aquellas historias, en plena democracia, poco ha cambiado la situación.
Quizá el turista sólo tiene que irse unos cuantos kilómetros fuera de Johannesburgo para comprender que el terror de aquellos tiempos se conjuga en presente.
Los mineros siguen viviendo en barracones, en el mejor de los casos, que en muchos casos carecen de luz y agua corriente. Miles de personas hacinadas que, como el caso de Ian Buhlungu, un trabajador de Lonmin, se ven forzados a levantar o alquilar una choza de madera y hojalata en la que carecen de ningún servicio salubre.
«Me gustaría ver más a mi familia», explica. Es un ejemplo más de los miles de trabajadores que viven en las mismas condiciones. Una gran extensión de polvo seco donde se amontonan unas chozas junto a otras. El aire es pesado, la miseria golpea a los ojos y las letrinas comunitarias, un agujero cavado en el suelo, denigran algo más que el olfato. Los trabajadores que consiguen que sus familias vivan con ellos, pocos, no tienen oportunidades de mandar a sus hijos a la escuela.
Las demandas de los mineros
El sueldo medio de un minero sudafricano ronda los 4000 rands (400 euros); la demanda de los líderes sindicales de la mina de Lonmin es que el salario suba a los 12.500 rands (1.200 euros). Desde la compañía afirman que el nuevo convenio sindical firmado en 2010 establecía un salario para los mineros (los que pican roca, que son los mejor pagados) de 10.000 y 11.000 rands si se aplican los bonus.
En todo caso, las condiciones salariales de los casi medio millón de sudafricanos que se dedican a la minería son diversas y dependen de las labores a realizar. Estas ciudades dormitorio cubiertas de polvo son también foco de una inmigración masiva llegada de los países del entorno. «Las condiciones aquí son mejores que en otros países«, decía Inis, un inmigrante zimbabuense, que huyó del horror de las explotaciones de su país.
La semi exclavitud, que denuncian constantemente las ONG de las minas de El Congo, Angola o Zimbabue, hacen de lugares como Lonmin casi un paraíso. En todo caso, miseria frente a más miseria.
Mientras, en el subsuelo de África seguirá sonando esa estremecedora canción, ‘Shosolozha’, himno no oficial de Sudáfrica, que cantaba la población negra cuando los subían a los trenes que los llevaban a las lejanas minas de Rhodesia del Sur (hoy Zimbabue) y que dice así: «Sigue adelante, sigue adelante sobre aquellas montañas, tren de Sudáfrica…».
No ha cambiado tanto su vida, la canción retumba en cualquier gueto sudafricano. El conflicto amenaza con extenderse por todo el país y está a punto de desencadenar a batalla definitiva por el control del CNA, coalición gobernante. El ala radical, liderada por el expulsado Julius Malema, ha aprovechado la situación para reivindicar de nuevo la nacionalización de todas las minas. El conflicto de Lonmin no ha hecho más que comenzar.
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