Cómo llegó al poder de Roma el Papa Juan Pablo II. Cuál fue el papel de Washington, la CIA, la ultraderecha clerical y la mafia italo-norteamericana en su designación y en la muerte del Pontífice que lo precedió. Cómo se ligan los intereses estratégicos de EEUU con su papado, y cuál fue el rol del Vaticano en la financiación del aparato paramilitar que asesinó y torturó a militantes y a sacerdotes católicos rebeldes en Latinoamérica. Cómo se inserta el Opus Dei en la estructura del poder clerical de Roma, y cuál era el escenario de poder real que se movía detrás del “Papa mediático” mitificado y endiosado por los gobiernos y las multitudes.
Luciani: el Papa que debía morir
El ascenso al sillón de Pedro de Albino Luciani, en 1978, con sus postulados “renovadores” representó un golpe inesperado para los sectores más ultra-reaccionarios -vinculados con Washington, el Opus Dei, la mafia y el lavado de dinero- que recorrían los pasillos vaticanos intrigando para imponer al conservador arzobispo genovés Giussepe Siri.
Juan Pablo I, un “revolucionario” de la Iglesia Católica, según los “vaticanistas”, fue el primer Papa con dos nombres, gesto que adoptó para honrar la memoria de sus dos predecesores, Juan XXIII y Pablo VI.
La apertura de la Iglesia hacia su “izquierda renovadora” produjo los pontificados de Juan XXIII y de Pablo VI, y amenazaba su continuidad expansiva con el apostolado de Albino Luciani, que chocaba con los intereses entronizados de la cúpula del poder mafioso encaramado en el Vaticano, de los cuales se valía Washington para irradiar sus estrategias de expansión en el seno de la Iglesia Católica.
Contrariamente a lo que pronosticaban los conocedores de las intrigas vaticanas, Luciani accedió a la jefatura de la Iglesia Católica en 1978, por encima del polaco Wojtyla al que, muchos, incluido el propio Luciani, consideraban número puesto como futuro Papa impuesto por el establishment del poder curial.
El secretario de Estado del Vaticano Jean Villot, un operador de Washington y de la mafia financiera en la “Santa Sede”, declaraba públicamente antes del ascenso de Luciani:“he encontrado al futuro papa: será el cardenal Wojtyla”.
En septiembre de 1978, Mino Pecorelli, un periodista que fue miembro de la logia P2 escribió un artículo titulado El Gran Alojamiento del Vaticano, dando los nombres de 121 presuntos francmasones de la mafia vaticana.
La lista, en gran parte, estaba integrada por cardenales, obispos, y prelados de alto rango. Los nombres de Jean Villot, su Ministro de Asuntos Exteriores, el cardenal Paul Marcinkus, jefe del Banco del Vaticano, y Pasquale Macchi, su secretario personal estaban en la nómina.
Según apuntan algunos biógrafos de Luciani cercanos al poder curial, gracias al trabajo realizado por Giovanni Bennelli, que había sido hombre de confianza de Pablo VI, se estima que más del 80% de los votos del cónclave fueron a favor de Luciani (Juan Pablo I), cuyo perfil continuador de la política de su antecesor provocó la desilusión y la indignación del lobby de los cardenales más derechistas.
Por suerte para estos sectores, el “papa de la sonrisa” sólo duró 33 días en el pontificado, lo que dio lugar a versiones de un complot contra su vida, algunos basados en simples rumores y otros sustentados en las declaraciones públicas de personajes clave que desmintieron la versión oficial sobre el súbito deceso de Luciani.
Sus ideas de “cambio” nunca llegaron a hacerse realidad ya que murió el 28 de septiembre de 1978, apenas 33 días después de haber sido electo, en lo que fue el segundo papado más breve de la historia desde León XI, quien murió en abril de 1605, a menos de un mes después de su elección.
La muerte de Luciani, se produjo en pleno desarrollo de la Guerra Fría que libraban Washington y Moscú por áreas de influencia. Principalmente en el contexto latinoamericano donde la Teología de la Liberación -nacida al calor del reformismo eclesiástico- se había convertido en la biblia de los llamados “curas rebeldes” del tercer Mundo.
En América Latina, las dictaduras militares “anticomunistas” formadas en la Escuela de las Américas y en la “Doctrina de Seguridad Nacional”, desarrollaban su “guerra antisubversiva” comulgando en la iglesias de la ultraderecha católica.
La jerarquía católica conservadora latinoamericana, imbuida de la “Doctrina de Seguridad Nacional” impulsada por Washington y el Pentágono, acompañaba y santificaba las andanzas represivas de las dictaduras militares nacidas por golpes de Estado impulsados desde el Departamento de Estado norteamericano, tal como se demostró en los documentos revelados recientemente.
Toda esa política del Vaticano, fue avalada y consentida por el sucesor de Albino Luciani, Juan Pablo II, quien se prestó al exterminio militar del “comunismo ateo” en América Latina, de la misma manera que se plegó a la “guerra anticomunista” que Washington y la CIA habían lanzado para desestabilizar a la burocracia soviética y establecer el mercado capitalista en las repúblicas socialistas de Europa del Este.
Años después, el Papa polaco que sucedió a Luciani avaló con su silencio los feroces bombardeos y la invasión a Yugoslavia, punta de lanza de la conquista de los mercados de Europa del Este, lanzada por la administración Clinton al principio de los 90.
Con la llegada de Ronald Reagan al gobierno de EEUU, en los comienzos de los 80 (teniendo como vicepresidente al padre del actual presidente, George Bush) se profundiza la relación de las mafias de las drogas y las armas con la estrategia de Washington, en cuyo entramado la CIA transplantó, con los contras nicaragüenses, la metodología operativa del Irangate en América Latina.
Tras su muerte en 1978, la teoría del “envenenamiento” de Luciani (el Papa Juan Pablo I) comenzó a circular off the record por los pasillos del Vaticano convirtiéndose en la comidilla secreta y a media voz de los grandes círculos del poder internacional.
Los rumores siguieron acumulándose y casi se transformaron en evidencia al negarse Jean Villot, secretario de Estado del Vaticano, a realizar la autopsia al cadáver del Papa Albino Luciani.
“Debo reconocer con cierta tristeza que la versión oficial entregada por el Vaticano despierta muchas dudas”, señaló el cardenal brasileño Aloisio Lorscheider a The Time, el 29 de septiembre de 1998.
Diez años antes, el irlandés John Magree, que había sido secretario privado de Luciani, negó que él hubiese encontrado el cadáver del papa muerto, sino la hermana Vicenza, una de las monjas que lo atendían.
Según sostiene Cristóbal Guzmán en su libro Opus Dei, la entronización del fanatismo, la historia fue recogida por John Cornwell en A thief in the night, donde sostiene que nadie en el Vaticano se preocupó de la enfermedad de Luciani. Por su parte, el investigador británico David Yallop va más lejos y es partidario de la versión del asesinato.
Según sus biógrafos, desde el momento en que accedió al trono de Pedro, Juan Pablo I hizo constantes y obsesivas “predicciones” -a sus amigos y colaboradores más fieles- de que su papado sería corto.
El obispo irlandés John Magree (señalado en un principio como el descubridor del cadáver de Luciani), recuerda en el libro Un ladrón en la noche: la muerte del Papa Juan Pablo I: “Estaba constantemente hablando de la muerte, siempre recordándonos que su pontificado iba a durar poco. Siempre diciendo que le iba a suceder el extranjero”. El “extranjero” era el polaco Wojtyla.
El propio Magree, secretario personal de Juan Pablo I, y amigo del poderoso cardenal Paúl Marcinkus, cuenta que, poco antes de morir, el papa le dijo: “Yo me marcharé y el que estaba sentado en la Capilla Sixtina en frente de mí, ocupará mi lugar.
Luego se dijo que fue el propio Wojtyla, ya convertido en Juan Pablo II, quién confirmó a Magree que, en el momento de la elección papal, él se encontraba casi de frente a Luciani.
Los hermanos Gusso, camareros pontificios y hombres de la confianza del Papa Luciani, fueron destituidos unos días antes de su fallecimiento, a pesar de la oposición del secretario papal, Diego Lorenzo.
Al parecer, también por esos días una persona logró introducirse en los aposentos del Papa, dejando en evidencia la falta de seguridad en el Vaticano.
Complementando estas extrañas señales, un médico vaticano advirtió al Papa días antes de su muerte que “tenía el corazón destrozado”.
Albino Luciani -dicen sus biógrafos- no tomó en cuenta este diagnóstico y continuó desarrollando sus actividades en los que serían sus últimos días de vida.