¿Pudieron estos seres considerados míticos en realidad ser reminiscencias de humanidades o civilizaciones anteriores?
Cuando hablamos de estas entidades «fabulosas» suelen observarse dos posturas extremas: por un lado el escepticismo radicalizado que niega toda posibilidad a su existencia, atribuyéndolo a relatos que la superstición sostuvo a través de los siglos, y por otro la creencia irrestricta, «mágica», donde se les atribuye naturaleza y características sobrenaturales. Vamos aquí a proponer otra mirada, como tantas especulativa en su reflexión que, empero, puede brindar algunas ideas que estimo interesantes.
El fundamento de esta aproximación —además de sostenerse en remitirnos a evidencias científicas sin que el academicismo sea cómplice de nuestras conclusiones— es también cuasi psicológico. Pues parte de proponer tales relatos no como «fábulas» ni mentiras, implica entenderlo como «supersticiones»; pero en el sentido más etimológico de la palabra: supérstite, ‘lo que sobrevive’ —un Conocimiento, un hecho que sobrevivió al calor generacional del relato repetido, adornado, modificado alrededor de la lumbre familiar, pero construido sobre un hecho real con una interpretación subjetivizada—. Estoy hablando de los mitos.
Un «mito» no es una invención gratuita: es una interpretación de la Realidad dentro de un Paradigma tal vez diferente al de quien a través de las épocas lo recibe. En el mito lo importante es la carga subjetiva y lo objetivo es sólo una anécdota o apenas un soporte, un «esqueleto», porque lo que interesa no es responder una pregunta circunstancial (qué, cuándo y cómo pasó) sino reforzar una cosmopercepción —es decir, una interpretación del universo—. Es donde el «qué», «cuando» y «cómo» se subordinan al «por qué» y «para qué». Pero el hecho real, objetivo, siempre estará allí, pues es la roca sobre la que se edifica el relato.
Muchas ideas subjetivas se articulan en el mito: lo «bueno», lo «malo», lo «peligroso para el clan», el por qué de la existencia… Es la gran carga psíquica de esos componentes, lo que garantiza su supervivencia en el tiempo, aún de maneras muchas veces clandestinas y punibles.
Si algunos hechos son tan traumáticos durante algunos milenios, sea en la memoria genética, sea en el Inconsciente Colectivo quedarán huellas, improntas de esos hechos, teñidos de gran tensión inconsciente. Tensión que necesita ser liberada, pues caso contrario su introyección puede «brotar» en grupos sociales en conductas inopinadas —así la Ingeniería Social sabe bien que «construyendo mitos» con símbolos y alegorías, con «Relatos» que no necesariamente son históricamente fidedignos es como se condicionan conductas de las masas—.
Emerge entonces como esos cuentos fantásticos de duendes, orcos, trolls y en general, lo que los pueblos han conocido como «la otra gente», «la gente pequeña», «la buena gente», «el pueblo de las peñas», etc.
Tal vez deberíamos, en un estudio posterior, señalar las diferencias —aunque culturalmente suelen ser etiquetados en el mismo anaquel— de los citados con las «hadas», los «elementales», entidades éstas mucho más «sutiles» o, mejor aún, existiendo a horcajadas de «diferentes realidades». Por supuesto, esta detallada distinción es tema de especialistas y estudiosos porque, para el común de la gente y el lector circunstancial, suelen ser sinónimos y, por ello, «explicables» de la misma manera.
Recuerdos ancestrales
En este sentido, quede claro que nosotros mismos concebimos esta idea como una hipótesis y no como una conclusión. Consideramos también —por ejemplo a la luz de nuestras investigaciones en torno a criaturas como el sasquatch, el ser antropomorfo de Atacama, ciertos «monstruos lacustres»— y no descartamos la teoría que puedan tratarse de entidades «interdimensionales», de «planos» o «universos paralelos».
Puede parecer una propuesta alocada y tal vez lo sea pero nosotros —tras tantos años un tanto indiferentes a las críticas superficiales— entendemos que con el conocimiento global del fenómeno (no simple información episódica) los indicios señalan fuertemente en esa dirección.
Pero una explicación no excluye otras, ante lo variopinto de la casuística. Y la que propondré hoy, aquí, es esta: que los relatos milenarios de estos seres son el recuerdo, matizado, de la convivencia de remotos antepasados con otras especies «no humanas» (en el sentido de descendencia filogenética).
Queda claro que para presentar esta idea debemos aceptar por un momento, aunque sea en un sentido general, la teoría evolucionista. Sé que muchos de mis lectores no creen en ella, aunque convengamos que la mayoría de sus críticos o no la han estudiado, u opinan con una fuerte creencia previa que le da un determinado «sesgo de aceptación». Están en su derecho, sólo señalo que en lo personal —hasta tanto no se me demuestre lo contrario— soy un «evolucionista rebelde». Explicaciones tales como la manipulación genética por seres extraterrestres en tiempos remotos creo que solo «echan hacia atrás» el problema (¿y esos seres, a su vez, de dónde salieron?), y en cuanto a un intervencionismo divino, eso requiere, una vez más, una determinada creencia previa, un dios personalista y paternalista preocupado por lo que pasaría en este planeta.
Otras humanidades
Empero, no estamos aquí para debatir este tema. Sólo permítanme explicar mi «rebeldía»: sospecho fuertemente que «existió otra humanidad» o, más bien, que la propia, nuestra, deviene de una antigüedad (y una cultura, y una civilización) enormemente más antigua de lo oficialmente aceptado. Por lo tanto, contando con la complicidad del lector, señalaré los hechos que considero relevantes.
Uno de los errores más significativos en la difusión popular de ese evolucionismo es creer que todo se reduce a una sola línea evolutiva. Un único «linaje» desde nuestros ancestros primates hasta nosotros. Queda claro que tal teoría sostiene solamente que tanto el ser humano como los monos descienden de antepasados comunes. Pero el escenario es más complejo que ése.
Porque en el inmenso laboratorio de la naturaleza, numerosas «especies» y «subespecies» aparecieron, prosperaron hasta cierto punto y se extinguieron. Y —esto es lo importante ahora para nosotros— convivieron. Éste es un hecho antropológicamente demostrado. Es decir, el Homo sapiens sapiens (nosotros) se define como tal hace unos 195.000 años (los hombres de Kibish y el homo sapiens idaltu), como resultado —dudo que «final»— de una línea fenotípica clara que comenzó hace 2.800.000 de años. Esa sucesión (Homo erectus, Homo ergaster, Homo habilis, etc.) marca literalmente el inicio de lo que geológicamente llamamos Pleistoceno, incluyendo el Holoceno 40.000 años atrás, etapa en la que vivimos. Y en esa línea temporal, convivimos con:
- Australophitecus (desde 3.300.000 hasta 2.500.000 años atrás).
- Kenyathropus platyops (desde 3.500.000 hasta 1.800.000 años atrás).
- Giganthopitecus (2.000.000 hasta 300.000 años atrás). Fuertemente primate, se supone que presentaba conductas que podrían tipificarse como «inteligentes». Con sus 3,70 metros de altura, explica desde los «gigantes» hasta el «Pie grande».
- Parantropus (2.600.000 hasta 1.100.000 años atrás). Obsérvese ese rostro, esa enorme cresta sagital sobre el cráneo, esa mandíbula inferior enorme, propia de un… «ogro».
Estas especies —debe comprenderse— han estado en el «comienzo» de las innúmeras cruzas genéticas, fallidas o no, que devinieron luego —y se solaparon— con los Homo. Pero ya «humanos», hechos y derechos, también en tiempos geológicamente muy recientes convivimos, interactuamos, guerreamos, con:
- Homo floresiensis (desde 140.000 hasta 12.000 años atrás). Pequeños, de un metro máximo de estatura, es llamado un poco en broma (y si es un poco en broma también es un poco en serio) «el hobbit» por los antropólogos. Imaginen seres adultos, perfectamente conformados pero con, como mucho, esa estatura, y se comprenderá porqué. De alguna manera —aunque son un tanto más altos— subsistieron como los pigmeos bosquimanos.
- Homo heilderbergensis (desde 600.000 hasta 200.000 años atrás). Una subespecie muy interesante: cercana, breve —«sólo» 400.000 años— de un metro ochenta de estatura promedio. Observen su rostro: allí tienen a los esperables «orcos».
Para que nos hagamos una idea de lo cercano en el tiempo que es todo esto, recordemos que las ciudades humanas hasta ahora conocidas más antiguas son Göbekli Tepe (9.000 a.C.), Cätal-Hüyuk (8.000 a.C.), Jericó (7.500 a.C.) , y la avanzada cultura arquitectónica, artística, religiosa presente en ellas hace sospechar milenios de gestación urbana previa.
- Homo altaiensis o «denisovanos» (desde 250.000 hasta 40.000 años antes del presente). Éstos, hombres y mujeres, tenían una altura promedio de 1,75 metros. Frente al 1,55 m de altura promedio del Homo sapiens sapiens de cuatrocientos o quinientos siglos atrás, eran, si no «gigantes», personajes intimidatorios.
- Homo neanderthalensis —sí, el ahora popular «hombre de Neanderthal»— (desde 230.000 hasta 40.000 años antes del presente).
- Homo tsaichanguensis (desde 190.000 años hasta 10.000 años atrás).
Entendamos entonces que nuestros antepasados convivieron con estas líneas genéticas, quizás organizadas también en sus propios clanes o comunidades, con jerarquías, con cultura propia —demás demostrado en el caso de los neandertales con los cuales, recordemos, se sabe que el Homo tuvo cruzas fructíferas y de hecho en amplias comunidades humanas contemporáneas es posible encontrar pares genéticos neanderthalenses—.
Se parecían a lo que hoy llamamos «humanos», pero no eran reconocidos como tales. Su diferenciación y aislamiento —que sin duda contribuyó a su extinción— tiene que haberles dotado de costumbres y características culturales también muy propias, diferentes, que acentuaría la «extrañeza» que causaban en las comunidades originarias de las que descendemos.
Sería interesante explorar si —además de los relatos— quedaron constancias no solamente de su existencia (posiblemente hasta tiempo históricamente mucho más próximos) sino de cómo los veían los humanos.
Por ejemplo, esta estatuaria de Ur, Sumeria (aprox. 3000 a.C.) bajo estas líneas, con esos rasgos taxonómicos tan definidos, ¿es solo la rusticidad y simpleza de un artesano que era incapaz de reflejar la realidad de mejor manera —como darían sobradas y maravillosas pruebas pasados unos pocos siglos— o era una reproducción correcta y literal de los rasgos de un descendiente de Homo tsaichanguensis aculturalizado e integrado, y quizás con autoridad prominente, en la naciente cultura mesopotámica?
Por Gustavo Fernández. Edición: MP.
Duendes, Orcos y Trolls: la leyenda a un paso de la historia