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La fe religiosa y sus representaciones, nos dicen muchos ateos ciencistas, solo pueden ser fantasmagorías inanes, por su carácter evidentemente ajeno al mundo que conocemos. Contradicen lo que la física nos enseña y son innecesarias para mantener la moral: esta se halla naturalmente impresa en nosotros, y hay gente buena y mala con las más diversas creencias o falta de ellas. De hecho, ni siquiera quienes se llaman creyentes pueden creer realmente en tales fantasmas, de los que en realidad nada saben. En cualquier caso, la religión sería contraproducente, bien como instrumento de explotación y opresión de las masas, según afirman los marxistas, bien como una simple distorsión gratuita e irrazonable de la moral y el conocimiento.
Sin embargo el mundo parece mucho más amplio y complejo que todas las teorizaciones construidas por la mente humana: «Verde es el árbol de la vida…», decía Goethe. Ya vimos cómo el mundo tan fantasmagórico de las matemáticas, tan ajeno al mundo sensible y «real», guarda con éste un lazo difícil de explicar, incluso de concebir, pero fuerte en extremo. Podemos suponer fácilmente una relación análoga para el fantasmagórico mundo religioso.
En esa dirección nos orienta la observación más sencilla: la inmensa suma de arte y pensamiento surgidos directamente de la religión. Suma también de conocimientos: inventos como el de la escritura –quizá el más trascendental invento humano, por cuanto permite fijar y acumular la memoria–, la medicina o la observación del cosmos, proceden con toda probabilidad de la religión. Por tanto, nada de fantasmagorías inanes, sino todo lo contrario, extremadamente preñadas de consecuencias. Tiene muy buen fundamento la tesis de que las culturas descansan en las concepciones religiosas. Desdeñar sin más esas evidencias, y las acciones derivadas de ese desdén, solo pueden reflejar un espíritu de barbarie: baste recordar la persecución religiosa de nuestra guerra civil, entre otros muchos episodios revolucionarios parecidos en Europa y América, siempre en nombre de la ciencia y el progreso.
No obstante, desde el punto de vista ateo, cabe llegar a un compromiso: se aceptaría el papel cultural de la religión… hasta la aparición del pensamiento científico. A partir de este, la religión se volvería superflua, de modo similar a como la aplicación de la máquina de vapor a la navegación volvió innecesarias las antes utilísimas velas. He aquí una cuestión especulable.