domi Ruta de las esculturas

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En Sintra, entre el centro urbano y la zona “noble” de la misma, alguien ha decidido colocar una serie de figuras cinceladas por varios escultores, unidos por una misma temática: el lenguaje de los símbolos. Cada una de estas formas no puede entenderse como aislada de las demás, sino que todas ellas forman un conjunto simbólico. Los artistas que las han elaborado han querido, sin duda, decirnos algo. Cada cual podrá leerlas según su intuición y estamos seguros de que otros querrán ver un mensaje diferente al que, por nuestra parte, hemos considerado. Están en su derecho. No en vano, el mismo símbolo puede ser susceptible de distintos niveles de interpretación.

1. La Rosa y Dios Padre

Se trata de esculturas simbólicas que, en tanto que tales, pretenden ser expresiones sensibles de ideas. Todas ellas están situadas en un espacio de apenas 100 metros. La secuencia de inicia con dos imágenes algo separadas del resto: un trono representado por un cojín extremadamente mullido realizado en mármol blanco, sobre el que se ve una rosa. Cerca de allí, sobre una piedra en bruto, una imagen de Dios Padre con los brazos abiertos parece ser la contrapartida: esoterismo y exoterismo, vía interior y vía exterior, parecen sugerirnos ambas figuras. El esoterismo, representado por la rosa (esa rosa roja, equivalente al corazón y que el adepto siente como se abre en su pecho cuando atraviesa la última fase dela progresión que le lleva por los peldaños del Saber). El exoterismo representado por el culto religioso y la fe, ese impulso emotivo del alma que nos lleva a abstraernos y creer a la espera de la recompensa en el más allá. No es por casualidad, sin duda, que la imagen de este Dios Padre está diseñada de manera etérea; a pesar de estar elaborada en hierro forjado puede verse a través suyo.

 

Guénon piensa que solamente la unión de esoterismo y exoterismo, de doctrina interior y de fe pública, pueden conducir a la liberación del alma. No parece evidente. La fe es apenas una forma de emotividad. Tener fe, simplemente, tranquiliza, pero no es seguridad ni vencer al desasosiego lo que implica una práctica espiritual, sino más bien, clavo ardiendo al que asirse en un mundo que tiene poco sentido. Al igual que ascender por el camino que conduce a la cúspide de una montaña, implica que el paisaje que vemos se va ampliando y va cambiando la percepción que teníamos de él en los niveles inferiores, así mismo en el terreno de la espiritualidad existe un nivel inferior, la fe, y un nivel superior, la conquista de lo espiritual. La fe se expresa a través del exoterismo, de la práctica religiosa, superior seguramente a la mera observancia de principios morales, pero inferior a la práctica esotérica. Porque el esoterismo implica reconocer que existe una realidad física y una realidad metafísica y que la iniciación es el puente entre una y otra realidades. Así pues, estas dos primeras imágenes nos sitúan ante esa disyuntiva: o culto exterior, o práctica interior, o “salvación” o “liberación”. Quien aspire a la “salvación”, la religión tradicional, la Iglesia, ofrece una vía. Quien aspire a la “liberación” deberá optar por recorrer un camino mucho más complejo en donde nadie le perdonará sus pecados, ni le reprochará sus errores: una “vía autónoma a la trascendencia”, en definitiva. La vía del esoterismo.

2. El laberinto y el árbol

El ser humano, arrojado a un mundo carente de sentido tiene, durante todo el tiempo que se prolongue su estancia aquí, la posibilidad de permanecer en las tinieblas o de aspirar a buscar la luz, esto es, a dar un sentido a su vida. En la Edad Media, el laberinto que se encontraba en algunas catedrales góticas indicaba los conflictos y los problemas que todos encontraríamos en nuestra peripecia en este mundo, pero siguiéndolo, finalmente, llegaríamos a un centro exento de conflictos. Ese centro se representaba casi siempre por un círculo o una figura geométrica próxima a él (el octógono regular). Aspirar a llegar a ese centro era, justamente, lo que daba sentido a la vida.

En el camino de Sintra, la siguiente escultura que encontramos nos muestra a un “laberinto” en forma de línea quebrada, que partiendo de lo más profundo de la tierra, de la negrura más abisal, va ascendiendo hasta la superficie y eclosiona como forma vegetal. El simbolismo es el mismo que el de las viejas catedrales: de la negrura y de conflicto a la luz. Tal es el recorrido que la simiente debe superar una vez se la ha enterrado en la tierra. La semilla busca la luz porque es ahí, en contacto con la luz del Sol, como podrá crecer y multiplicarse.

Por otra parte, la vida vegetativa es un estadio inferior en relación con la vida animal. Es necesario comprender la necesidad de pasar de las tinieblas a la luz. Ese primer recorrido es complicado, e incluso laberíntico: no hay escuelas esotéricas dignas de tal nombre que “garanticen” que el camino emprendido llegue a buen puerto; hay lecturas que el interesado puede estudiar, símbolos que deberá tener en cuenta, pero también hay mucha charlatanería, mucha banalidad, demasiado gusto por la erudición que lo desviará de su camino. La única señal de que va por una buena ruta y de que va esquivando las trampas del laberinto y aproximándose a la luz, es seguir solamente a quien hable claro desde el principio: no se trata de “mejorar” como persona, ni de “enriquecerse como ser humano” o “crecer”, sino, simplemente, de destruir el Ego. De morir, en definitiva. La semilla muere como tal cuando eclosiona y sale a la superficie para alimentarse de la pura luz del sol. Si una semilla tuviera la potestad de negarse a morir, sin duda, jamás daría fruto. El ser humano está situado en un espacio intermedio entre la Trascendencia y la Materia. Su cuerpo es materia, su alma es espíritu, pero su mente es una emanación de sus neuronas y por tanto de la materia que compone su cerebro, pero al mismo y está situado en el espacio intermedio del ser humano: es emanación de la materia, pero no es materia. Es ahí, en su cerebro en donde anida lo esencial de su personalidad, de su Ego. A lo largo de la vida, el ser humano, debe en cada momento, optar por engordar su Ego o por liberarse de su tiranía. Engordar el Ego supone verse atraído por el mundo de la materia, liberarse de él implica tender hacia la conquista del mundo que está “al otro lado”, el mundo de la trascendencia. Y, para ello, es preciso liberar la personalidad, neutralizarla primero y vencerla después. Vale la pena recordar que en el camino de la verdadera espiritualidad, el Ego no tiene entrada. Cuando se acepta esto, la semilla ha llegado a la superficie, ha entendido la vía a seguir y se sitúa en el atrio del Templo del Saber.

3. La comprensión del Mundo

Todas las escuelas esotéricas (y especialmente la tradición hermética alejandrina) explican que el mundo está compuesto por una sucesión de elementos que emanan de lo Absoluto y replegándose sobre sí mismo, ese Absoluto crea el Cosmos, la totalidad; el círculo vacío es su representación. Esa totalidad está formada por dos principios: activo y pasivo, cielo y tierra, espíritu y materia, positivo y negativo; sin duda, el ying-yang es el símbolo que mejor nos transmite estas concepciones. Todos estos elementos están representados en la parte superior de la siguiente escultura: La pura trascendencia es la estrella e cinco puntas con volumen que aparece en la parte superior, como culminación del conjunto. Inmediatamente debajo aparece el círculo y debajo suyo, el ying-yang. Los colores que dominan son el blanco y el rojo y todos estos símbolos están situados sobre una forma triangular de piedra relativamente pulida que tiende a lo alto.

Los elementos de la parte inferior, en cambio, están incluidos en una piedra apenas sin desbastar y en ella es perceptible la espiral levógira, la estrella de seis puntas y la estrella de cinco puntas, esta última provista de una tonalidad rojiza idéntica a triángulo superior. La espiral sugiere generación, desarrollo de una fuerza que, después de varios giros termina abarcando el perímetro formado por la estrella de seis puntas. ¿Qué implica este elemento? En la Tradición Hermética es la fusión de los cuatro elementos (Fuego, Tierra, Agua y Aire) que forman la estrella de seis puntas (la llamada “Corona del Mago” 1+2+3+4+5+6=24).

La tradición hermética alejandrina aludía a que estos cuatro elementos tenían su equivalente tanto en el cosmos como en el interior del ser humano (el fuego en la sangre, la tierra en los huesos, el agua en los fluidos corporales, el aire en los pulmones). De ahí que también este símbolo sea la unión de dos triángulos, macrocosmos y microcosmos. Tomar conciencia del propio cuerpo y de sus elementos parece una de las vías para armonizar la vía y adquirir una naturaleza en cuyo interior exista equilibrio, es decir, “ser hombre”. A diferencia de una modernidad que tan fácilmente concede la patente “humana” a cualquier primate evolucionado, en el terreno de la Tradición Hermética, tal condición solamente se concede a quien tenga la conciencia de que dentro de sí mismo existe un elemento sobrenatural, una chispa de trascendencia, que se trata de desarrollar. Como se sabe, la estrella de cinco puntas se traza en función del llamado “número de oro” o “divina proporción”: es decir, de una “medida” divina que está presente en algunos humanos. De ahí que en el conjunto escultórico esta estrella de cinco puntas esté presente en la piedra, como réplica invertida de la estrella de cinco puntas esculpida casi en el vacío en lo alto de la imagen.

4. La cópula filosofal

La “divina proporción” y el “número de oro” presentes en el trazado del pentágono regular y en la estrella de cinco puntas, indica que hay en el interior del ser humano que tiene conciencia de sí mismo y de su realidad, un “germen” que puede desarrollarse. Es lo que nos indica la siguiente escultura: una imagen de verticalidad en cuya base se encuentra un “huevo” (símbolo de toda generación), próximo a un “cinturón” formado por triángulos equiláteros (símbolo del fuego), encima del cual, un canal ascendente conduce mediante una progresión de piedra a una forma redondeada, evocadora, sin duda, de las curvas femeninas. Para confirmarlo, un búho estilizado cuyo pico es un triángulo invertido parece ser el destino del germen situado en la base.

Lo que el artista no está diciendo es la necesidad de unir lo “activo” (el huevo) y lo “pasivo” (el triángulo invertido, símbolo también de la feminidad). Tras ordenar los cuatro elementos que existen en su interior, el ser humano da “forma” a su naturaleza (la estrella pentagonal), con el que podrá huir de la materia. El tránsito a través del canal ascendente que muestra la escultura que comentamos implica unir esa chispa de trascendencia que encontramos en el ser humano al “aspecto femenino del Cosmos” es lo que la Tradición Hermética llamó “la cópula filosofal”. Los textos clásicos advierten que solamente es posible realizar esta cópula en cuanto el “principio activo” (el huevo de toda generación) está suficientemente depurado y es capaz de huir de la materia y reconocer su meta en el Espíritu, ese principio pasivo presente en el Cosmos solamente accesible para un espíritu que ya se ha liberado de las escorias del Ego.

5. La gestación del hombre nuevo

Apenas 20 metros más adelante por el camino del Palacio Nacional de Sintra, se encuentra la siguiente escultura: una forma femenina esencial, reducida a un cuerpo en el que destaca el vientre, visiblemente embarazado, sin rostro, es el “crisol” en donde se gesta el hombre nuevo que nacerá de la “cópula filosofal”. La imagen de la mujer y del fruto de su vientre, parece escapar del mármol que los representa. Bajo ella, en la parte izquierda, sumido en la piedra en bruto, un fauno, apenas está en condiciones de extraer la cabeza y observar con gente horrorizado la imagen de la mujer encinta.

En la Tradición Hermética, a la “cópula filosofal” sigue una etapa en la que se trata de insistir en lo realizado hasta ese momento: ir depurando la materia, asegurarnos de que el Ego ha sido definitivamente vencido (ese Ego representado por el fauno, símbolo de lo que es meramente humano, animal, salvaje, desenfrenado, incontrolable, encastrado en la “piedra en bruto”). Los nueve meses de gestación de todo embarazo, son el símbolo de ese proceso de perfeccionamiento interior realizado con total abandono de uno mismo, como el feto se abandona a su madre durante el embarazo. La blancura de la forma femenina, sus contornos perfectamente dibujados por el cincel, aumentan la sensación de huida de la materia, contrapartida al fauno y a su Ego, atrapados en la misma.

6. La piedra se va desbastando

La siguiente escultura es extremadamente diáfana para que nos tome muchas líneas el comentarla: en el interior del vientre de la madre, el nuevo ser va cobrando forma. En él son perceptibles ya los rasgos de un recién nacido. Poco a poco, la piedra va quedando desbastada, la materia superflua va cayendo, y el nuevo ser va adquiriendo sus facciones definitivas.

La masonería moderna, heredera de antiguas corporaciones artesanales y estas, a su vez, detentadoras de ritos iniciáticos procedentes del mundo clásico, alude a la transformación de la piedra en bruto, sacada de la mina, informe y áspera, que equivaldría al ser humano anterior a comenzar su proceso de perfeccionamiento y, por tanto, en el simbolismo masónico equivale al grado de “aprendiz”. Dicha “piedra en bruto”, mediante el “arte”, deberá transformarse en “piedra cúbica”, con sus seis caras perfectamente pulidas, cuya proyección se extenderá por las seis direcciones del espacio, en lo que constituye el símbolo del “compañero”, el segundo grado de aprendizaje en la masonería.

El artista de Sintra ha representado esta misma idea de otra forma: la piedra en bruto, con forma de cuyo sin desbastar, poco a poco va adquiriendo los rasgos del nuevo ser. Se percibe claramente que el artista ha querido huir del simbolismo masónico para evitar caer en equívocos simbólicos y ha dado su particular interpretación que culminará en la escultura siguiente.

7. El nacimiento del hombre nuevo

La última escultura de la serie nos muestra a la vez el dominio que el artista tiene sobre el mármol, pues no en vano, ha cincelado a un recién nacido perfecto y absolutamente realista, sino también el dominio que tiene sobre el simbolismo: el bebé, en posición fetal, se dispone a salir del claustro materno, es el Hombre Nuevo. El “re-nacido”, el nacido dos veces, el “vuelto a nacer”, aquel que ha pasado por la “iniciación” que en el mundo clásico equivalía a un nuevo nacimiento.

La imagen recuerda extraordinariamente al final de la película de Kubrick, 2001 Odisea en el Espacio. Haciéndose eco de la popularidad que vivía en la época el padre Teilhard du Chardin, Kubrick sobre el “Cristo Cósmico” como destino final de la evolución de lo humano, presentaba el nacimiento del hombre nuevo con la imagen de un feto en gestación proyectado sobre el planeta Tierra. La película de Kubrick es, en cualquier caso, difícilmente comprensible en nuestros días cuando las tesis de Teilhard du Chardin se han desdibujado completamente y solamente subsiste un eco de las mismas en el movimiento de la New Age. Sin embargo, a poco que nos documentemos, veremos que la idea del nacimiento de hombre nuevo es común a todas las escuelas herméticas y a toda la metafísica tradicional. El hombre viejo, representado por aquella estrella pentagonal tintada de rojo, que tiene en sí mismo la chispa divina pero que se muestra incapaz de manifestarla en tanto que ahogada por su Ego, finamente logra liberarse, hacerse con una “forma”, sublimarse, mediante la muerte del Ego a la que sigue, tras una etapa de gestación y depuración, el nuevo nacimiento, no ya en la materia sino en el espíritu.

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Resulta curioso dar una vuelta, en un momento de vacaciones, por las inmediaciones de Sintra y bruscamente encontrar una serie de estatuas colocadas recientemente que nos hablan en el lenguaje tradicional de los símbolos. Los símbolos están ahí para sugerirnos interpretaciones. No apelan a la lógica, ni al racionalismo, pero si a la coherencia y a la racionalidad. Con solo verlos, las interpretaciones apelan a nuestra intuición. Son como chispas en la oscuridad que permiten divisar en la mínima fracción de tiempo, el paisaje que estamos recorriendo. Hacía mucho sol en el camino que va desde el centro urbano de Sintra a la zona noble de los palacios y las quintas. Y ha querido el destino que nos fijáramos en estas imágenes que, en sí mismas, constituían una “morada filosofal”, esto es el soporte físico de una verdad hermética.

Se observará que no hemos dedicado ni una línea a los autores de estas esculturas: ¿a quién le importa una firma personal para un conjunto que nos habla de vencer al Ego?

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