Este es un tema complejo y espinoso. En muchos sentidos, la religión y las plantas psicodélicas han crecido de la mano. El que probablemente sea el texto religioso más antiguo que conocemos, el Rig Veda, hace referencia a una planta -el soma- que tenía un lugar fundamental en la generación de un estado de conciencia que aparentemente acercaba a los hombres al conocimiento de lo divino. Existe mucha especulación sobre esta planta, pero probablemente se trate de algún tipo de psicodélico o sustancia psicoactiva. Asimismo, los estudiosos de las religiones han señalado que una de las primeras formas de religión -y en general de cultura- es el chamanismo, el cual también parece haber estado ligado a la producción de estados extáticos con base en el consumo de ciertas plantas u hongos psicoactivos.
Para algunos, este vínculo avala el consumo de plantas o drogas psicodélicas como parte de un camino espiritual. Resulta, por así decirlo, natural utilizar plantas no sólo para explorar la conciencia sino como una práctica para entablar una relación con el mundo espiritual, e incluso para apoyarse dentro de un sendero. En cierto sentido, la religión está en una etapa de declive y las personas en Occidente ahora se identifican como espirituales pero no religiosas. Esta espiritualidad en muchos sentidos está basada en ciertas «experiencias» que generan una «conexión» o un «significado»; una de las principales es el consumo de sustancias psicodélicas.
Por otro lado, algunas religiones, por lo menos en sus aspectos exotétricos, reprueban el uso de cualquier sustancia intoxicante. Generalmente se hace referencia a un concepto de pureza o a una noción de que esos estados de éxtasis y unión mística deben ser resultado de una práctica espiritual, de un trabajo progresivo dentro de una tradición. Esto tanto para que tengan un valor que pueda ser reconocido por la misma tradición como también para que el propio individuo pueda valorar realmente la experiencia y tenga los medios para hacerla estable. Es decir, no es lo mismo una experiencia de «kundalini» producida por tomar ayahuasca que una experiencia de «kundalini» producida, por poner sólo un ejemplo, practicando yoga, por ejemplo dentro de un sendero tántrico que tiene diferentes etapas y en el cual se va avanzando gradualmente, con el seguimiento cercano de un maestro, y para el cual antes se debe atravesar toda una serie de capacitaciones que generalmente implicarán varios años de estudio y práctica. En este sentido, Carl Jung sugirió que uno debe tener cuidado con el conocimiento que no se ha ganado; acceder a una especie de teofanía sin tener sólidos fundamentos morales puede ser peligroso. Como se decía en Grecia –y como se dice en la Biblia–: quien ve a la divinidad suele ser fulminado.
Debemos notar, sin embargo, que en parte esta debería ser la función del chamán o curandero que facilita la planta. No sólo cuidar el espacio y abrir los canales para que la planta trabaje sino, de alguna manera, inculcar en el individuo la humildad y la gratitud que permiten asimilar una experiencia con serenidad y que posibilitan que ésta realmente produzca frutos. No obstante, es evidente para cualquiera que ha visto el crecimiento del «turismo psicodélico» en las últimas 2 décadas que en la mayoría de los casos las experiencias psicodélicas no son parte de una continuidad, de un trabajo que liga la experiencia curativa o terapéutica con una práctica cotidiana. En este sentido, la toma de sustancias psicodélicas no es parte de un dharma, de un sendero de práctica espiritual, es más bien una explosión, una singularidad que puede transformar al individuo y llevarlo a la espiritualidad. Pero el trabajo queda por hacerse.
La mente del ser humano, viviendo en lo que en la India llaman el samsara, es inestable, es como un mono que cambia constantemente de rama. Esto es nuestra realidad, y podemos constatarla simplemente tratando de meditar unos minutos y mantener la atención en un solo objeto (¡no es nada fácil!, lo cual sugiere que nuestras mentes viven afligidas). Si nuestra mente es inestable, nuestra experiencia del mundo es inestable y engañosa, pues no podemos enfocar bien para apreciar las cosas como son. En ocasiones puede ser útil una experiencia extraordinaria que nos haga ver que existe otro modo de percibir el mundo, que es posible un estado de felicidad y lucidez que nos puede parecer sumamente remoto desde nuestro estado mental cotidiano. Esta experiencia puede además servirnos como motivación, con el deseo de alcanzar ese estado vislumbrado. Pero he aquí el peligro de que nos aferremos a esa experiencia y a los modos con los cuales la producimos. Como ha dicho un maestro budista, la forma en la que podemos medir nuestro progreso en un sendero espiritual no es si tenemos visiones o poderes psíquicos, sino simplemente si actuamos de manera virtuosa en el mundo y si tenemos menos emociones negativas; si tenemos menos apego a las cosas y nos alteramos menos por los sucesos del día con día. Es concebible que tomar ayahuasca, LSD u otra droga pueda ayudarnos a tener esta estabilidad, esta base de virtud y concentración, pero lo que es importante notar es que la auténtica espiritualidad no está en las experiencias pico, está en nuestra conducta cotidiana. Por otro lado, también es concebible que tener estas experiencias, justamente porque son tan radicalmente distintas a nuestra experiencia diaria, pueda hacernos perder el equilibrio, generando deseos de revivirlas, haciendo que desarrollemos apego -por haber vivido algo extraordinario- y ansiedad -por querer volver a vivir algo extraordinario-. Y el mundo cotidiano es, en su humilde manera, extraordinario, pero hay que aprender a verlo. Como hemos dicho, en ocasiones una experiencia psicodélica puede hacernos apreciar este extraordinario-cotidiano, pero en ocasiones pude también distraernos y, pese a todas sus luces y sensaciones oceánicas, no ser más que maya, un espejismo que sólo alimenta nuestro ego.
Para concluir, cabe notar que en temas tan complejos es absurdo buscar una respuesta tajante, un sí o no que nos permita regular siempre nuestra conducta. Pero pese a que no exista una respuesta o una receta, es importante cuestionar críticamente nuestros hábitos y motivaciones. Es posible y quizá no del todo infrecuente que para algunas personas los psicodélicos abran el camino hacia una auténtica espiritualidad, e incluso, que en ocasiones puedan regresar a ellos para encontrar motivación o para atravesar ciertos escollos en su práctica. Pero es también posible que que el consumo frecuente y aun meramente ocasional de plantas psicodélicas en algunas personas sea en realidad contraproducente respecto de un camino espiritual, sobre todo uno que pretenda transitar por el justo medio y fincar una estabilidad libre de extremos desde la cual ir progresando. Seguramente la espiritualidad se trata menos de visiones trascendentes, de apariciones de ángeles o demonios, de poderes extrasensoriales, de milagros y eventos extraordinarios, y más de una comprensión gradual, de una consecución de virtudes, de una firmeza, que se amasa cotidianamente, sobre la cual puede crecer una sabiduría que está más allá de los extremos.
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