La primera parte del artículo la terminábamos preguntándonos cómo puede un Estado proteger legislativamente el pluralismo mediático sin que los gobiernos caigan en la tentación de utilizar losmedios estatales con fines propagandísticos e ideológicos. Teniendo en cuenta cómo se configura el mapa de los medios de comunicación en América Latina, parece lógico que los Estados tomen medidas para reordenarlo, intentando suprimir los oligopolios y abriendo paso al pluralismo y la diversidad. Leyes, como las aprobadas recientemente en Ecuador o Argentina, parecen la herramienta perfecta para ello. Pero como en toda ley, a fin de cuentas, su importancia reside más en el uso que se hace de ella que en su propio contenido.
Si menciono la reciente polémica que enfrenta al gobierno de Argentina con el Grupo Clarín por la aplicación de la Ley de Medios (Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual) aprobada en 2009, con toda seguridad la mayoría pensará que se trata de una maniobra intervencionista del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner para controlar es espacio mediático del país. Esto es, en gran medida (por no decir toda), lo que a bombo y platillo han denunciado medios de todo el mundo, la mayoría de ellos pertenecientes a corporaciones con intereses en la región. Pero si preguntamos por dicha Ley a algún militante kirchnerista, su discurso será otro: grupos como Clarín, además de controlar la inmensa mayoría de medios argentinos, se dedican a difamar y mentir en sus informaciones, por lo que, en pos de una auténtica libertad y democracia, es necesario quitarles poder, repartiendo la diferencia entre medios que, por no tener una capacidad económica tan grande, no tienen oportunidad de hacerse llegar a la población.
Sin duda, el kirchnerismo tiene razón cuando dice que el Grupo Clarín atesora un excesivo control de los medios en Argentina y que ello está reñido con la libertad de prensa y, en general, con la calidad democrática del país. Es cierto que a la hora de aplicar la mencionada Ley, el gobierno argentino se está olvidando de otros grupos importantes que realizan prácticas similares a Clarín (como Telefónica), y también que podría haber sido más exquisita en el reparto de licencias. Pero, así y todo, las corporaciones a las que aludíamos antes no están en condiciones de asegurar que detrás de todo se esconde simplemente una espuria intención intervencionista de CFK y los suyos. No es verdad.
Esta Ley de Medios fue aprobada en 2009 con la intención de modificar la anterior regulación, que databa de la última dictadura. Algunas organizaciones y partidos políticos argentinos llevaban tiempo quejándose -con razón- de que el país no podía continuar con una regulación que no se correspondiera con la realidad social y política del momento. Esta Ley contó con un amplio apoyo en todos los sectores de Argentina, sobre todo entre las fuerzas políticas progresistas; pero posteriormente se convirtió en una pieza fundamental en la guerra entre el gobierno y el Grupo Clarín. Guerra que, en realidad, viene de muy lejos. El uso que se ha venido haciendo de ella como punta de lanza gubernamental contra dicho grupo ha costado muchas críticas por parte de organizaciones y partidos que, a priori, apoyaron su puesta en marcha. En cualquier caso, las críticas no pueden ser un obstáculo para entender la realidad que se esconde tras la ejecución de sus artículos 45 y 161, que obligaban a 21 grupos mediáticos a desinvertir, deshaciéndose de 330 licencias (de las que más de 150 pertenecen al Grupo Clarín) antes del día 7 de diciembre de 2012. Esta fecha límite era la exigida por la Corte Suprema, pero fue prorrogada posteriormente por la Cámara Civil y la Cámara Comercial (prórroga confirmada nuevamente por la Corte Suprema el pasado 27 de diciembre la Corte Suprema) dejando la desinversión de Clarín en vilo hasta una sentencia firme sobre la constitucionalidad de la Ley. Las licencias que quedasen libres, pasarían a manos de medios más pequeños, muchos de ellos pertenecientes a diferentes organizaciones de diversa índole.
Pero más allá de los conflictos, e incluso más allá de las valoraciones que se puedan hacer sobre la actitud del gobierno, resulta exagerado y falso atribuir a la aprobación y aplicación de una Ley que resulta, a todas luces, sensata y poco radical, una estrategia autoritaria diseñada contra un grupo empresarial específico. En algún caso, además, estas acusaciones han estado falazmente defendidas bajo el pretexto del mal uso que el gobierno argentino hace de las licencias y de los espacios de publicidad institucional. En este punto es importante diferenciar las críticas legítimas que se puedan hacer a los abusos del gobierno en el manejo de sus prerrogativas, de las acusaciones por la aplicación de una Ley de Medios igualmente legítima y necesaria. Poner en entredicho la libertad de expresión de un Estado es una acusación demasiado importante como para sostenerla sobre premisas débiles o, directamente, falsas y falaces.
Es cierto que el gobierno argentino abusa del uso de espacios que la legislación le otorga en el marco de la información institucional o de interés general. Un claro ejemplo de ello es la Cadena Nacional. Las transmisiones conjuntas y obligatorias para todas las estaciones de televisión y radio destinadas a la difusión de mensajes oficiales que, por su relevancia, deben llegar al mayor número posible de población, son bastante usuales en América Latina. Con diferentes variedades, es usada en Chile,Venezuela, Honduras o Argentina. En el caso de este país, su uso está regulado por la polémica Ley de Medios, cuyo artículo 75 indica que “El Poder Ejecutivo nacional y los poderes ejecutivos provinciales podrán, en situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional, disponer la integración de la cadena de radiodifusión nacional o provincial, según el caso, que será obligatoria para todos los licenciatarios“. Es por todos conocido que la Presidenta, en un abusivo aprovechamiento de la expresión “de trascendencia institucional”, ha usado la Cadena Nacional con fines claramente electoralistas y propagandísticos (dejo como ejemplo, esta emisión de la Cadena Nacional de un día cualquiera del pasado septiembre de 2012, en el que, tras una introducción en forma de spot publicitario cargado de propaganda y doctrina ideológica, CFK habla durante más de una hora sobre lo que le viene en gana). Ciertamente, en beneficio del pluralismo y la calidad democrática, convendría regular el uso de esta herramienta, para hacerla efectiva en casos de extrema relevancia claramente detallados. También es verdad que se hace un uso partidista de los medios públicos y que, en general, se producen abusos gubernamentales en lo que a la gestión del espectro mediático se refiere. Ello, que es criticable y condenable, sin embargo, no puede servir como argumento de algunos medios americanos y europeos -algunos con claros intereses económicos en el país- para defender que la libertad de expresión esté en peligro. Sobre todo cuando estos grupos, siendo partícipes de los oligopolios que controlan la información y comunicación en la mayoría de Estados de la región, carecen de cualquier legitimidad para hablar de libertad de prensa y pluralismo informativo, y mucho menos para sentar cátedra al respecto.
Este mismo modelo, en el que se mezclan el manejo interesado de los gobiernos de sus prerrogativas sobre el espectro mediático con los intereses económicos de los grandes grupos empresariales que controlan la práctica totalidad de los medios de comunicación, es exportable a muchos países latinoamericanos. De tal forma que, normalmente, aquellos gobiernos que legislan contra los oligopolios y en favor del pluralismo acaban haciendo un uso abusivo o inadecuado de sus privilegios, mientras que aquellos que no legislan acaban permitiendo que los medios del país acaben sucumbiendo a los intereses de las corporaciones mediáticas, con el consiguiente detrimento de la pluralidad, la calidad y el rigor que los debe caracterizar. Una doble paradoja de difícil solución.
Ante este doble juego de espejos imposible, lo único que cabe esperar para la existencia de una pluralidad mediática auténtica en América Latina es la voluntad democrática de gobiernos y de grupos empresariales. En la mayoría de los casos a lo largo de la historia, los avances democráticos y el respeto a sus instituciones viene dado, en efecto, por la voluntad de gobernantes y los diferentes agentes políticos y sociales. Pero siendo realistas, esta opción no parece ser, al menos hoy en día y en el corto plazo, la que vaya a distinguirse en países como los que venimos comentando, o incluso en otros al otro lado del Atlántico como España. Ante esto, tan solo cabría afirmar que teniendo en cuenta lo complicado que resulta evitar que los gobiernos aprovechen los medios estatales y sus prerrogativas jurídicas y políticas con fines propagandísticos, partidistas o electoralistas, así como que los grupos mediáticos renuncien a parte de sus intereses empresariales en favor del pluralismo, lo que nunca podemos perder de vista en favor de los primeros es que, a priori, las medidas legislativas que se han tomado en algunos Estados latinoamericanos para regular y reordenar el espectro mediático no son en sí mismas, bajo ningún concepto, maniobras que pongan en peligro la libertad de expresión.
El primer paso para avanzar hacia la única solución posible en favor de la libertad de expresión y del pluralismo y, por ende, para conseguir una democracia mejor en América Latina, es renunciar al diálogo de sordos que mantienen gobiernos y grupos empresariales, irresponsables ambos, cada uno en su medida. Hace poco leía una frase que decía que la democracia no es una forma de gobierno, sino una actitud. Esa actitud hace falta en América Latina. Pero no solo allá. En todo el mundo, ni los gobiernos ni los medios de comunicación se caracterizan, en general, por una actitud que merezca los aplausos de la audiencia.
Artículo de Antonio J. Vázquez Cortés, escrito de www.passimblog.com