Hace cinco siglos, en la capital cultural del Renacimiento, Florencia, se celebraba una competencia única para establecer quién era el mejor artista del mundo, y los candidatos no podían ser de más altura: Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarroti.
Un día primaveral de 1504, un hijo pródigo florentino, Da Vinci, acudió a una importante reunión.
La cita es con uno de los jóvenes más ambiciosos de la República: Nicolás Maquiavelo, quien más tarde se hizo famoso con su tratado político El Príncipe, pero que en ese momento apenas estaba aprendiendo su particular arte.
“Lo que pasó ese día es que Leonardo y Maquiavelo firmaron un acuerdo. Leonardo había estado trabajando durante meses en una gran obra: La Batalla de Anghiari. La república florentina le había comisionado que pintara una batalla en el Gran Salón del Ayuntamiento, que era el nuevo y enorme espacio para las reuniones del órgano ciudadano”, cuenta el crítico de arte Jonathan Jones.
Ser elegido para algo de esta categoría era un gran honor. Pero, en este caso, la honra era recíproca.
“Leonardo ya tenía un poco más de 50 años de edad, ya había pintado La Última Cena, en Milán -de hecho, había trabajado durante años en esa ciudad pero la inestabilidad política lo había obligado a volver a Florencia-, y los florentinos querían su propia ‘Última Cena’, su propia obra maestra hecha por Leonardo da Vinci”, señala Jones.
EL PROBLEMA CON EL GENIO
Pero la ciudad se estaba impacientando. Había pasado más de un año desde que se le había encargado la producción de esta grandiosa pieza de arte público, inspirada en una de las más famosas victorias militares florentinas, y el mural aún no estaba listo. Ni siquiera un boceto.
Y eso que los líderes de Florencia habían hecho todo lo necesario para asegurarse de que Da Vinci tuviera lo que necesitaba para hacer su trabajo.
“Le habían dado un lugar para vivir y trabajar en el claustro del monasterio de Santa Maria Novella, y él se asentó ahí y empezó a hacer lo que le gustaba hacer, que era investigación.
No era que hubiera dejado a un lado su tarea: exploraba la batalla indicada, pero eso le daba una buena excusa para estudiar también el movimiento de los caballos y hacer dibujos, por ejemplo. Y de paso estudiaba a las aves, matemáticas, y trabajaba no sólo en la Mona Lisa sino también en versiones de diferentes composiciones con la Madonna, Jesús y Juan Bautista”, explica Jones.
Da Vinci era el erudito renacentista por excelencia. Poseía una enorme e ilimitada curiosidad; una imaginación extraordinaria. No sólo era un artista, era también científico, escultor, inventor, ingeniero, cartógrafo.
La Batalla de Anghiari era importante, por supuesto, pero igual lo era todo lo demás.
La misión de Maquiavelo ese día, en el Palazzo Vecchio, era asegurarse de que en éste caso Da Vinci terminara su trabajo, así que preparó un nuevo contrato que decía:
“El anteriormente mencionado señor magnífico… decidió que Leonardo da Vinci tiene que haber terminado completamente dicha obra y debe haberla perfeccionado para el final del próximo mes de febrero… sin excusas, discusiones o retrasos; y Leonardo recibirá en pago cada mes 15 florines en oro”.
DOS MAGNÍFICOS ENFRENTADOS
A pesar del nuevo acuerdo, Da Vinci continuó trabajando como lo estaba haciendo. Pero poco tiempo después se dio un momento fundamental en la historia del arte.
“Diez días más tarde de la firma de ese contrato, otra obra pública colosal apareció en las calles de Florencia y lentamente se fue desplazando hacia el Palazzo Vecchio, para instalarse a sus puertas. Se trataba de la estatua del David de Miguel Ángel”.
Esa enorme estatua de David desnudo, el joven héroe enfrentándose a un Goliat invisible fue un éxito inmediato: un símbolo para los florentinos de su valiente República.
Con 23 años menos que Da Vinci, Miguel Ángel Buonarotti, todavía era relativamente joven. Cuando Da Vinci dejó Florencia para irse a Milán, Miguel Ángel era un niño y había crecido pensando que él era el artista más destacado de la ciudad. Pero Da Vinci había retornado.
“Fue toda una conmoción para Miguel Ángel. La gran mayoría de las primeras biografías los describían como enemigos”, explica Jones, autor del libro Las batallas perdidas: Leonardo, Miguel Ángel y el duelo artístico que definió el Renacimiento.
Uno de los recuentos anónimos describe un enfrentamiento muy público que ocurrió cuando Da Vinci estaba caminando cerca del Palazzo Spini.
“Había un grupo de caballeros reunidos debatiendo un pasaje de la poesía de Dante. Llamaron a Leonardo, para pedirle que se lo explicara. Y dio la casualidad de que Miguel Ángel también pasó por ahí y uno de los caballeros lo llamó. Y Leonardo dijo: ‘Miguel Ángel se lo explicará’. A Miguel Ángel le pareció que se estaba burlando de él y respondió enojado: ‘Acláraselo usted, que diseñó un caballo para fundirlo en bronce y, al no poder hacerlo, tuvo que abandonarlo, cubriéndose de vergüenza’. Habiendo dicho eso, dio la espalda y se fue. Leonardo se quedó ahí, rojo de la ira”.
Su rivalidad iba a tornarse aún más pública ese verano de 1504.
LA HORA DE LA VERDAD
“Ese verano Miguel Ángel estaba en conversaciones con el jefe de la República y al final terminó trabajando en su propia pintura de una batalla. Me imagino que pensaron que eso asustaría a Leonardo y lo obligaría a terminar su obra más rápido, o que si Leonardo no terminaba, al menos tendrían algo. Pero si uno tiene en cuenta cuán obsesionados eran con las competencias, y que la comparación era parte de esa cultura, probablemente pensaron que así tendrían las dos y la gente iba a poder juzgar y decidir quién era el mejor”, reflexiona Jones.
Todo ese otoño y ese invierno, mientras Da Vinci laboriosamente hacía un inmenso dibujo de la Batalla de Anghiari, con su furioso enredo de caballos y jinetes batallando, los registros de pagos muestran que había obreros ocupándose de pegar una enorme hoja de papel para que Miguel Ángel empezara a trabajar en su pintura rival, de soldados que habían estado bañándose en el Río Arno, vistiéndose a prisa al escuchar la alarma de batalla.
Finalmente, en el verano de 1505, dos años después del encargo, Da Vinci estaba listo para empezar a pintar su Batalla de Anghiari en la pared del Gran Salón del Ayuntamiento. Pero, como él mismo registra, no con mucha suerte.
“6 de junio, 1505, viernes, a la décimo tercera hora, empecé a pintar en el Palacio. En el preciso momento en el que tomé mi pincel, el clima se deterioró y la campana sonó, llamando a los hombres a deliberar. El bosquejo se rasgó, una jarra de agua se rompió y el agua se regó. Y de repente, empezó a llover con fuerza hasta la noche”, escribe Da Vinci.
A pesar del mal augurio, Da Vinci continuó su trabajo pero cada vez más frustrado por no ser capaz de lograr la consistencia correcta de pintura para el gigante fresco.
Para el año siguiente, 1506, tanto él como Miguel Ángel habían virtualmente abandonado su trabajo y estaban concentrados en otros proyectos.
“Lo que pasó al final es que estos dos gigantes bosquejos terminaron colgados, uno al lado del otro. Según cuenta el escultor, grabador y escritor florentino Benvenuto Cellini en su autobiografía, mientras estuvieron ahí, esas obras inconclusas fueron la escuela del mundo: todos los artistas iban a verlas”.
Las pinturas sin terminar de Miguel Ángel y Da Vinci estuvieron juntas en el mismo salón por casi una década. Pero en 1512, cuenta la historia, un rival celoso cortó la de Miguel Ángel en pedazos.
Más tarde, en ese siglo, el Gran Salón del Ayuntamiento fue remodelado y durante la transformación se perdieron muchas obras, incluida la Batalla de Anghiari de Leonardo da Vinci.
Fuente: Louise Hidalgo – BBC