Civilización o Barbarie: Cultura o Historia Por Alberto Espinosa

Todo lo que puede ser dicho, pude ser dicho claramente; lo que no puede ser dicho con claridad, más vale callarlo – decía, poco o más o menos, el gran pensador austriaco del siglo pasado (no me refiero, perdón por la obviedad, a Adolfo Hitler, sino a su condiscípulo de pupitre y compañero de banca en los párvulos vicenses, al ingeniero, enfermero, jardinero y excéntrico millonario Ludwig Wittgenstein). Se trata en el fondo de la reformulación de la gran enseñanza del clasicismo, de la gran lección clásica: cumplir con la norma, con la obligación de entender y dar a entender al otro la forma de vida y de pensamiento que uno procura, que uno cultiva. Sóren Kierkegaard, el maestro sutilísimo, agregaba el requisito moderno de no sólo entender conscientemente lo que uno dice al decirlo, sino también entenderse a uno mismo en lo decible.

En efecto, el misterio de la serenidad clásica difícilmente podría entenderse sin ese afán de transparencia, sin el valor de la claridad: único ámbito en el que pueden fundirse los espíritus en la moderadamente cálida y animada temperatura de la conversación, para así acogerse y comprenderse mutuamente. De acuerdo con esa augusta tradición todo lo que no puede ser formulado prístinamente queda excluido por pedestre y sin-sentido, por ajeno a la vida y su desarrollo – demeritado ya por ser un juego ocioso de trogloditas, ya por ser un interdicto, quedando excluido al caer fuera de la norma básica del arte de la conversación, de la sana convivencia inter-pares.

La guía, empero, es rigurosa y estricta: quien no entiende la formulación, quien de plano no «comprende» de que se esta hablando, quedando excluido de las expresiones verbales por su impotencia de articular su voz en ellas, cae inmediatamente fuera de la civilización, de la cultura del ciudadano que comparte una constelación o un corpus orgánico de valores, siendo por ello considerado como un bárbaro: como un hombre que propiamente no habla, que tartamudea, que balbucea, que mascusa pobremente las palabras , como si fuera un extranjero, un turista recién llegado. Es el hombre cuya pauperización cultural lo ha llevado a no entender ni una coma de lo que se dice; es el hombre oscurecido por la ceguera positiva y su soberbio imperio de la noche abstracta que, por lo tanto, no puede ver la luz del espíritu.

Las expresiones verbales no son otra cosa, bien miradas, que órganos de la vida. Su característica sustantiva es la de articular situaciones de convivencia inter-vivos con objetos representados; la de convivir, pues, con figuras del mundo – que llevadas a su extremo filosófico pueden ser las figuras del mundo mismo en su totalidad. Así, por virtud de la expresión verbal podemos articular nuestra convivencia no solo con objetos distantes en el espacio y en el tiempo, sino incluso con personalidades históricas a tiempo ausentes; por ejemplo, aquella que actualiza el entretenido lector con el Timeo o el Simposio platónico, el cual por otra parte ondula un área del espacio de las significaciones hace dos mil cuatrocientos años. Conversamos con Platón, o mejor dicho volvemos a reverberar con su enseñanza.

Por el contrario, el bárbaro es quien se cierra a ese espacio de significaciones, quien decididamente no quiere navegar en las ondas de la tradición, pensando con redundante barbarie que el mundo empezó y terminará con él y que su acción histórica es el puro desenvolvimiento de un programa genético sin drama y sin libertad (Edipo). Capítulo de la antropología negativa, en el que el hombre contrae intencionalmente su órgano verbal, articulando mínimas situaciones de convivencia, cuyo mezquino radio alcanza apenas a cubrir las noticias de su achatada y roma aldea. Es el hombre que más bien decide no entender, el que prefiere ignorar al otro enturbiando la trasparencia que serviría de medio para comunicarlo con el otro y con lo otro. Esa falta de amor a la comunicación traslucida, cuyo madriguera es igual k chanza gratuita que el manido ninguneo, es falta de amor también a la tradición y por tanto a la cultura.

El ser humano para formarse plenamente requiere de una segunda «gestación». Es la gestación más compleja y lenta conocida por cualquier especie animada, pues tiene como propósito la sobrevivencia en el mundo sociocultural – el cual esta permeado por todas partes por el lenguaje y sus instancias simbólicas. En esa segunda matriz donde acaba de gestarse el animal racional no sólo requiere sobrevivir: radicalmente requiere hacerse humano – porque lo humano no esta ya dado, sino que es una tarea. El ser humano, en efecto, es el ser que se humaniza, que adquiere, que recobra su ser por el camino de los lenguajes y su cultivo: el ser humano es el ser que se forma en humano para ser el mismo, para llegar y coincidir consigo mismo. También esta segunda gestación conoce sus abortos.

Bárbaro es así no solo el hombre telegráfico o el que traspantoja el lenguaje hablando incorrectamente; sobre todo es el que e incapaz de hablar la “verdadera lengua», el que no pude seguir la cadena de oro, el que no sabe como navegar en el ancho río de la tradición y de la razón. El bárbaro habla una lengua -qué duda cabe, siendo animal de razón, de palabra. Pero su lengua es vehículo tan solo de su minúscula vida ya no digamos sentimental, sino meramente instintiva: expresión de sus necesidades más apremiantes y demandantes, de sus rudimentarias y burdas emociones elementales. El bárbaro naufraga en conversaciones meramente relaciónales e inútiles o insustanciales, perdiéndose en diatribas de lavanderas, en proyectiles verduleros, o en su refinado extremo en el fino encaje consistente en tejer la telaraña, a vuelta y vuelta — como quien remacha maniáticamente un clavo ya clavado.

II

El lenguaje bárbaro, bajo sus innumerables manifestaciones, ha sido catalogado por algunos eruditos en el casillero de la cultura vernácula, debido a ser depositario de las emociones y de la circunstancia inmediata y más apremiante del hablante. Otros, en cambio, prefieren inventariarlo en el cajón de la cultura histórica por ser su contenido meramente situacional, o relacional, en cualquier caso inmediato. Quizás sería mejor subsumirlo, como hace Mircea Eliade, en el baúl de la cultura onírica, aquel arcón preferido por la gente dormida de k caverna platónica — a estas alturas de la marea histórica, saturada por la gente apesadumbrada y mortificante.

A tal cultura onírica (coloreada de tonos locales y de historia regional) se opone por naturaleza la verdadera cultura: la cultura universal. El rasgo definitorio de la verdadera cultura no es sólo ser una cultura de verdad (formadora del hombre) sino ser una cultura de la verdad: una cultura objetiva que participa de una misma realidad, de una misma jerarquía, ecuménica, única y universal.

Si la cultura onírica da como resultado seres oscuros e introvertidos, retorcidos o macilentos, cerrados y vocados al vacío del tedio y el aburrimiento, la cultura universal por lo contrario forma seres extrovertidos, de mirada abierta que observan la misma luz y por ello comparten los mismos valores, las mismas costumbres, que viven las mismas cosas y obedecen la misma ley.

En el espectro de la totalidad de la cultura, tanto la alta cultura como la cultura artesanal representan las puntas estabilizadoras de una campana de Gahus imaginaria, siendo ellas las constituyentes de las comunidades sapienciales por excelencia. La prueba de su continuidad está dada por la comunicación profunda y personal que se da entre los dos gremios: el poeta que se delecta oyendo la voz del pueblo; el artesano contemplando catedrales de roca o de vapores de agua.

En medio se encuentran las masas indiferenciadas de los hombres dormidos -que sin embargo van pugnando en el proceso educativo por despertar, por adecentarse, por civilizarse. Cuando no, estallan mirando oscuramente dentro de sí mismos para imponer por la fuerza su abigarrado e ininteligible mundo personal en ruinas y sus mezquinos intereses y tendencias particulares. Organismos aislados e impenetrables, en el fondo dominados por su vida orgánica y sus impulsos o instintos, por sus necesidades fisiológicas y angustias más apremiantes, los cuales juzgan la realidad de acuerdo a criterios oníricos, vernáculos o históricos. Vida embrionaria separada de la conciencia y de la escucha, donde la libertad y el pecado no existen y cuyo estado aparentemente paradisíaco de bestias edénicas, es el envés de un revés marcado por la imaginación pervertida y tos proyectos insensatos -en ambos casos por la esterilidad espiritual.

No el sueño de la nube aventurera, sino de la roca fuerte que, sin embargo, esta en su precipitación rodando muerta. No el recogimiento de sí que pide la autonomía para la creación de la gente despierta, sino k dispersión de quien ajeno a la verdad fríamente sueña la muerte. Porque el olvido de la tradición es también la desatención del peso de la realidad, de la gravedad del hombre. La cultura onírica quisiera así borrar el hilo que sutura a la historia -para inventar otra historia: su historia onírica. Pero esa historia estaría inevitablemente roída de olvido, queso gruyer donde quisieran rodear de espeso lácteo sus horas inconfesas.

Se trata de la aldea global, en el que cada uno de ellos es rey, genio, Premio Novel, gobernador ensoñado en su rincón -a costa de no contrastar su pobre embeleco con una imagen fiel del mundo, con la realidad ecuménica, con la cultura universal.

La humanidad a atravesado en otras horas periodos de oscuridad y de tiniebla por ese fenómeno de relativismo cultural, donde las cosas empiezan a dejar de valer por ser valiosas, preciosas, perfectas o finas y empiezan a valer por ser «mías»: por ser mis poemas, mis cuentos, mis historias, mi tierra, mis “cuates”. Es decir, donde empieza a valer lo que no vale, donde se valora lo execrable, o lo puramente existencial: mis sentimientos, mi oficina, mi secretaria, mi champo, mi sopa.

La cultura onírica está condenada a ser regional: a no trascender, a ser conformista. Amenazada de parkinsonismo o de Alzheimer ese tipo de cultura, tan presta para olvidar lo, que no le conviene, es en el fondo la cultura de la conveniencia- -tan inconveniente generalmente a la sana convivencia. El problema radical estriba en que sus convenientes convenciones deforman los símbolos, los enferman y pervierten para que encajen en la contrahechura de sus estrechas mentes. El bárbaro, en efecto, básicamente es el hombre incapacitado para entender la ley, impotente para armonizarse con el cosmos, escindido de natura, de si mismo o de los otros.

Solo resta una pregunta: ¿cómo es que la civilización moderna acabó por olvidar su proyecto universalista?; ¿cómo es que ahora el esperpéntico hermanote, el cocodrilo metido a redentor, el meloso alacrán, el burro pedagogo tomaron el lugar occidental que habían llamado para ser ocupado por el padre de los pueblos?; ¿cómo fue que se penetró tan terrible disminución, tan repelente litote? O mejor ¿cómo volver a la cultura universal?

Sobre la Atención Por Alberto Espinosa

Sobre la Atención

Por Alberto Espinosa

   El propósito central de la educación, de la formación humana, radica  en estabilizar la atención para que pueda ser un suelo firme como el suelo, para que pueda ser una tierra fértil cultivable y fecunda para el espíritu. Combatir la oscuridad caleidoscópica de la distracción, disolver el alma inferior, evitar el vagabundeo del espíritu, no consiste en otra cosa que en controlar el río de la conciencia, en cierto modo interrumpiéndolo de su flujo irreflexivo que va en dirección siempre descendente. Como el agua que no encuentra un continente donde ser retenida, donde ser espejo. Evitar, en una palabra, el estéril vagabundeo de la conciencia que a fin del día deja al espíritu como embotado y deprimido.

   A partir de la tierra así fertilizada, es posible refinar y completar el alma superior del espíritu, preservado por la noción del respeto. Porque justamente el hombre atento experimenta una especie de liberación de las ataduras y presiones del cuerpo por la elevación de los ojos -porque si la tensión aclara la mirada para ver y describir, el respeto esclarece la escucha para poder oír nítidamente, ya fundida la escoria y las tensiones de lo oscuro, de la opacidad sensual que afecta al temperamento y se dirige hacia la muerte, restaurando de tal manera las potencias creativas del ser humano en la concentración del espíritu, en la energía luminosa y clara del pensamiento puro.

   La atención corrige inmediatamente dos vicios educativos: pensar sin aprender, que es peligroso; y aprender sin pensar, que es tiempo perdido. El hombre atento, por el contrario al atender tiende su oído hacia algo, y esa tensión a lo que tiende es a escuchar un contenido, por decirlo así, condensado de la cultura, que por ello se presenta, aparentemente, ininteligible, denso, inexpugnable, plegado, sirviendo la atención par desplegarlo y así, al desenvolverlo poder comprender –implicando por ello una contienda y hasta una contención.

   Por un lado, la atención es un contener el río de la conciencia del desatento, que es también el tipo del distraído, que es llevado y traído de un lugar a otro, por las ideas o imágenes que desfilan por su conciencia, distrayéndose con los ojos no menos que con los pasos, que igualmente lo llevan de un lugar a otro como si no tuviese un destino fijo –siendo finalmente el descuidado, el que a cada hora sale y anda de aquí para allá, como fugándose de cada persona a la que en lugar de atender y recibir, en sus caso extremo más bien repele o excluye al otro…. o se auto-despide del otro con las casi soeces y amenazadoras, cuando no insidiosas y hasta insolentes expresiones verbales de la vulgata que rezan: “órale”, “ándale”, “sale”.

   Por el otro lado, es la atención un contender contra las distracciones para poder prestar atención y atender al desciframiento del sentido, es decir, para poder entender –que es también un poder extender, poder desarrollar. Seguir, prestar atención con la mente, oír, comprender, que es también una “intentio”: un dirigirse hacia algo. Porque prestar atención (intendere animi in aliquid) es a la vez un proponerse algo (intrendere animo aliquid).

   En un segundo sentido la voz atender se refiere a una norma de la civitas, de la urbanidad, de la cultura: el atender en el sentido de estar al servicio, a las órdenes de una causa o de una persona, tal y como sucede con el atento tendero.

   La atención así puede verse como una virtud horizontal donde el conocimiento a la vez se extiende para una escucha que al recibirlo lo extiende en la mente para hacerlo, a su vez, extensivo a otros –echando abajo las intenciones de aquellos otros pretenciosos que dan como excusa su desatención para en avanzada tender por delante en una tensión que crea todo tipo de malentendidos.

   Así, el agua de la vida educativa mana cuando a la actitud del respeto y de atención para toda forma de vida se suma la memoria que se honra. Como se honra la jerarquía que se alza en el templo, despertando por consiguiente la emoción estética y moral del fuego vivificante del espíritu. Todo ello puede cifrarse, en efecto, en el principio intelectualista y voluntarista de la educación, pues de acuerdo a la idea que nos hagamos, que desarrollemos, que levantemos y que trasmitamos del mundo, así será nuestro comportamiento en la vida.

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