¿Qué tienen en común el español que se habla en Quito con el alemán que escribe un berlinés, el ruso en el que se expresa un kazajo o el persa de una persona de Irán? Que todos estos idiomas comparten una «madre»: el indoeuropeo. La familia de lenguas indoeuropeas, la más extensa y que engloba 150 idiomas hablados por 3.200 millones de personas en todo el planeta, siempre ha resultado una incógnita. ¿Cómo llegó a propagarse a sitios tan alejados entre sociedades neolíticas que apenas acababan de conocer la agricultura? Ahora, dos estudios que combinan datos lingüísticos, arqueológicos y genéticos parecen haber encontrado la respuesta a uno de los debates más encarnizados de los dos últimos siglos.
La investigación es el esfuerzo de casi un centenar de científicos de una decena de entidades diferentes que han llevado a cabo dos estudios que se acaban de publicar a la vez: uno en «Science», en el que han recopilado el ADN antiguo de 524 sujetos que vivieron hace 8.000 años en el centro y sur de Asia, siendo el análisis en su género más completo hasta la fecha; y otro en «Cell», que desgrana la secuenciación del primer genoma completo de una persona que perteneció a la Civilización del Valle del Indo, una de las primeras de la Humanidad cuya huella cultural ha impregnado todo a su alrededor, pero de la que casi no se tienen datos.
«El objetivo principal de nuestro trabajo es sintetizar las evidencias arqueológicas, lingüístas y genéticas para comprender el papel que el movimiento poblacional tuvo que desempeñar en dos de las transformaciones culturales más profundas que ocurrieron en Eurasia: la propagación de la agricultura y la difusión de las lenguas indoeuropeas», explica Vagheesh Narasimhan, coautor de ambos artículos y becario postdoctoral de genética en el Instituto Blavatnik de la Facultad de Medicina de Harvard.
Las dos hipótesis enfrentadas
Hasta ahora la «lucha» académica se había centrado en dos hipótesis: la clásica sitúa el origen del indoeuropeo en las estepas pónticas (al norte del Mar Negro, la cordillera del Cá ucaso y el Mar Caspio), hace unos 6.000 años. La alternativa propone que surgieron hace entre 8.000 y 9.500 años en Anatolia (actual Turquía), y que se extendieron a partir de ese momento por Europa e India, siguiendo la expansión agrícola del Neolítico.
En cambio, los análisis del ADN sí establecían que hablantes del indoeuropeo de regiones separados por miles de kilómetros compartían un ancestro común de pastores esteparios que se trasladaron al oeste hacia Europa hace casi 5.000 años y luego se extendieron hacia el este en Asia Central y del Sur en los siguientes 1.500 años. Es decir, la huella genética establece que fueron los esteparios y no los habitantes de Anatolia los responsables de que las lenguas indoeuropeas acabaran en la Península Ibérica sobre el año 2.300 antes de nuestra era.
Además, han rastreado un notable aumento de ascendencia de esteparios en la zona, incluido entre los brahmanes, un pueblo custodio de textos escritos en el antiguo sánscrito del idioma indoeuropeo.
«Este debate ha estado en el aire durante 200 años o más, y es muy emocionante que ahora se resuelva tan rápidamente», afirma Nick Patterson, investigador en genética en el HMS y científico del personal del Broad Institute of MIT y Harvard. «Ahora podemos entender la historia a más alto nivel».
Orígenes de la agricultura: ¿Anatolia?
Por otro lado, el estudio ha intentado determinar cómo se propagó la agricultura: ¿se extendió motivada por cambios geográficos? ¿Quizá fue una copia entre culturas? ¿O una invención local que se dio en diferentes puntos?
Al contrario que en el caso del lenguaje, en este caso los estudios previos encontraron evidencias genéticas de que la agricultura llegó a Europa junto con la afluencia de personas con ascendencia de Anatolia –por lo que se pensó que la lengua se habría extendido igual–. En este caso, la llegada de las personas de Anatolia coincide con la explotación de la agricultura. Ahora, esta nueva investigación ve un patrón similar en Irán y Turan (al sur de Asia Central), por lo que cabe suponer que esta práctica se extendió a este y oeste a la vez.
Luego, a medida que la agricultura se extendía hacia el norte a través de las montañas de Asia Interior miles de años después de establecerse en Irán y Turan, «los vínculos entre la ascendencia y la economía se vuelven más complejos», afirma el arqueólogo Michael Frachetti de la Universidad de Washington en St. Louis, coautor que dirigió gran parte del muestreo esquelético para el artículo de «Science». Se creó así la conocida como «Ruta de la Seda de la Edad del Bronce», sobre la que Frachetti lleva estudiando años y que significó una vía de intercambio que, pese a la creencia popular de que estos pueblos eran bastante violentos, denota que el comercio y el intercambio era la tónica dominante.
«Por supuesto, hay ejemplos de conflictos y guerras, pero según mi experiencia en la excavación en Asia Central durante los últimos 20 años, no es común encontrar personas que murieron en la batalla. Por lo tanto, creo que es importante cambiar nuestro punto de vista sobre la importancia de las conexiones humanas y las interacciones que cambiaron la cultura y las civilizaciones a través del tiempo, y alejarnos de nuestra fascinación por la violencia», señala a ABC Frachetti.
La historia cambia al sur
Sin embargo, encontraron que en el sur de Asia, la historia era diferente. Los investigadores no solo no encontraron rastros de la ascendencia relacionada con Anatolia –sello distintivo de la propagación de la agricultura hacia el oeste–, sino que la ascendencia relacionada con Irán que detectaron en los asiáticos del sur proviene de un linaje que se separó de los antiguos agricultores y cazadores iraníes. Por ello, los autores creen que la agricultura en el sur de Asia no se debió al movimiento de personas de las culturas agrícolas anteriores del oeste, sino que los recolectores locales adoptaron esta técnica.