FMI: Esterilizadas a cambio de arroz

Las víctimas del programa de esterilización forzada que el FMI exigió al expresidente Fujimori piden justicia en los tribunales peruanos.

Tenía 30 años cuando me hicieron la operación y desde entonces soy casi inútil en el campo», asegura Cléofl Neira, de 50 años, desde la puerta de su casa de adobe. En Yanguila, un pueblo de unos cien habitantes cerca de la ciudad de Huancabamba, en el norte del Perú, más de 15 mujeres sufrieron la misma operación de ligadura de trompas. La mayoría de estas campesinas se quedaron inválidas y con problemas dolorosos de salud. Hoy siguen reclamando justicia ante las autoridades y han llevado el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Otras vías judiciales están en estudio para obligar al Estado a indemnizar a las víctimas.

«No quería someterme a esta operación, pero no sabía que ya no podría nunca más tener hijos, no me lo dijeron. Ellos venían con promesas de comida, de medicamentos pero no vimos nada, sólo los dolores», explica Cléofl, madre de siete hijos que tuvo antes de la operación.

«Ellos» son los emisarios del Ministerio de la Salud del Gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) que fueron enviados a la sierra de los Andes entre 1995 y 2000 para cumplir los órdenes de las autoridades: reducir la tasa de natalidad en el campo como lo había reclamado el FMI. El Banco Mundial entregó fondos para ayudar a aplicar el programa de planificación familiar que consistía en la Anticoncepción Quirúrgica Voluntaria. Más aún, Estados Unidos, a través de US Aid, financió el proyecto de Fujimori, el cual tenía las manos libres para actuar, disfrutando de una cómoda reelección en 1995.

«De voluntaria no tenía nada. La gran mayoría fueron forzadas o engañadas a cambio de unos kilos de arroz o de azúcar», asegura Josefa, una militante de defensas de derechos de mujeres. En todo Perú, se calcula que unas 300.000 mujeres fueron víctimas de la esterilización forzada. Todas eran campesinas, indígenas, pobres y analfabetas o con muy poca educación.

«Cada día, una enfermera de fuera venía a vernos para convencernos de operarnos y nos decía que no podíamos seguir pariendo como cuyes [conejillos de indias], era muy ofensivo lo que nos decía y al final fuimos un grupo de cinco mujeres, todo pagado, el trayecto y la comida hasta Huancabamba», cuenta Cléofl.

Hoy en día, ninguno de los médicos o enfermeros que practicaron las operaciones sigue trabajando en el hospital de Huancabamba. «Desaparecieron cuando empezamos a hacer la investigación. El Gobierno los llevó a Lima y algunos fueron destituidos», comenta Josefa. En 1996, salieron a la luz los primeros testimonios de las mujeres que fueron operadas. Organizaciones como el Comité de América Latina y El Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer (CLADEM), bajo la responsabilidad de Giulia Tamayo, juntaron informaciones y presentaron denuncias.

Luchar contra ese crimen

«Un día fui al hospital y vi cómo había unas 20 mujeres tumbadas en el piso en un charco de sangre, todas recién operadas. En ese momento empezó la lucha para parar este crimen», cuenta Josefa.

Vestida con su tradicional sombrero de paja, Bacilia Herrera se acuerda como si fuera ayer de su operación. «Fui al hospital porque tenía un dolor en la espalda y de repente me pusieron en una camilla y me dieron inyecciones. Al día siguiente estaba operada», cuenta Bacilia, madre de cinco hijos, un número bajo en la sierra, donde las mujeres llegan a tener entre siete y diez hijos.


Junto a su padre y su marido intentó denunciar el caso, pero ni la alcaldía ni los responsables tomaron en cuenta su testimonio. «Me hicieron firmar un papel que era la autorización de esterilización, pero no lo pude leer. Hoy, me arrepiento de haber firmado», concluye.

En su drama, Bacilia tuvo la suerte de ser operada por el doctor Jesús, hoy fallecido. No fue el caso de la mayoría de las mujeres, que pasaron por las manos de practicantes de enfermería, los cuales tenían metas que cumplir. «Se descubrió luego, al interrogar a médicos, que les pagaban un porcentaje por cada mujer esterilizada», asegura Josefa.

Unas 18 campesinas perdieron la vida a raíz de las operaciones. Muchas se quedaron con secuelas de por vida. «La operación era muy rápida y el día después nos dieron una sopita y fuera a la calle; muchas volvimos a trabajar a la chacra [granja] como si nada, pero después ya no podíamos movernos», cuenta Cléofl. Ella es una de las más afectada de Yanguila. Siete meses después de su operación, fue ingresada de urgencia en el hospital por padecer dolores intensos. Los médicos habían olvidado un hilo de seis centímetros en su vientre.

«Ahora siempre tengo ardor en la cintura, no puedo cargar leña», confiesa mostrando la cicatriz que le dejaron, que se asemeja a otro ombligo. Como la gran mayoría de las mujeres operadas, ya no puede mantener relaciones sexuales con su marido. «Tengo suerte, mi esposo no me rechazó», explica. Muchos hogares quedaron destruidos tras las operaciones, ya que los maridos dejaron a sus mujeres, consideras como inútiles para la casa.

Tras la gestión de varias comisiones de Derechos Humanos en el Congreso, las investigaciones sobre esterilizaciones forzadas en la época de Fujimori se encuentran en la Fiscalía de la Nación y avanzan lentamente, aduciendo falta de recursos. La ONG peruana Manuela Ramos presentó junto con CLADEM el caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Las víctimas esperan todavía alguna indemnización, pero su suerte depende ahora de quién ganará las elecciones presidenciales en la segunda vuelta del 5 de junio.

«Si gana la Keiko [la hija de Fujimori] contra Ollanta Humala, ya no podremos esperar justicia; caeremos en el olvido para siempre», asegura Cléofl Neira con angustia.

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