Es posible que en el ser humano se conjuguen diversos impulsos, unos más primarios, que se desprenden de la biología y la tiranía de los genes, y otros más sutiles, epigenéticos y posiblemente espirituales. Sabemos que el sexo es un instinto necesario para la supervivencia de una especie, pero en el sexo, y en su constelación con el erotismo y el amor, conviven otros impulsos, quizás más altivos o simplemente dirigidos hacia otro tipo de supervivencia y de realización.
En el diálogo del Simposio, Diotima, la gran expositora del amor que parece dar voz a la visión platónica de Eros, señala que de una u otra forma el amor es un llamado (una pasión) hacia la inmortalidad. Podemos ver esto desde el sentido biológico en el que la vida misma se perpetúa, más allá del individuo, a través de la especie que procrea. Otra forma de verlo es a través del alma que busca también su crecimiento y evolución hacia esferas más altas, acercarse a la divinidad y a su origen en las estrellas (puesto que “el cuerpo es la tumba” temporal del alma). En este caso el amor es aquello generado por la belleza –que es una imagen de la Belleza y de lo Bueno y finalmente de Dios. El amor, idealmente, así trasciende el mundo terrenal y corporal: al enamorarse el alma de la belleza individual (que le recuerda su propia belleza) y no desfondarse en esa belleza particular sino de ahí dirigir su ojo interior a la belleza de todas las cosas, a la idea misma de la Belleza, un amor por lo celeste que se transparenta en el mundo.
Algo similar nos dice Plotino en la III Enéada: “Hay almas a quienes la belleza terrenal los lleva a la memoria de una dimensión superna y aman entonces lo terrenal como una imagen”. Es decir, son conscientes estas almas de que la belleza impermanente de esta tierra es sólo una imagen de la belleza eterna y pueden usar esta belleza como vehículo de contemplación para escalar de regreso –de lo múltiple– a lo Uno. El alma (la Venus Celeste), dice Plotino, produce el amor (Eros) como medio para acercarse a la Mente Divina. La flecha del amor, el deseo, la mirada, es también un puente invisible sobre el cual puede elevarse la psique.
Estas ideas de la filosofía clásica reaparecen con sus variantes en una modernidad donde la vanguardia del pensamiento parece estar en la ciencia. “Existe una urgencia individual por la intimidad, por intercambiar subjetividades, en la comunicación. Por la telepatía. Nuestro deseo nos dice lo que queremos ser: seres verdaderamente intersubjetivos”, dice David Porush. En este video Jason Silva explora este deseo de fusión, de profunda intimidad, de empatía transpersonal que, creo, es también un deseo de disolver la separación y regresar la multiplicidad en la que habitamos a la unidad inmanente. El sexo inflamado por el amor es también una urgencia de aniquilar la dualidad.
El deseo de la comunicación por el éxtasis semántico, por la semiosis, por la unión de signos, nos dice Silva, es un deseo de “fusionar mentes”, de compartir espacios oníricos, “una agitación maníaca existencial por convertirnos en uno”. Creo que es una forma secular de un mismo principio arquetípico que irradia en nosotros. En la teúrgia neoplatónica esto se conoce como la henosis, la fusión con la divinidad, con el Ser Absoluto. Para nosotros, las personas que están más cerca se convierten en metáforas de esa divinidad, el amado es una imagen de lo divino. Y queremos participar en él o ella, anhelamos movernos por su interior y recibir toda su luminosa bondad. Queremos comprobar que estamos unidos y conectados: por eso la telepatía y la sincronicidad compartida con otra persona nos seducen tanto; nos hacen pensar que estamos destinados a estar juntos o creemos que nos revelan una unidad secreta que se empieza a hacer inteligible.
Twitter del autor: @alepholo
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